sábado

UN INSTANTE PARA SIEMPRE

Rubén fue un hombre que alcanzó con éxito las seis etapas esenciales de la vida: una infancia feliz, una adolescencia promiscua, una juventud exitosa, una madurez serena, una vejez lúcida y una muerte digna. Un hombre satisfecho que lo demostraba con esa media sonrisa dibujada en su rostro, mientras que de cuerpo presente y desde su ataúd, recibía el último adiós de sus seres más queridos.

María pidió quedarse con él unos instantes a solas, no en vano había compartido 60 años de su vida con ese hombre que ahora yacía tumbado con las manos cruzadas sobre su pecho.

—Hemos andado un largo camino Rubén —susurró la anciana acariciando la frente de su hombre—. Ya me dirás a mí que voy a hacer yo ahora... sola.

María tenía los ojos vidriosos y enrojecidos. Había llorado mucho, pero no estaba dispuesta a seguir haciéndolo, no en ese momento. No quería contemplar por última vez a Rubén con una mirada ahogada en lágrimas de dolor y prefería mostrarle una expresión serena, igual a la que le mostraba él.

Arrodillada junto al féretro parecía estar rezando alguna oración, pero lejos de eso, su mente acariciaba momentos y sensaciones de 60 años imborrables. Recuerdos de felicidad y de algún que otro mal trago que nunca fue buscado ni provocado, simplemente; la vida trae de todo, y nadie, ni Rubén ni ella se libraron de algún momento malo.

Había tanto que recordar que ese rato a solas con Rubén hubiese podido llegar a ser eterno, pero María se detuvo en un solo instante.

Una calurosa noche de agosto María entró en el pequeño apartamento que por aquel entonces compartían. Trabajaba de dependienta en una tienda de ropa, pero aquella tarde hubo que cuadrar caja y cuando salió del trabajo ya anochecía. Rubén estaba en la mesa del comedor rodeado de facturas y calculando los posibles beneficios de sus últimas inversiones. Tenía que darle un buen empujón al negocio, salir adelante y comprar esa casa de las afueras con la que soñaba María; una casa pequeña, luminosa, con un minúsculo jardín en el que plantar orquídeas y un trastero. María siempre se quejaba de que no sabía donde guardar las cosas.

Rubén levantó los ojos de la calculadora y siguió con la mirada a su joven esposa. Observó como depositaba las llaves sobre la repisa del recibidor, se dirigía hacia la habitación y sustituía sus zapatos de calle por unas cómodas zapatillas de andar por casa. Con una gracia improvisada, María deslizó su vestido veraniego desde sus hombros hasta los tobillos, lo recogió del suelo, lo colgó en un perchero y abrió el armario en busca de su albornoz para dirigirse al baño. A través de la puerta entreabierta de la alcoba Rubén contemplaba el cuerpo de su esposa en ropa interior; se levantó de la silla y mientras se acercaba a ella le hablaba.

—Cielo. ¿No piensas decirme ni buenas noches?
—Un momento cariño —respondió con la voz apagada desde el interior del ropero—. Ahora salgo y te doy un beso. Estoy muy cansada hoy.

María cerró la puerta del armario, se vio ante el espejo de cuerpo entero y por un momento se asustó al ver a Rubén tras ella.

Con sus manos él tomó su cintura. Un filo de luz perfilaba la figura de ella en la penumbra y Rubén se encontraba ante su paisaje predilecto. La espalda de María era el lugar en el que le gustaba perderse, explorar sus rincones, recorrer sus formas con las yemas de sus dedos, notar el tacto de su piel caliente y alimentarse de su olor.

María ofreció su cuello a unos labios de Rubén que se le acercaban. Notó su respiración y su delicado vello se erizó. Trató de ponerse frente a él para besarle, pero Rubén se lo impidió. No le negó el beso, pero quería mantener frente a él la espalda de María. Sus lenguas se enzarzaron en un confuso baile que él detuvo un instante para contemplar la expresión de María con sus ojos cerrados y su boca aún abierta. Volvió a acercarse a ella y mordió con suavidad su labio inferior. Para él, los labios de ella eran como flores rojas salpicadas de escarcha.

Rubén descendió por detrás de Maria besando y mordisqueando sus formas, desabrochó el sujetador y lo dejó caer. Cogió los brazos de ella e hizo que las palmas de sus manos se apoyasen en el espejo del armario. Siguió descendiendo, deslizó su slip, besó sus nalgas, las apartó con sus dedos y se sumergió entre ellas para lamer rincones poco explorados hasta entonces.

Maria se miró en el espejo y éste le devolvió la imagen de una María distinta. Su abuela siempre le dijo que habían oscuros rincones en un cuerpo de mujer que un hombre jamás debía profanar ya que servían para lo que servían. Pero el espejo le mostró a una mujer ansiosa de que su hombre profanase lo prohibido. María vio en María a una joven con los ojos anegados de vicio. Trató sin éxito de arañar el cristal del armario en ese instante en el que Rubén se esmeraba en dilatar esa zona, tener cabida y poder formar parte, ambos, de un juego que a ella le habían enseñado como sucio.

Bendito el placer que le estaba provocando cometer aquel pecado. Mordió sus labios y cerró sus ojos. Su cuerpo se arqueó hacia atrás. El sudor de los calores de estío ayudaron a que todo fuese más fácil y se ofreció sin resistencia alguna al vaivén y a la sensación que le produjo sentir a Rubén dentro de un territorio vedado.

María gritó de placer. Nunca lo hacía. Temía que la señora Rosario, su vecina, pudiese cruzarse con ella por el ascensor y que la mirase como si se tratase de una mujerzuela. Poco le importó esta vez, es más, estaba deseando encontrarse con la señora Rosario al día siguiente y decirle, sin hablar: “Si, ¡Soy una zorra!”.

Rubén le apretó los pechos y jugueteó con sus pezones, mientras que con la otra mano agitaba su pubis. María no quiso perder de vista esa imagen del espejo en la que veía a Rubén explotando en su interior. Notó una dulce mezcla de líquidos que descendían por sus muslos y al rato, la alcoba se llenó de un olor a sexo que apagó el aroma de las flores de jazmín que se hallaban sobre la cómoda.

De nuevo se besaron, se recostaron sobre la cama y María reposó su cabeza sobre el pecho de Rubén.

60 años habían dado lugar a instantes, sin duda, más importantes: cuando nacieron sus hijos, cuando se graduaron, cuando compraron la casa con el minúsculo jardín, las noches en las que se quedaron al cuidado de sus nietos, los momentos frente a la chimenea con las manos entrelazadas. Pero se trataba de despedirse de Rubén. Jamás volvería a estar con él, y María pensó que quizá recordar ese instante era –si no el más adecuado- un instante para siempre.

