martes

LAS SIGUIENTES DOS HORAS

En algún lugar leí que después de cometer un crimen, lo peor son las siguientes dos horas. Yo había superado ya los 30 primeros minutos, así que me quedaba hora y media para terminar de superar... “lo peor”.

Siempre han dicho de mi que soy un tipo agresivo, pero en el mejor sentido de la palabra; es decir: alguien luchador, competitivo, muy duro en todo lo referente a mi trabajo y con una personalidad fuerte. Mi agresividad siempre ha estado muy bien canalizada, he sabido utilizarla de un modo constructivo y llevarla por el camino del tesón y la autoexigencia, quizá por eso soy el mejor en lo mío, y quizá por eso, y pese a mi agresividad, nunca he sido en absoluto violento. De modo... que encontrarme allí, junto a ese cuerpo inerte, sin vida y sabedor de que habían sido mis manos las que le habían dejado en ese estado, me tenía sumido en una profunda estupefacción y en un desasosiego extraño.

Así que esos 30 primeros minutos fueron de vacío y de ausencia absoluta en los que mi mente no esbozó el más mínimo pensamiento. Veía ese cuerpo tendido boca abajo, con los brazos en cruz, la cabeza ladeada y los ojos completamente abiertos, y lo contemplaba esperando que, por su parte, me dedicase algún indicio de vida... un parpadeo, un leve movimiento, un... volver en si. Imagino que esa primera media hora fue de no llegar a creer, que ese individuo estuviese verdaderamente muerto.

Leí también... (creo que fue en una revista de psicología que mi esposa debió comprar en algún kiosco y que rondaba por casa, ahora no sé), pero... recuerdo que leí que habían 15 minutos posteriores, lo que en el artículo denominaban, la segunda fase: la de “la acción”, en la cual el... “asesino” toma conciencia de su acto y mira a su alrededor para asegurarse de que se trata del único testigo del suceso e inmediatamente busca el modo de deshacerse del cadáver. De manera instintiva ya había mirado todos los rincones de aquel callejón, había explorado la zona en busca de alguna luz encendida procedente de alguna ventana, algún humo de cigarro que saliese de algún portal, o algún movimiento que delatase la presencia de alguien detrás de los cubos de basura o de las cajas amontonadas y vacías que se hallaban desperdigadas por la zona. Nada, todo estaba tan muerto como aquel individuo que yacía a mis pies. Lo lógico ahora, sería deshacerme del cuerpo, pero decidí actuar en función a mi propia lógica y no tocar nada, dejarlo todo como estaba y salir zumbando de allí.

A escasos metros se hallaba el bar de Carlos, conocido en la zona como el “Phill’s Club”, un lugar al que acudíamos todas las noches al salir de la oficina y en el que tomábamos unas copas y tonteábamos con las chicas de administración. Se trataba de un modo de desconectar de las reuniones, de las montañas de presupuestos y del sinfín de llamadas telefónicas diarias. El coqueteo con las secretarias, y que no dejaba de ser eso... un simple coqueteo, era una forma más de llevarse, de camino a casa, algún pensamiento que no fuese el trabajo.

