sábado

UN INSTANTE PARA SIEMPRE

Rubén fue un hombre que alcanzó con éxito las seis etapas esenciales de la vida: una infancia feliz, una adolescencia promiscua, una juventud exitosa, una madurez serena, una vejez lúcida y una muerte digna. Un hombre satisfecho que lo demostraba con esa media sonrisa dibujada en su rostro, mientras que de cuerpo presente y desde su ataúd, recibía el último adiós de sus seres más queridos.

María pidió quedarse con él unos instantes a solas, no en vano había compartido 60 años de su vida con ese hombre que ahora yacía tumbado con las manos cruzadas sobre su pecho.

—Hemos andado un largo camino Rubén —susurró la anciana acariciando la frente de su hombre—. Ya me dirás a mí que voy a hacer yo ahora... sola.

María tenía los ojos vidriosos y enrojecidos. Había llorado mucho, pero no estaba dispuesta a seguir haciéndolo, no en ese momento. No quería contemplar por última vez a Rubén con una mirada ahogada en lágrimas de dolor y prefería mostrarle una expresión serena, igual a la que le mostraba él.

Arrodillada junto al féretro parecía estar rezando alguna oración, pero lejos de eso, su mente acariciaba momentos y sensaciones de 60 años imborrables. Recuerdos de felicidad y de algún que otro mal trago que nunca fue buscado ni provocado, simplemente; la vida trae de todo, y nadie, ni Rubén ni ella se libraron de algún momento malo.

Había tanto que recordar que ese rato a solas con Rubén hubiese podido llegar a ser eterno, pero María se detuvo en un solo instante.

Una calurosa noche de agosto María entró en el pequeño apartamento que por aquel entonces compartían. Trabajaba de dependienta en una tienda de ropa, pero aquella tarde hubo que cuadrar caja y cuando salió del trabajo ya anochecía. Rubén estaba en la mesa del comedor rodeado de facturas y calculando los posibles beneficios de sus últimas inversiones. Tenía que darle un buen empujón al negocio, salir adelante y comprar esa casa de las afueras con la que soñaba María; una casa pequeña, luminosa, con un minúsculo jardín en el que plantar orquídeas y un trastero. María siempre se quejaba de que no sabía donde guardar las cosas.

Rubén levantó los ojos de la calculadora y siguió con la mirada a su joven esposa. Observó como depositaba las llaves sobre la repisa del recibidor, se dirigía hacia la habitación y sustituía sus zapatos de calle por unas cómodas zapatillas de andar por casa. Con una gracia improvisada, María deslizó su vestido veraniego desde sus hombros hasta los tobillos, lo recogió del suelo, lo colgó en un perchero y abrió el armario en busca de su albornoz para dirigirse al baño. A través de la puerta entreabierta de la alcoba Rubén contemplaba el cuerpo de su esposa en ropa interior; se levantó de la silla y mientras se acercaba a ella le hablaba.

—Cielo. ¿No piensas decirme ni buenas noches?
—Un momento cariño —respondió con la voz apagada desde el interior del ropero—. Ahora salgo y te doy un beso. Estoy muy cansada hoy.

María cerró la puerta del armario, se vio ante el espejo de cuerpo entero y por un momento se asustó al ver a Rubén tras ella.

Con sus manos él tomó su cintura. Un filo de luz perfilaba la figura de ella en la penumbra y Rubén se encontraba ante su paisaje predilecto. La espalda de María era el lugar en el que le gustaba perderse, explorar sus rincones, recorrer sus formas con las yemas de sus dedos, notar el tacto de su piel caliente y alimentarse de su olor.

María ofreció su cuello a unos labios de Rubén que se le acercaban. Notó su respiración y su delicado vello se erizó. Trató de ponerse frente a él para besarle, pero Rubén se lo impidió. No le negó el beso, pero quería mantener frente a él la espalda de María. Sus lenguas se enzarzaron en un confuso baile que él detuvo un instante para contemplar la expresión de María con sus ojos cerrados y su boca aún abierta. Volvió a acercarse a ella y mordió con suavidad su labio inferior. Para él, los labios de ella eran como flores rojas salpicadas de escarcha.