Aún arrodillada junto al féretro, María retiró la mano de entre sus piernas y miró a su alrededor para tener la certeza de que había estado realmente a solas con su hombre. Acarició los labios de Rubén con sus dedos húmedos. Sabía que a él le embelesaba su sabor. Se levantó, arregló su falda, depositó una flor roja sobre las manos de su marido y salió a unirse al resto de familiares acompañada de una maliciosa sonrisa.

miércoles

DEDOS CRUZADOS

—¿De qué sirve que me mientas siempre? ¿No ves que así no solucionamos nada?

Ella observó como él se quedó pensativo.

—¿Volverás a mentirme? —le preguntó en tono conciliador.
—No. Nunca más. Te lo prometo.

ES COSA DE DOS

—Te quiero con todo mi corazón. —dijo ella.
—¿Tú corazón?, pero... ¿Acaso sabes de qué estás hablando? —preguntó él.
—Claro mi vida. Te quiero. —respondió ella.
—¡Joder!, ¡Que asco! Un corazón no es más que una puta víscera sanguinolenta. —aclaró él.
—“Jamás debí enamorarme de un cardiólogo” —pensó ella.

NIÑO BONITO


En la fría noche la humedad condensaba los vahos de las respiraciones y los convertía en millares de pequeñas gotas que se deslizaban detrás de los cristales de coches y ventanas. La gente transitaba con sus abrigos largos bien abrochados, las bufandas rodeaban sus cuellos y todo un universo de gorros, gorras y sombreros escondían las cabezas de la mayoría de transeúntes que andaban con cierta premura para llegar a sus casas o para meterse en algún bar y tomar algo que les calentase los destemplados cuerpos.

Un joven abrió la puerta del Classic, un bar al que nunca había acudido antes, pero que le pilló de mano camino a algún lugar.

—Un café doble bien caliente, por favor —le pidió al camarero.
—¿Un café? Inmediatamente caballero. ¿Lo va a querer doble tipo americano, o dos expresos en taza grande?
—Si, mejor dos expresos, gracias.
—Ahora mismo señor.

Aquel camarero parecía sacado de otra época, era un hombrecillo extremamente delgado y con un fino bigote ajustado a su labio superior. Le dio la impresión de que ese joven no estaba allí por casualidad; había sido camarero toda su vida y creía tener cierta intuición para estas cosas. No obstante, pensó que esa idea carecía de sentido.

El joven desabrochó su abrigo para tomar asiento en un taburete junto a la barra, se quitó los guantes y los dejó al lado de un cenicero junto a la carta de cocktails. En el classic no había prácticamente nadie: una pareja sentada en una mesa muy al fondo, el camarero y un tipo corpulento apoltronado en un taburete en el otro extremo de la barra.

—Su doble expreso caballero —el camarero le acercó también un azucarero.
—Gracias, muy amable.
—¿Desea alguna cosa más? Queda algo de bollería de esta mañana en buen estado.
—No, gracias.
—De veras, pida lo que quiera en cuanto a pastas que no se lo voy a cobrar. A estas horas tendré que tirarlo si no se lo come nadie y es una lástima.

Lo pensó una vez más, pero realmente no le apetecía nada.

—Es usted muy amable. Quizá después del café, pero ahora no, gracias.

Empezó a tomar su café, no le puso azúcar, sujetó la taza con ambas manos y se la acerco lentamente a los labios para que no llegase a quemarle, dio un pequeño sorbo, sopló y siguió tomando café muy despacio. El joven vestía de un modo elegante, parecía un ejecutivo de alguna empresa del centro de la ciudad, alguna especie de director comercial o corredor de bolsa. Los puños de su camisa eran de un blanco inmaculado al igual que el resto de su aspecto; atractivo, bien cuidado y con un ligero toque de gomina en un cabello negro que le daba un aire desenfadado y moderno.

Su planta contrastaba con el entorno del classic y con el resto de personas que estaban en él. Advirtió que ese bar quizá fue algo unos 20 ó 30 años atrás, cuando lo fundaron, pero ahora su estado era de una decadencia absoluta, pasado de moda y notablemente descuidado.

El tipo corpulento del otro extremo de la barra se le acercó con un whisky doble en la mano. A juzgar por su modo de andar no era el primer doble de la noche. Colocó su vaso al lado del cenicero, junto a los guantes de aquel joven y se sentó resoplando en un taburete cercano.

—Hola niño bonito. ¿No tendrás por casualidad un cigarro? —le preguntó.
—No, no tengo ningún cigarro para usted —respondió sin mirar a los ojos de aquel tipo.
—Vaya... el niño bonito no tiene un cigarro. Haces bien en no fumar. ¿Sabes? Dicen que es malo para la salud, pero yo creo que todo eso son sandeces.
—Rocco, deja en paz al caballero. ¿Quieres? —Le pidió el camarero al tipo, a la vez que el joven, con un gesto de su mano le indicaba que todo estaba bien.
—No te preocupes Fredo, no voy a comerme al niño bonito. Sólo quiero un cigarro y charlar con él —dirigiéndose de nuevo al joven—. ¿Verdad amigo? —preguntó.
—Lo siento señor, pero no somos amigos. —respondió mirando el café en el interior de su taza.
—¿No? ¡Vamos hombre! Sabes que me llamo Rocco y yo sé que tú eres un niño bonito. ¿Qué más presentaciones necesitas?

El joven seguía tomando su café sin alterarse ante la impertinente presencia de aquel extraño a su lado.

—¡Oh claro! —exclamó Rocco—. Tú debes ser de esos que necesita de una ceremonia exquisita para hacer amigos. A ti te gusta ser presentado de manera especial en medio de un campo de golf marcándote uno hoyos. ¿Verdad?
—Rocco, por favor... —insistió Fredo.
—Contigo no va nada. De modo que haz el favor de callarte y ¡sírveme otro doble!. ¿Quieres? —gritó Rocco a la vez que estampaba la palma de su mano sobre la barra. Nuevamente y cambiando el tono, volvió a dirigirse al joven—. No hagas caso de Fredo niño bonito, es un amargado y no le gusta que los demás hagamos amistades. A él le dejó su mujer y se llevó a sus hijos y desde entonces se muere de envidia cuando ve que un par de tipos como tú y yo nos llevamos bien.
—¡Rocco, me estás cansando! —insistió Fredo.
—¡Maldito estúpido! ¡Te he pedido que te calles de una vez y que me sirvas otro doble! —gritó Rocco.