Esa noche había salido de la oficina más tarde de lo normal y me dirigía hacia casa sin pasar por el “Phill’s”. Sentía la necesidad de llegar y encontrarme con los niños acostados, cenar con mi esposa y amodorrarme en el sofá delante del televisor. Generalmente el camino de regreso a casa y viceversa, lo hago a pie ya que se trata de un paseo de 20 minutos que me sienta muy bien. Acostumbro a tirar recto por la gran avenida, girar por la calle principal y a pocas manzanas ya estoy en casa, pero... esa noche parecía que el salirme de mi rutina me iba a traer complicaciones. Esa noche no bajé por la avenida, por eso, porque era tarde, así que decidí atajar por el callejón en el cual se me acercó ese individuo. Un tipo joven de una altura considerable y con un inequívoco aspecto de ir absolutamente colocado, apareció de golpe y se abalanzó sobre mi exigiéndome el maletín... El maletín, ignoro que pensaba encontrar en él, pero me imaginé su cara de sorpresa, si de haberlo conseguido, hubiese descubierto al abrirlo que no habían más que presupuestos, mi agenda, recortes de la prensa bursátil y mi reloj de pulsera que no creo que valga más de 20 pavos. Siempre he odiado los relojes, de modo que lo suelo llevar puesto en el despacho para estar atento a las reuniones, pero al salir del trabajo lo meto en el maletín como en un intento de olvidar que a lo largo de todo el día he estado demasiado pendiente del tiempo. No obstante se trataba de mi maletín y no estaba dispuesto a dárselo. Recuerdo que le empujé con él; en un principio traté de usarlo a modo de escudo aferrándome a él con las dos manos, pero al ver que el tipo iba acercándose e invadiendo mi espacio vital, lo usé para alejarle de mi. Aquel desgraciado llevaba un pedo terrible, perdió el equilibrio con mucha facilidad y se golpeó contundentemente la nuca con un el saliente de una escalera de incendios, a partir de ahí... ya conocen el resto de la historia.

Crucé la gran avenida en dirección al “Phill’s Club”. Al abrir la puerta, la música del interior se hizo patente y rompió por un instante el silencio de la noche. Era la hora a la que yo acostumbraba a largarme del bar, pero precisamente esa noche entraba en él. Estaba lleno de gente y no había nadie de la oficina ya que a excepción de las chicas de administración, todos los “ejecutas” habíamos salido tarde y tras despedirnos, cada cual decidió tomar el camino a su respectiva casa. Entre la multitud no vi tampoco a ninguna de las secretarias, al parecer o no habían venido o se habían largado ya. De todos modos, me aseguré de que no hubiese ninguna de ellas, y tratando de no ser visto, pero sin que pudiese parecer que me escondía, me dirigí a una de las mesas del fondo mientras me sacaba la americana y me desabrochaba el nudo de la corbata.

Creo que sin quererlo estaba entrando en la tercera fase de la que hablaba el artículo, la del “instinto de conservación”, en la que, por lo visto, en la media hora siguiente al tiempo ya transcurrido, uno trata de buscar una coartada.

La que solía ser nuestra mesa estaba vacía. Dejé sobre uno de los butacones verde oscuro mis herramientas de trabajo, me despeiné ligeramente el pelo con la mano y me dirigí a la barra para tratar de hablar con Carlos entre medio de aquel estruendo de música y gentío.

—Carlos, tío... ¿Qué pasa con mi whisky con hielo?

—¡Hostia!... ¿Qué haces por aquí?... Hoy no ha venido nadie de la ofi.

—¿Nadie?... ¿Ninguna de las chicas tampoco? —Imaginé que era bueno asegurar ese detalle.

—A decir verdad, Carmen y Sara han entrado a sacar tabaco de la máquina, me han saludado, pero inmediatamente se han ido —entre medio de una sonrisa socarrona, me dijo—. Parece ser que si los machos de la manada no rondáis por aquí, a ellas tampoco les hace tomar sus copas sin más.

—Eso parece —le devolví la sonrisa en el mismo tono—. Hoy hemos salido todos más tarde, pero me he resistido a irme a casa sin mi copa, y ... hace poco menos de una hora que te he pedido ese jodido whisky y estás pasando de mi.

—Oh vaya... no sabes como lo lamento, pero ni te he visto, ni recuerdo que me hayas pedido nada. Demasiado follón... ahora mismo te lo llevo.

Me dirigí hacia mi mesa cuando Carlos me interrumpió por el camino.

—¡Oye!... ¿Y cómo es que Carmen y Sara no se han quedado contigo?

A pesar del calor que hacía en el Phill’s se me heló la nuca y casi al mismo tiempo, se me empapó la camisa en sudor...