Rubén descendió por detrás de Maria besando y mordisqueando sus formas, desabrochó el sujetador y lo dejó caer. Cogió los brazos de ella e hizo que las palmas de sus manos se apoyasen en el espejo del armario. Siguió descendiendo, deslizó su slip, besó sus nalgas, las apartó con sus dedos y se sumergió entre ellas para lamer rincones poco explorados hasta entonces.

Maria se miró en el espejo y éste le devolvió la imagen de una María distinta. Su abuela siempre le dijo que habían oscuros rincones en un cuerpo de mujer que un hombre jamás debía profanar ya que servían para lo que servían. Pero el espejo le mostró a una mujer ansiosa de que su hombre profanase lo prohibido. María vio en María a una joven con los ojos anegados de vicio. Trató sin éxito de arañar el cristal del armario en ese instante en el que Rubén se esmeraba en dilatar esa zona, tener cabida y poder formar parte, ambos, de un juego que a ella le habían enseñado como sucio.

Bendito el placer que le estaba provocando cometer aquel pecado. Mordió sus labios y cerró sus ojos. Su cuerpo se arqueó hacia atrás. El sudor de los calores de estío ayudaron a que todo fuese más fácil y se ofreció sin resistencia alguna al vaivén y a la sensación que le produjo sentir a Rubén dentro de un territorio vedado.

María gritó de placer. Nunca lo hacía. Temía que la señora Rosario, su vecina, pudiese cruzarse con ella por el ascensor y que la mirase como si se tratase de una mujerzuela. Poco le importó esta vez, es más, estaba deseando encontrarse con la señora Rosario al día siguiente y decirle, sin hablar: “Si, ¡Soy una zorra!”.

Rubén le apretó los pechos y jugueteó con sus pezones, mientras que con la otra mano agitaba su pubis. María no quiso perder de vista esa imagen del espejo en la que veía a Rubén explotando en su interior. Notó una dulce mezcla de líquidos que descendían por sus muslos y al rato, la alcoba se llenó de un olor a sexo que apagó el aroma de las flores de jazmín que se hallaban sobre la cómoda.

De nuevo se besaron, se recostaron sobre la cama y María reposó su cabeza sobre el pecho de Rubén.

60 años habían dado lugar a instantes, sin duda, más importantes: cuando nacieron sus hijos, cuando se graduaron, cuando compraron la casa con el minúsculo jardín, las noches en las que se quedaron al cuidado de sus nietos, los momentos frente a la chimenea con las manos entrelazadas. Pero se trataba de despedirse de Rubén. Jamás volvería a estar con él, y María pensó que quizá recordar ese instante era –si no el más adecuado- un instante para siempre.

Aún arrodillada junto al féretro, María retiró la mano de entre sus piernas y miró a su alrededor para tener la certeza de que había estado realmente a solas con su hombre. Acarició los labios de Rubén con sus dedos húmedos. Sabía que a él le embelesaba su sabor. Se levantó, arregló su falda, depositó una flor roja sobre las manos de su marido y salió a unirse al resto de familiares acompañada de una maliciosa sonrisa.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno. Me ha emocionado.
Ehorabuena por el relato.

Besos de Me

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Pues aquí estamos en tu ayuda aunque leyéndote no la necesitas porque eres muy bueno, niño.
Una sugerencia: para relatos largos es mejor que tomes otro formato que sea más ancho; si necesitas ayuda, dímelo, ¿vale?
Un besote y ADELANTE, disfrutaremos sin duda con tus letras

Sofía Campo Diví dijo...

Creo que ha sido una buena idea que abras este blog, vale mucho la pena. Te deseo suerte en tu nueva andadura y felices relatos. Un saludo

misticaluz dijo...

Preciosos relatos.. precioso blog.. recibe un afectuoso saludo desde mi rincón

Anónimo dijo...

Esto es lo que yo llamo un "cuento de concurso", porque con cuentos tan chulos como éste se ganan certámenes literarios a saco.
Me ha emocionado, la verdad. Consigues que llegue a las entrañas. La carga de los 60 años transcurridos se percibe muy bien. Es realmente conmovedor.
A lo mejor me ha afectado tanto porque el personaje se llama como yo.
Saludos.