La pareja de la mesa parecía ajena a lo que sucedía en la barra del bar y mantenían una conversación íntima y tranquila. De vez en cuando ella reía tímidamente, quizá su acompañante le explicaba algo gracioso o le hablaba de los planes que tenía esa noche para ambos. Fredo preparaba unos hielos en el interior de un vaso de tubo, se disponía a llenarlo de whisky y con cierta tensión miraba a Rocco y al joven. Desde que Rocco se vino abajo y empezó a beber que solía pedir tabaco a los clientes del classic, pero nunca les había sometido a ese acoso. Fredo pensaba que la actitud distante y de superioridad que estaba mostrando aquel muchacho calentaba poco a poco los ánimos de un borracho metido en un cuerpo de cerca de dos metros de alto y que podía llegar a ser violento si se daba el caso.

El joven se dirigió a Fredo:

—Cuando pueda me sirve un doble americano y me da uno de esos donut, por favor.
—Si, como no. Ya sabe que al donut le invita la casa. —Fredo dejó a medias el whisky para atender al muchacho. Colocó el donut en un plato sobre una servilleta de papel y le sirvió su doble americano.
—Gracias, es usted muy amable.
—¿Y tú? —le preguntó Rocco al joven—. ¿No vas a invitarme a nada?

El joven se giró despacio hacia Rocco, le miró por encima de su hombro, con sus ojos recorrió de arriba a bajo su aspecto, volvió lentamente la vista a su donut, le dio un bocado y mientras masticaba ponía una cucharada de azúcar en su doble americano.

Rocco acercó más su taburete para acortar distancias con el joven. Sin duda que ese desplante no le sentó nada bien, pero a pesar de su borrachera, Rocco sabía templar su ánimo.

—Mira niño bonito —le dijo, casi susurrándole—. Soy cliente de hace muchos años y no quiero poner a Fredo en una difícil situación, pero... no tienes tabaco para mi, no quieres que seamos amigos, y eso no está bien para alguien que viene por primera vez a esta parte de la ciudad. Vas a invitarme a este whisky ¿Verdad?
—Lo lamento señor —contestó el joven—, pero cada uno se paga sus vicios y sus mierdas, así que no pienso invitarle a nada.

Fredo intuía que algo no iba bien, pero no quiso acercarse a escuchar para no parecer indiscreto. Rocco estaba empezando a ponerse de los nervios.

—Mira hijo —prosiguió Rocco—. Tú no sabes con quien estás hablando. He pasado más tiempo entre rejas que el que tú llevas poniéndote gomina en el pelo. Sólo te he pedido que me pagues ese whisky y lo harás. ¿Verdad niño bonito?
—Le he dicho que no, así que no insista. —el joven terminó su donut y con delicadeza usó la servilleta de papel para limpiarse las yemas de los dedos. Siguió con su café americano e ignorando con la mirada a un Rocco que estaba llegando al extremo de su paciencia.
—¿Quieres seguir conservando ese aspecto? —insistió Rocco sin elevar el tono de voz—. Pues págame este puto whisky o tendré que quebrarte esas dos piernas que llevas metidas en tu Armani.

Sin mirarle, el joven sacó un paquete de Chester del bolsillo de su abrigo, cogió un cigarro de su interior y se lo encendió. También sacó su cartera de un bolsillo interior de su americana y se dispuso a pagar a Fredo.

—¡Maldito hijo de puta!. ¡Me dijiste que no tenías tabaco!. —dijo Rocco visiblemente indignado.
—No. Le dije que no tenía tabaco para usted. —aclaró el joven.

Rocco agarró del brazo al joven para evitar que pudiese guardar de nuevo su paquete de Chester en el bolsillo de su abrigo. El joven reaccionó de un modo nada habitual en un ejecutivo, un director comercial o un corredor de bolsa. Se libró con habilidad del brazo de Rocco, le cogió de la solapa de su abrigo y lo lanzó de cara a la barra. Fredo observó como aquel mequetrefe estaba jugando con Rocco como si se tratase de un muñeco. Estuvo a punto de intervenir, pero el joven ya había agarrado el cenicero negro de piedra que se hallaba cercano a sus guantes y estaba golpeando la cara de Rocco. Al tercer o cuarto golpe Fredo ya perdió la cuenta, pero aquel muchacho insistía una y otra vez hasta que el cuerpo de Rocco estuvo del todo desarbolado, se deslizó como deshaciéndose por la barra del bar y finalmente cayó al suelo. El joven se agachó y le murmuró algo al oído mientras Rocco mostraba en su rostro el esfuerzo en tratar de recordar un momento muy concreto de su pasado.

Fredo se quedó inmóvil contemplando la escena con su servilleta metida dentro de un vaso de tubo. La pareja del fondo se miraban el uno al otro y ambos a la vez miraban al joven que se levantaba de nuevo y a Rocco tendido en el suelo, ensangrentado y tosiendo con dificultad.

El joven se apretó la bufanda en torno al cuello, se abrochó el abrigo –todo con mucha tranquilidad- guardó su tabaco, el encendedor, depositó 20 pavos sobre la barra, se puso los guantes y tras una calada se dirigió a Fredo:

—Quédese con el cambio y muchas gracias.
—Si... no... no hay de qué. —respondió Fredo.

El joven se dio la vuelta y salió del classic. La pareja y Fredo se acercaron a Rocco para prestarle ayuda.

—Tranquilo Rocco. Iré a por alcohol y vendas. —dijo Fredo.
—Mierda. ¡Me he meado! —dijo Rocco—. Esta porquería de whisky que me sirves está destrozando a partes iguales mi hígado y mis riñones.
—No pienses más en eso —dijo Fredo—. Y vosotros —dirigiéndose a la pareja—. Llamar a una ambulancia, por favor.

martes

LAS SIGUIENTES DOS HORAS

En algún lugar leí que después de cometer un crimen, lo peor son las siguientes dos horas. Yo había superado ya los 30 primeros minutos, así que me quedaba hora y media para terminar de superar... “lo peor”.

Siempre han dicho de mi que soy un tipo agresivo, pero en el mejor sentido de la palabra; es decir: alguien luchador, competitivo, muy duro en todo lo referente a mi trabajo y con una personalidad fuerte. Mi agresividad siempre ha estado muy bien canalizada, he sabido utilizarla de un modo constructivo y llevarla por el camino del tesón y la autoexigencia, quizá por eso soy el mejor en lo mío, y quizá por eso, y pese a mi agresividad, nunca he sido en absoluto violento. De modo... que encontrarme allí, junto a ese cuerpo inerte, sin vida y sabedor de que habían sido mis manos las que le habían dejado en ese estado, me tenía sumido en una profunda estupefacción y en un desasosiego extraño.

Así que esos 30 primeros minutos fueron de vacío y de ausencia absoluta en los que mi mente no esbozó el más mínimo pensamiento. Veía ese cuerpo tendido boca abajo, con los brazos en cruz, la cabeza ladeada y los ojos completamente abiertos, y lo contemplaba esperando que, por su parte, me dedicase algún indicio de vida... un parpadeo, un leve movimiento, un... volver en si. Imagino que esa primera media hora fue de no llegar a creer, que ese individuo estuviese verdaderamente muerto.