—Imagino... que cuando ellas han venido a por el tabaco... o yo aún no estaba o bien ni me han visto. Como ya te he dicho, llevo una hora en la mesa repasando mi agenda y esperando esa maldita copa, así que... ¡a ver si te espabilas!

—Descuida, te la llevo en un santiamén.

El Phill’s era el típico club nocturno al que la gente solía acudir al salir del trabajo, o bien después de cenar para tomar unas copas. Los jueves por la noche estaba a reventar de estudiantes, es decir, de caras para nada conocidas que en ningún caso podían dar o no fe de que yo llevaba allí una hora. Nadie se había fijado en si entraba o salía, a toda esa juventud, le importaba bien poco que podía hacer allí un hombre de mediana edad repasando una agenda.

—Aquí está tu whisky.

—Toma Carlos, cóbratelo ya, que me lo tomo y me largo... se me ha hecho muy tarde.

—De veras lo lamento.

—Tranquilo hombre... no pasa nada.

De mi cartera saqué un billete de 10 pavos, se lo di y le pedí que se quedase con el cambio. Tomé mi copa en un par de largos tragos, recogí mi agenda, me ajusté la corbata y con mi americana colgando de mi antebrazo me decidí a abandonar el local.

—No sé como puedes concentrarte en tu agenda con este escándalo. Los jueves esto es insoportable. —me comentó Carlos.

—Oh... no te creas que en la oficina es mejor. Uno ya está acostumbrado a concentrarse con los timbres de los teléfonos.

—¿Nos vemos mañana?

—Espero que si. De lo contrario... que tengas un buen fin de semana.

Allí dejé a Carlos pasando un paño por la mesa y recogiendo mi vaso vacío.

Mientras andaba por la avenida entré, sin duda, en la cuarta fase: la de “negación”. Fase en la que uno trata de negarse a sí mismo que ha sucedido lo ya inevitable. Pensé en aquel tipo, en que tenía una vida por delante, en que posiblemente tendría una madre que al enterarse de lo sucedido lloraría por él, pero que también sentiría un alivio extraño al ver que ya toda una vida de sufrimiento por un hijo torcido se había terminado. No obstante, hubiese retrocedido en el tiempo andar sobre mis propios pasos y descender por la avenida en lugar de haberme metido por ese callejón.

Me encontré ante la puerta de casa. Al paso lento y reflexivo que llevaba, los 20 minutos habituales se habían convertido en media hora, justo el tiempo que aquel artículo le daba a esa penúltima fase, de manera que sólo quedaba una, la quinta, para superar lo peor. ¿Sería pasar por esa fase -la de “la justificación”- y olvidarlo todo? En esos 15 minutos restantes para completar las dos horas el ser humano justifica su acto y se autoengaña dándose razones para poder vivir el resto de sus días con ello. Tomé la decisión de sentarme en uno de los peldaños que conducían hasta el portal de mi casa, fumar un cigarro y darme ese tiempo, esos 15 minutos. El resto del artículo –del cual recelé el día que lo leí – se había cumplido con una sorprendente exactitud, de modo que... ¿Por qué no tomarme ese tiempo y terminar de una vez por todas con eso? Entonces pensé que las cosas podrían haber ido peor, el tipo podría haber llegado a abrir mi maletín y darse cuenta de que no contenía nada de valor, podría haberme pedido la cartera y descubrir que escasamente llevaba 20 euros, e incluso podría haberme dañado ante la imposibilidad de sacar de mi nada más. Y lo que es peor, yo estaría herido o quizá muerto y él... paseando por las calles envuelto en la oscuridad de la noche y esperando a otras víctimas que terminarían corriendo la misma suerte que yo.