Leí también... (creo que fue en una revista de psicología que mi esposa debió comprar en algún kiosco y que rondaba por casa, ahora no sé), pero... recuerdo que leí que habían 15 minutos posteriores, lo que en el artículo denominaban, la segunda fase: la de “la acción”, en la cual el... “asesino” toma conciencia de su acto y mira a su alrededor para asegurarse de que se trata del único testigo del suceso e inmediatamente busca el modo de deshacerse del cadáver. De manera instintiva ya había mirado todos los rincones de aquel callejón, había explorado la zona en busca de alguna luz encendida procedente de alguna ventana, algún humo de cigarro que saliese de algún portal, o algún movimiento que delatase la presencia de alguien detrás de los cubos de basura o de las cajas amontonadas y vacías que se hallaban desperdigadas por la zona. Nada, todo estaba tan muerto como aquel individuo que yacía a mis pies. Lo lógico ahora, sería deshacerme del cuerpo, pero decidí actuar en función a mi propia lógica y no tocar nada, dejarlo todo como estaba y salir zumbando de allí.

A escasos metros se hallaba el bar de Carlos, conocido en la zona como el “Phill’s Club”, un lugar al que acudíamos todas las noches al salir de la oficina y en el que tomábamos unas copas y tonteábamos con las chicas de administración. Se trataba de un modo de desconectar de las reuniones, de las montañas de presupuestos y del sinfín de llamadas telefónicas diarias. El coqueteo con las secretarias, y que no dejaba de ser eso... un simple coqueteo, era una forma más de llevarse, de camino a casa, algún pensamiento que no fuese el trabajo.

Esa noche había salido de la oficina más tarde de lo normal y me dirigía hacia casa sin pasar por el “Phill’s”. Sentía la necesidad de llegar y encontrarme con los niños acostados, cenar con mi esposa y amodorrarme en el sofá delante del televisor. Generalmente el camino de regreso a casa y viceversa, lo hago a pie ya que se trata de un paseo de 20 minutos que me sienta muy bien. Acostumbro a tirar recto por la gran avenida, girar por la calle principal y a pocas manzanas ya estoy en casa, pero... esa noche parecía que el salirme de mi rutina me iba a traer complicaciones. Esa noche no bajé por la avenida, por eso, porque era tarde, así que decidí atajar por el callejón en el cual se me acercó ese individuo. Un tipo joven de una altura considerable y con un inequívoco aspecto de ir absolutamente colocado, apareció de golpe y se abalanzó sobre mi exigiéndome el maletín... El maletín, ignoro que pensaba encontrar en él, pero me imaginé su cara de sorpresa, si de haberlo conseguido, hubiese descubierto al abrirlo que no habían más que presupuestos, mi agenda, recortes de la prensa bursátil y mi reloj de pulsera que no creo que valga más de 20 pavos. Siempre he odiado los relojes, de modo que lo suelo llevar puesto en el despacho para estar atento a las reuniones, pero al salir del trabajo lo meto en el maletín como en un intento de olvidar que a lo largo de todo el día he estado demasiado pendiente del tiempo. No obstante se trataba de mi maletín y no estaba dispuesto a dárselo. Recuerdo que le empujé con él; en un principio traté de usarlo a modo de escudo aferrándome a él con las dos manos, pero al ver que el tipo iba acercándose e invadiendo mi espacio vital, lo usé para alejarle de mi. Aquel desgraciado llevaba un pedo terrible, perdió el equilibrio con mucha facilidad y se golpeó contundentemente la nuca con un el saliente de una escalera de incendios, a partir de ahí... ya conocen el resto de la historia.

Crucé la gran avenida en dirección al “Phill’s Club”. Al abrir la puerta, la música del interior se hizo patente y rompió por un instante el silencio de la noche. Era la hora a la que yo acostumbraba a largarme del bar, pero precisamente esa noche entraba en él. Estaba lleno de gente y no había nadie de la oficina ya que a excepción de las chicas de administración, todos los “ejecutas” habíamos salido tarde y tras despedirnos, cada cual decidió tomar el camino a su respectiva casa. Entre la multitud no vi tampoco a ninguna de las secretarias, al parecer o no habían venido o se habían largado ya. De todos modos, me aseguré de que no hubiese ninguna de ellas, y tratando de no ser visto, pero sin que pudiese parecer que me escondía, me dirigí a una de las mesas del fondo mientras me sacaba la americana y me desabrochaba el nudo de la corbata.

Creo que sin quererlo estaba entrando en la tercera fase de la que hablaba el artículo, la del “instinto de conservación”, en la que, por lo visto, en la media hora siguiente al tiempo ya transcurrido, uno trata de buscar una coartada.

La que solía ser nuestra mesa estaba vacía. Dejé sobre uno de los butacones verde oscuro mis herramientas de trabajo, me despeiné ligeramente el pelo con la mano y me dirigí a la barra para tratar de hablar con Carlos entre medio de aquel estruendo de música y gentío.

—Carlos, tío... ¿Qué pasa con mi whisky con hielo?

—¡Hostia!... ¿Qué haces por aquí?... Hoy no ha venido nadie de la ofi.

—¿Nadie?... ¿Ninguna de las chicas tampoco? —Imaginé que era bueno asegurar ese detalle.

—A decir verdad, Carmen y Sara han entrado a sacar tabaco de la máquina, me han saludado, pero inmediatamente se han ido —entre medio de una sonrisa socarrona, me dijo—. Parece ser que si los machos de la manada no rondáis por aquí, a ellas tampoco les hace tomar sus copas sin más.

—Eso parece —le devolví la sonrisa en el mismo tono—. Hoy hemos salido todos más tarde, pero me he resistido a irme a casa sin mi copa, y ... hace poco menos de una hora que te he pedido ese jodido whisky y estás pasando de mi.

—Oh vaya... no sabes como lo lamento, pero ni te he visto, ni recuerdo que me hayas pedido nada. Demasiado follón... ahora mismo te lo llevo.

Me dirigí hacia mi mesa cuando Carlos me interrumpió por el camino.

—¡Oye!... ¿Y cómo es que Carmen y Sara no se han quedado contigo?

A pesar del calor que hacía en el Phill’s se me heló la nuca y casi al mismo tiempo, se me empapó la camisa en sudor...

—Imagino... que cuando ellas han venido a por el tabaco... o yo aún no estaba o bien ni me han visto. Como ya te he dicho, llevo una hora en la mesa repasando mi agenda y esperando esa maldita copa, así que... ¡a ver si te espabilas!

—Descuida, te la llevo en un santiamén.

El Phill’s era el típico club nocturno al que la gente solía acudir al salir del trabajo, o bien después de cenar para tomar unas copas. Los jueves por la noche estaba a reventar de estudiantes, es decir, de caras para nada conocidas que en ningún caso podían dar o no fe de que yo llevaba allí una hora. Nadie se había fijado en si entraba o salía, a toda esa juventud, le importaba bien poco que podía hacer allí un hombre de mediana edad repasando una agenda.

—Aquí está tu whisky.

—Toma Carlos, cóbratelo ya, que me lo tomo y me largo... se me ha hecho muy tarde.

—De veras lo lamento.

—Tranquilo hombre... no pasa nada.

De mi cartera saqué un billete de 10 pavos, se lo di y le pedí que se quedase con el cambio. Tomé mi copa en un par de largos tragos, recogí mi agenda, me ajusté la corbata y con mi americana colgando de mi antebrazo me decidí a abandonar el local.

—No sé como puedes concentrarte en tu agenda con este escándalo. Los jueves esto es insoportable. —me comentó Carlos.

—Oh... no te creas que en la oficina es mejor. Uno ya está acostumbrado a concentrarse con los timbres de los teléfonos.

—¿Nos vemos mañana?

—Espero que si. De lo contrario... que tengas un buen fin de semana.

Allí dejé a Carlos pasando un paño por la mesa y recogiendo mi vaso vacío.

Mientras andaba por la avenida entré, sin duda, en la cuarta fase: la de “negación”. Fase en la que uno trata de negarse a sí mismo que ha sucedido lo ya inevitable. Pensé en aquel tipo, en que tenía una vida por delante, en que posiblemente tendría una madre que al enterarse de lo sucedido lloraría por él, pero que también sentiría un alivio extraño al ver que ya toda una vida de sufrimiento por un hijo torcido se había terminado. No obstante, hubiese retrocedido en el tiempo andar sobre mis propios pasos y descender por la avenida en lugar de haberme metido por ese callejón.

Me encontré ante la puerta de casa. Al paso lento y reflexivo que llevaba, los 20 minutos habituales se habían convertido en media hora, justo el tiempo que aquel artículo le daba a esa penúltima fase, de manera que sólo quedaba una, la quinta, para superar lo peor. ¿Sería pasar por esa fase -la de “la justificación”- y olvidarlo todo? En esos 15 minutos restantes para completar las dos horas el ser humano justifica su acto y se autoengaña dándose razones para poder vivir el resto de sus días con ello. Tomé la decisión de sentarme en uno de los peldaños que conducían hasta el portal de mi casa, fumar un cigarro y darme ese tiempo, esos 15 minutos. El resto del artículo –del cual recelé el día que lo leí – se había cumplido con una sorprendente exactitud, de modo que... ¿Por qué no tomarme ese tiempo y terminar de una vez por todas con eso? Entonces pensé que las cosas podrían haber ido peor, el tipo podría haber llegado a abrir mi maletín y darse cuenta de que no contenía nada de valor, podría haberme pedido la cartera y descubrir que escasamente llevaba 20 euros, e incluso podría haberme dañado ante la imposibilidad de sacar de mi nada más. Y lo que es peor, yo estaría herido o quizá muerto y él... paseando por las calles envuelto en la oscuridad de la noche y esperando a otras víctimas que terminarían corriendo la misma suerte que yo.

Estaba dándole la última calada a mi cigarro, casi a punto de quemar el filtro cuando por un breve instante, incluso me alegré de haber empujado a ese desgraciado y precipitarlo hacia su final. Lancé la colilla al suelo y mientras la pisaba con la suela del zapato le daba vueltas a ese artículo de la revista, un artículo absurdo, pero que en mi caso se estaba desarrollando con un sorprendente rigor. Claro que también imaginé que esas fases dependían mucho del tipo de personas, pero en principio, a alguien desenvuelto y acostumbrado a salir airoso de cualquier situación, ese análisis psicológico de cómo se desarrollaban las sensaciones ante un crimen accidental, le venía como anillo al dedo. Curioso. No puedo decir que me sintiese bien, pero... me sentía mejor.

Mi esposa se sorprendió de que llegase a esas horas. Le comenté que se había alargado la jornada, pero que me tomé la copa de rigor en el Phill’s. No me apeteció cenar, de modo que me senté en el sofá y ella se sentó a mi lado. Esa noche hicimos el amor. Hacía meses que no lo hacíamos, no por desamor, desencanto, o falta de interés, simplemente... la ocasión no se daba. No obstante esa noche tenía la necesidad de sentir cómo la vida fluía por todos los poros de mi piel y de sentir a alguien vivo a mi lado.

No dormí demasiado bien, me desperté en varias ocasiones y la escena del callejón se reconstruía una y otra vez en mi mente... sin desasosiego, sin desesperación, pero si de un modo llevaderamente inquietante.

Seguí pensando en ello cuando me levanté y mientras me aseaba. También durante el desayuno y veía a mis hijos preparándose para ir a la escuela. Pensé en qué pasaría por sus cabezas si se llegasen a enterar de que su padre se había convertido en un asesino. Me siguió un largo momento de angustia al pensar que existía la posibilidad de que la policía diese con el culpable y de que terminase pagando por eso con mis huesos en la cárcel. Repasé mentalmente el callejón como tratando de cerciorarme de que nadie pudo ser testigo de lo sucedido, repasé también mi coartada en el Phill’s con Carlos dando testimonio de que yo estuve allí a la hora en la que más o menos pudo tener lugar el accidente. Instantes antes yo estaba en la calle despidiéndome de los compañeros de trabajo, de manera que... todo estaba más o menos bien y conformaba un aspecto de verosimilitud absoluta. Me tranquilicé de nuevo, terminé mi café y me despedí de mi esposa y de mis hijos.

De camino a la oficina me detuve en el kiosco de cada mañana y compré la prensa bursátil. Saludé a Antonio el quiosquero que amablemente me devolvió el cambio mientras yo miraba, de reojo, a ver si alguna portada de la prensa ordinaria se hacía eco de la aparición de un cadáver en algún callejón de la zona. No me entretuve demasiado, no quería que Antonio me viese preocupado por nada. Era imprescindible que todo sucediese con normalidad.

Giré por la calle mayor y tomé la gran avenida, la gente transitaba por ella como cada día, nada parecía ser distinto a otros días con la excepción de que se trataba de un viernes y de que algunos llevaban una sonrisa dibujada en sus caras pensando en el fin de semana.

A una manzana del edificio de la oficina ya empecé a notar alguna diferencia con respecto a los otros días. Un par de coches de policía taponaban la entrada del callejón y un revuelo de gente permanecía curiosa por la acera, mientras, la guardia urbana trataba de que el tráfico fuese fluido.

—Caballero, cruce la calle si no le importa y vaya por la otra acera. —me solicitó un urbano.