Estaba dándole la última calada a mi cigarro, casi a punto de quemar el filtro cuando por un breve instante, incluso me alegré de haber empujado a ese desgraciado y precipitarlo hacia su final. Lancé la colilla al suelo y mientras la pisaba con la suela del zapato le daba vueltas a ese artículo de la revista, un artículo absurdo, pero que en mi caso se estaba desarrollando con un sorprendente rigor. Claro que también imaginé que esas fases dependían mucho del tipo de personas, pero en principio, a alguien desenvuelto y acostumbrado a salir airoso de cualquier situación, ese análisis psicológico de cómo se desarrollaban las sensaciones ante un crimen accidental, le venía como anillo al dedo. Curioso. No puedo decir que me sintiese bien, pero... me sentía mejor.

Mi esposa se sorprendió de que llegase a esas horas. Le comenté que se había alargado la jornada, pero que me tomé la copa de rigor en el Phill’s. No me apeteció cenar, de modo que me senté en el sofá y ella se sentó a mi lado. Esa noche hicimos el amor. Hacía meses que no lo hacíamos, no por desamor, desencanto, o falta de interés, simplemente... la ocasión no se daba. No obstante esa noche tenía la necesidad de sentir cómo la vida fluía por todos los poros de mi piel y de sentir a alguien vivo a mi lado.

No dormí demasiado bien, me desperté en varias ocasiones y la escena del callejón se reconstruía una y otra vez en mi mente... sin desasosiego, sin desesperación, pero si de un modo llevaderamente inquietante.

Seguí pensando en ello cuando me levanté y mientras me aseaba. También durante el desayuno y veía a mis hijos preparándose para ir a la escuela. Pensé en qué pasaría por sus cabezas si se llegasen a enterar de que su padre se había convertido en un asesino. Me siguió un largo momento de angustia al pensar que existía la posibilidad de que la policía diese con el culpable y de que terminase pagando por eso con mis huesos en la cárcel. Repasé mentalmente el callejón como tratando de cerciorarme de que nadie pudo ser testigo de lo sucedido, repasé también mi coartada en el Phill’s con Carlos dando testimonio de que yo estuve allí a la hora en la que más o menos pudo tener lugar el accidente. Instantes antes yo estaba en la calle despidiéndome de los compañeros de trabajo, de manera que... todo estaba más o menos bien y conformaba un aspecto de verosimilitud absoluta. Me tranquilicé de nuevo, terminé mi café y me despedí de mi esposa y de mis hijos.

De camino a la oficina me detuve en el kiosco de cada mañana y compré la prensa bursátil. Saludé a Antonio el quiosquero que amablemente me devolvió el cambio mientras yo miraba, de reojo, a ver si alguna portada de la prensa ordinaria se hacía eco de la aparición de un cadáver en algún callejón de la zona. No me entretuve demasiado, no quería que Antonio me viese preocupado por nada. Era imprescindible que todo sucediese con normalidad.

Giré por la calle mayor y tomé la gran avenida, la gente transitaba por ella como cada día, nada parecía ser distinto a otros días con la excepción de que se trataba de un viernes y de que algunos llevaban una sonrisa dibujada en sus caras pensando en el fin de semana.

A una manzana del edificio de la oficina ya empecé a notar alguna diferencia con respecto a los otros días. Un par de coches de policía taponaban la entrada del callejón y un revuelo de gente permanecía curiosa por la acera, mientras, la guardia urbana trataba de que el tráfico fuese fluido.

—Caballero, cruce la calle si no le importa y vaya por la otra acera. —me solicitó un urbano.

—Oh... si, claro... ¿Qué ha sucedido? —Pregunté.

—Nada fuera de lo común... un yonqui ha aparecido muerto en ese callejón y se está llevando a cabo una investigación rutinaria.

—¿Muerto? Cielos... yo trabajo justo en el edificio de enfrente.

—¿De veras? Bien, si hay cualquier cosa que la policía deba saber, ya realizará las preguntas pertinentes. Por el momento nada más, no hay motivo para molestar a las personas decentes. Marche tranquilo.

—Está bien... muchas gracias.

El urbano siguió dirigiendo el tráfico y yo continué mi camino por donde él me había indicado. En la acera de enfrente, la que pertenecía al edificio de la oficina, empecé a ver caras conocidas: Raúl, Arturo y Sara estaban contemplando la escena.

—¿Te has enterado? —me preguntó Sara.

—Si, me lo ha contado un urbano... ¿Qué se sabe?

—Nada aún. El forense ha levantado el cadáver y una ambulancia se ha llevado el cuerpo hará unos 10 minutos, pero parece ser que se trataba de un drogadicto... dicen.

—Ya les está bien a toda esa panda de degenerados... que se mueran o que se maten entre ellos es lo mejor que nos puede suceder a los demás. —Arturo siempre fue un poco radical con esos temas, de manera que no nos extrañó a nadie su comentario.

—Y... la poli... ¿Ha hecho preguntas? —Traté de averiguar dirigiéndome a Raúl que era bastante más sensato.

—Si... han preguntado al conserje del edificio y a Carlos del bar, pero nadie vio ni oyó nada. No creen que llegase a tratarse ni de una pelea.

—Bueno tíos yo subo para la oficina que tengo que cerrar una operación. ¿Me acompañáis? —Arturo nos movilizó.

—Si, vamos que ya es tarde. —Respondió Sara.

Deslizamos nuestros respectivos pases por la entrada. Arturo le cedió el paso a Sara, y como de costumbre, la repasó de arriba a bajo, nos miró a Raúl y a mi y mientras suspiraba por las formas de Sara nos guiñó un ojo. Una vez en los ascensores Arturo lanzó una de sus bravuconadas que carecían de éxito con las mujeres, pero que siempre nos hacían reír a carcajadas.

—Joder Sara, reza porque nunca te quedes encerrada conmigo en uno de estos ascensores. Seguro que saldría la bestia que hay en mi y te arrancaría el tanga a bocados.

Las ocho personas confinadas en ese receptáculo que ascendía despacio tuvimos un momento de risa tonta mientras no perdíamos de vista la puerta del ascensor que se iba abriendo y cerrando a medida que alcanzaba nuevos pisos.

—Mira que eres bestia Arturo. —fue todo el comentario que Sara hizo ante semejante barbaridad.

Nadie más habló del tipo del callejón y después de tocar el tema del tanga de Sara, pareció que averiguar cómo era esa prenda, suscitó más interés que un cadáver aparecido a pocos metros de donde cada día movíamos fortunas de dinero. Por el resto... la mañana transcurrió con su prisa habitual. De vez en cuando me asomaba a la ventana de mi despacho y observaba como desaparecía la presencia policial, se quitaba la cinta amarilla de seguridad que limitaba la zona, y los mirones se dispersaban como si en realidad no hubiese sucedido nada.

A medio día comí con Raúl en el restaurante de costumbre, hojee la prensa y tampoco daba detalle alguno de lo sucedido.

Ya por la tarde, a última hora, el guardia de seguridad del edificio informó que la policía había cerrado el caso debido a que todo había quedado en que un desgraciado que andaba con grandes dificultades por un excesivo consumo de drogas se había caído y desnucado contra una escalera de incendios, y que debido a su envergadura y a su estado ebrio, el golpe había resultado fatal.

El sonido de los teléfonos era cada vez menos intenso y los contestadores automáticos eran los que empezaban a dar respuesta comunicando a los que llamaban que el horario de oficina había concluido y que para cualquier tipo de información llamasen dentro del horario establecido y en día laboral.

Entre tanto, recogíamos nuestros bártulos y nos disponíamos a tomar nuestra copa en el Phill’s Club.

Debo reconocer que la indignación se apoderó de mi. ¿Ya estaba? ¿Eso iba a ser todo lo que iba a suceder? ¿Nadie perdió un minuto más de su tiempo en tratar de averiguar por qué se apagaba una vida humana en un callejón? ¿No habían más preguntas?

—¿Estás bien? —me preguntó Sara—. Te noto muy ausente hoy.

—Descuida, estaré perfectamente bien... en las siguientes dos horas.

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