—Oh... si, claro... ¿Qué ha sucedido? —Pregunté.

—Nada fuera de lo común... un yonqui ha aparecido muerto en ese callejón y se está llevando a cabo una investigación rutinaria.

—¿Muerto? Cielos... yo trabajo justo en el edificio de enfrente.

—¿De veras? Bien, si hay cualquier cosa que la policía deba saber, ya realizará las preguntas pertinentes. Por el momento nada más, no hay motivo para molestar a las personas decentes. Marche tranquilo.

—Está bien... muchas gracias.

El urbano siguió dirigiendo el tráfico y yo continué mi camino por donde él me había indicado. En la acera de enfrente, la que pertenecía al edificio de la oficina, empecé a ver caras conocidas: Raúl, Arturo y Sara estaban contemplando la escena.

—¿Te has enterado? —me preguntó Sara.

—Si, me lo ha contado un urbano... ¿Qué se sabe?

—Nada aún. El forense ha levantado el cadáver y una ambulancia se ha llevado el cuerpo hará unos 10 minutos, pero parece ser que se trataba de un drogadicto... dicen.

—Ya les está bien a toda esa panda de degenerados... que se mueran o que se maten entre ellos es lo mejor que nos puede suceder a los demás. —Arturo siempre fue un poco radical con esos temas, de manera que no nos extrañó a nadie su comentario.

—Y... la poli... ¿Ha hecho preguntas? —Traté de averiguar dirigiéndome a Raúl que era bastante más sensato.

—Si... han preguntado al conserje del edificio y a Carlos del bar, pero nadie vio ni oyó nada. No creen que llegase a tratarse ni de una pelea.

—Bueno tíos yo subo para la oficina que tengo que cerrar una operación. ¿Me acompañáis? —Arturo nos movilizó.

—Si, vamos que ya es tarde. —Respondió Sara.

Deslizamos nuestros respectivos pases por la entrada. Arturo le cedió el paso a Sara, y como de costumbre, la repasó de arriba a bajo, nos miró a Raúl y a mi y mientras suspiraba por las formas de Sara nos guiñó un ojo. Una vez en los ascensores Arturo lanzó una de sus bravuconadas que carecían de éxito con las mujeres, pero que siempre nos hacían reír a carcajadas.

—Joder Sara, reza porque nunca te quedes encerrada conmigo en uno de estos ascensores. Seguro que saldría la bestia que hay en mi y te arrancaría el tanga a bocados.

Las ocho personas confinadas en ese receptáculo que ascendía despacio tuvimos un momento de risa tonta mientras no perdíamos de vista la puerta del ascensor que se iba abriendo y cerrando a medida que alcanzaba nuevos pisos.

—Mira que eres bestia Arturo. —fue todo el comentario que Sara hizo ante semejante barbaridad.

Nadie más habló del tipo del callejón y después de tocar el tema del tanga de Sara, pareció que averiguar cómo era esa prenda, suscitó más interés que un cadáver aparecido a pocos metros de donde cada día movíamos fortunas de dinero. Por el resto... la mañana transcurrió con su prisa habitual. De vez en cuando me asomaba a la ventana de mi despacho y observaba como desaparecía la presencia policial, se quitaba la cinta amarilla de seguridad que limitaba la zona, y los mirones se dispersaban como si en realidad no hubiese sucedido nada.

A medio día comí con Raúl en el restaurante de costumbre, hojee la prensa y tampoco daba detalle alguno de lo sucedido.

Ya por la tarde, a última hora, el guardia de seguridad del edificio informó que la policía había cerrado el caso debido a que todo había quedado en que un desgraciado que andaba con grandes dificultades por un excesivo consumo de drogas se había caído y desnucado contra una escalera de incendios, y que debido a su envergadura y a su estado ebrio, el golpe había resultado fatal.

El sonido de los teléfonos era cada vez menos intenso y los contestadores automáticos eran los que empezaban a dar respuesta comunicando a los que llamaban que el horario de oficina había concluido y que para cualquier tipo de información llamasen dentro del horario establecido y en día laboral.

Entre tanto, recogíamos nuestros bártulos y nos disponíamos a tomar nuestra copa en el Phill’s Club.

Debo reconocer que la indignación se apoderó de mi. ¿Ya estaba? ¿Eso iba a ser todo lo que iba a suceder? ¿Nadie perdió un minuto más de su tiempo en tratar de averiguar por qué se apagaba una vida humana en un callejón? ¿No habían más preguntas?

—¿Estás bien? —me preguntó Sara—. Te noto muy ausente hoy.

—Descuida, estaré perfectamente bien... en las siguientes dos horas.

EL NEGRO ALBINO

El único sonido perceptible era el goteo intermitente de una ducha mal cerrada. Del techo colgaba una triste bombilla cuya tenue luz proyectaba sobre la pared las sombras de los escasos muebles que habían en el vestuario: una taquilla de aluminio, un par de sillas, la pica del lavabo coronada por un espejo y la camilla sobre la cual me hallaba sentado. Mis pies no tocaban suelo y alternos el uno con respecto al otro dibujaban un mecánico y acompasado vaivén. Aún llevaba puesto mi albornoz de raso rojo y en la espalda, estampadas en azul marino, las letras de mi nombre de guerra. “El Negro Albino”. Curioso que a “Tundero Joe” se le ocurriese ese nombre para mi, pero según él, y a pesar del color más bien lechoso de mi piel, mi forma de boxear le recordaba a la del gran “Sugar Ray”. Sobre mis muslos descansaban mis brazos y mi mirada andaba perdida entre los vendajes que aún cubrían mis manos entrelazadas. Yo diría que se podían contar por cientos las gotas de sudor que se acumulaban en mi frente, de vez en cuando alguna de ellas iniciaba un lento descenso y a su paso se unía a otras formando una gota mayor que aumentaba su velocidad y se deslizaba por mi nariz hasta que finalmente caía sobre la amarillenta toalla que tenía en mi regazo.

El olor a linimiento permanecía aún en la estancia y me hacía rememorar con satisfacción lo que había sido la pelea de esa velada. Haría poco más de una hora que Tundero y yo habíamos estado juntos en ese mismo vestuario disponiendo los últimos detalles del combate.

—Y no lo olvides negro: pegas y te apartas, pegas y te apartas, pegas y te apartas— me sugería el viejo a la vez que dibujaba fintas y Jabs en el aire.

—Descuida, se cómo tratar a ese crío.

—¡Maldita sea! Eso es lo malo, él es un crío y tu un anciano. Aún ignoro cómo hemos aceptado esta pelea, pero da igual, aquí estamos, así que vamos a echarle huevos— el viejo seguía instruyéndome y untando vaselina en mis pómulos, en mis sienes y en los costados de mi nariz—. Trata de no caer en su juego, no le cedas el centro del ring. No te dejes llevar a una esquina. Apenas tienes fondo, mantén la distancia y ni se te ocurra entrar a un intercambio de golpes. Haz el favor de ser listo, ya no tienes veinte años —esos consejos de Tundero venían, casi siempre, acompañados de rítmicos golpecitos que con sus dedos índice y corazón estampaba sobre mi cocorota en un intento de grabarlos en mi sesera; proseguía—. Así que ya sabes: pegas y te apartas, pegas y te apartas, pegas y te apartas. ¿Me has entendido negro?

—Te he entendido viejo, perfectamente.

—¡Me has entendido!— gritó una vez más clavando sus ojos en los míos y remostando su nariz en mi nariz.

Dos narices destrozadas eran el símbolo inequívoco de que ambos estábamos curtidos en eso de partirnos la cara por los rings. Tundero fue una estrella en su época, e incluso llegó a disputarle el título de campeón del mundo de los pesos medios a “Douglas Submachine Gun”. El combate tuvo lugar en Inglaterra y pese a que Tundero se alzó con la victoria, su triunfo no fue reconocido por la asociación. El viejo nunca habla de ello, pero la leyenda cuenta que fue expulsado del Reino Unido sin su merecido título ya que durante las noches londinenses mantuvo algo más que un flirteo con una dama muy importante de la realeza británica. A su regreso a Cuba se le dio la espalda, se le cancelaron varias peleas y decidió echar mano de sus ahorros, venirse a Barcelona, y abrir un gimnasio en el que entrenar a futuras promesas.

Yo fui uno de sus gladiadores favoritos durante unos siete años. Le di varias satisfacciones y acumulé algunos premios en la vitrina de su despacho, pero según él, la edad y los golpes estaban empezando a pasarme factura, total: la nariz rota innumerables veces, tres muelas voladas, derrame de líquido sinovial en nudillos y muñecas, costillas fisuradas y una fractura en los huesos de mi mano izquierda. Una izquierda que en su día fue un martillo y que ahora sólo servía para mantener a distancia a mi rival. Pero... ¿Qué es eso? Nada para alguien acostumbrado a dirigirse hacia el dolor en lugar de huir de él. Prueba de ello había sido esa última pelea, la de esa misma noche en la que mis viejos y quebrados huesos habían sabido aguantar los doce interminables asaltos. Ni tan solo en los descansos rocé el taburete con mis posaderas. Mi rival, “El Turco” mordió la lona por dos veces y en una de ellas tuvo que andar a gatas y desorientado en busca de su protector bucal. Entre los asaltos séptimo y octavo no fue capaz ni de oír la campana y el árbitro tuvo que sacarlo del ring mientras él lanzaba manotazos al aire sin saber ni dónde estaba. El público se había puesto en pie vitoreando mi nombre en una velada memorable.

No obstante, ya era hora de plantearse una digna retirada al terminar esa temporada. Era algo que aún tenía que decidir, los combates iban muy bien para pagar facturas y llevar un buen dinero para mi mujer y los niños. Si aceptase el puesto en el gimnasio como entrenador dudo que sacase una cuarta parte.

Salí de golpe de mis pensamientos al oír la puerta del vestuario y me giré en dirección a ella. Tundero acababa de entrar y se acercaba hacia mi con la mirada rastreando el suelo, el ceño fruncido y los puños apretados.

—¡Mierda negro! Que injusto. Has machacado a ese mequetrefe.

—Lo sé viejo, estoy satisfecho de veras.

—¿Satisfecho? Nos acaban de robar un combate y estás... ¿Satisfecho? — Tundero se me acercaba buscando mi mirada y tratando de comprobar que no estaba sonado—. Hijo, a ver si te enteras. Has perdido ese combate. ¿Me oyes? —me lo repitió una vez más y elevando el tono de voz—. Hijo... ¡Has perdido!

—Vamos hombre, ese turco ha peleado muy bien. Ha tenido sus momentos bajos, pero ha remontado al final y se ha partido el alma por hacer una pelea limpia y honesta.

Tundero abrió la taquilla y sacó una botella de Brandy, se dirigió hacia la pica del lavabo y cogió un vaso roñoso que había boca abajo. Dándome la espalda se fue hacia la puerta dispuesto a abandonar el vestuario mientras seguía con su discurso.

—De veras negro que no te entiendo. Ahí estás con esa sonrisa estúpida y tan feliz. Entérate, ¡has perdido!

Cerró la puerta de golpe y se largó. Oí como sus juramentos se alejaban con él hasta que terminaron siendo imperceptibles y mientras, yo permanecí por un rato más sentado en la camilla.

ANNA MARIA EN BUCLE

Anna Maria es una chica muy normal que se conforma con lo que le da la vida y su máxima ambición está en no ir a menos en eso que la vida le da. Desea tan poco más de lo que ya tiene que sus posibilidades de frustración o fracaso son escasas, por no decir nulas. Trabaja ocho horas al día, a excepción de alguno que tiene que alargar un poco más por no dejar alguna cosa a medias, pero esos días, apunta esas horas y las cobra como extras además de sus mil euros de cada fin de mes. Es relativamente atractiva (ser relativamente atractiva significa no ser atractiva de una manera absoluta), es decir; Anna Maria gana puntos en una segunda mirada, y a fuerza de mirarla por una tercera o una cuarta vez mejora considerablemente en su atractivo, a veces, eso pasa con algunas personas. Le gusta pasar muchos fines de semana en casa y hacer sus cosas, otros se va con una amiga que tiene una casita en la montaña, y algunos, los que menos, sale con un grupo de amigos y va de copas a algún bar o ronda por alguna discoteca por si acaso “cae algo”. No tiene novio, pero si algún medio-amigo-especial con quien, de vez en cuando, se organiza una sesión de intenso magreo, e incluso, en ocasiones, llega a entregarse completamente al menester hasta que el alba da paso al día, eso si... sólo en ocasiones, ya que Anna Maria es muy mirada para esas cosas y a pesar de que la calentura y el arrumaco le gustan mucho, tampoco es de esas que está dispuesta a hornearle el pan a cualquiera, así que, tan solo cuando le apetece obsequia su dulce con todos sus jugos a aquel que se le antoja merecedor de llevarse tanta parte de su intimidad. Y bien que hace, tampoco están las cosas como para que cualquiera ande jugando al tun tun por la entrepierna de una con según qué, a saber de donde ha salido por más medidas profilácticas que se pongan de por medio. A Anna Maria le agrada el olor a menta fresca, a espliego y a albahaca, le gusta leer novelas livianas, mirar programas de televisión, escuchar la música de moda a través de sus walk-man Mp3 durante los cuatro recorridos de metro diarios en la línea 3, y por las noches, saborear con deleite su café con leche antes de lavarse los dientes y acostarse. Le cautiva el dulce, y de vez en cuando, contempla delante del espejo sus cartucheras y su barriga, no es que tenga necesidad alguna de verse divina, sabe de sobra que no es divina, pero hay en ella cierto interés, cuanto menos, en mantener lo que tiene por cuanto más tiempo mejor. Algún día a la semana (preferentemente en miércoles) Anna Maria entra en una tienda de golosinas y en una bolsa mete un puñado de ositos de goma –su gran pasión-, le encanta sentir la textura de esas formas gelatinosas de colores y notar cómo el azúcar se deshace en el interior de su boca mientras pasea por la calle con su bolsa en la mano. Sus ojos miran con atención a través de los cristales enmarcados en la fina montura roja de sus gafas y observan el ir y venir de la gente, a la vez que el viento mece con suavidad algún que otro rizo de pelo rubio que juguetea por su cara. Anna Maria vive sola, había conseguido independizarse de sus padres a los 22 años y librarse de la tiranía que ejercía sobre ella su hermana mayor. Teresa (su hermana) le lleva cinco años, pero Anna Maria abandonó el nido antes que ella. Para Anna Maria eso fue uno de los triunfos más sonados de su vida ya que su hermana, debido a sus estudios y a su gran preparación, prometía a priori mucho, y en cambio, allí está, en casa de los padres y viviendo de la sopa boba porque le falta aquello que tiene Anna Maria.

Lo que Anna Maria tiene , es que es una chica muy normal que se conforma con lo que le da la vida y su máxima ambición está en no ir a menos en eso que la vida le da. Desea tan poco más de lo que ya tiene que sus posibilidades de frustración o fracaso son escasas, por no decir nulas. Trabaja ocho horas al día, a excepción de alguno que tiene que alargar un poco más por no dejar alguna cosa a medias, pero esos días apunta esas horas y las cobra como extras además de sus mil euros de cada fin de mes. Es relativamente atractiva (ser relativamente atractiva significa no ser atractiva de una manera absoluta), es decir; Anna Maria gana puntos en una segunda mirada, y a fuerza de mirarla...

ESE FUE EL TRATO

Unté un par de rebanadas de pan de molde con mayonesa. En realidad... detesto la mayonesa, pero me había quedado sin mantequilla y no soportaba la idea de comerme un sándwich de york y queso a palo seco; sin mantequilla ni mayonesa, y con esa desagradable sensación de que al masticar se te pega todo en el cielo de la boca.

Estaba colocando una loncha de queso sobre el pan recién untado y abriendo una Budweiser mientras Richard me contaba qué tal le había ido el trabajo del día.

—... Pues allí el tipo aquel... sangrando y gritando como un cerdo. ¡El muy hijo de puta! Yo que había decidido meterle dos cuchilladas para no armar escándalo con la puta pistola, y al muy cabrón le da por no morirse y ponerse a chillar.

—Sólo a ti se te ocurre olvidarte del silenciador... ¿Qué hiciste al final?

—Oh, al final... Oye... ¿Podrías prepararme uno de esos?

Richard hacía rato que miraba atentamente el proceso de elaboración de mi sándwich y se le estaba haciendo la boca agua.

—¡Si joder! Ahora te hago uno, pero cuéntame cómo terminó la historia.

—Pues verás, por suerte, en el taller en el que estábamos había una enorme maza que utilizaban para trabajar las planchas de aluminio. Así que la agarré, la levanté por encima de mi cabeza y le sacudí con todas mis fuerzas.

—Al menos se callaría el tipo... ¿No?

—Que si calló... La cabeza se le abrió como un coco, pero claro... lo chungo fue deshacerse del fiambre.

—¿Mayonesa?

—... ¿Cómo?

—Que si quieres mayonesa.

—Oh si... ponme un poco de esa mierda, gracias. Pues como te contaba... deshacerme de esa bola de sebo fue una tocada de huevos, pero el cliente pidió expresamente que el cuerpo debía desaparecer. Así que limpié bien toda aquella carnicería, metí al jodido gordo en el coche robado y le pegué fuego en un descampado a 200 kilómetros del lugar. Luego tuve que andar unos 40 minutos hasta encontrar un lugar en el que alquilar un automóvil para poder regresar.

—Vaya... un trabajo de mierda. ¿Eh?

—Ya lo creo... estoy por pedirle un extra a quien nos encargó el trabajito, aunque sólo sea por lo que me costó la puta gasofa.

—De sobra sabes que el precio queda cerrado de antemano.

—Lo sé, lo sé... eso es lo malo.

Me senté en el sofá junto a Richard, aparté de la mesita los mandos a distancia, el cenicero y dejé espacio para los platos con los sándwichs y las dos Budweisers.

Richard cogió el sándwich y le dio un bocado. Sin duda estaba hambriento. Eso de darle matarile a alguien ya no le quitaba el apetito y se estaba empezando a convertir en un buen profesional.

Con la boca llena y masticando con ganas se levantó del sofá, se quitó la sobaquera en la que guardaba su Glock, la colgó delicadamente en el respaldo de una silla, se quitó la camisa y la dejó de cualquier manera, sin mirar, allí donde cayera ya estaría bien. Mientras masticaba y se frotaba la nariz con el dorso de su mano, se dirigió de nuevo hacia el sofá y se dejó caer con las ganas de quien por fin... se encuentra con su momento de merecido descanso.

Mientras, yo finiquitaba mi tentempié y me disponía a tomar el último trago de mi extinta cerveza. Sin duda no se trató de una gran cena, pero sí del pretexto para, seguidamente, poder fumarme un cigarro.

Imagino que habría dejado de fumar mucho tiempo atrás, incluso creo que no hubiese llegado a fumar jamás de no ser porque me ponía absolutamente cachondo todo el ritual de liarme un cigarro con una buena picadura de tabaco y encenderlo con mi Zippo. El olor a gasolina y ese ruido... ese ¡Check! de esos jodidos encendedores te crean más adicción al ritual en sí, que la propia nicotina.

Richard terminó su cerveza y aún con la botella en la mano, dejó salir un sonoro eructo.

—¡Joder tío!... ¡Que asco das!

—¿Asco?... Vamos no me jodas. ¿Qué coño querías que hiciese con ese puto gas?

—Pues no sé, pero hay maneras de tirarse un eructo tío... Háztelo mirar.

—Verás... — Richard se apoyó en el sofá sobre su costado, medio girándose hacia mi y dispuesto a contarme... una de sus teorías— ...Tengo una teoría sobre eso de los gases...

—Ya empezamos... —Miré al techo intentando cargarme de paciencia a la vez que soltaba el humo del cigarro.

—No, de veras... es una buena teoría. Sí Dios existe –cosa que no dudo- y le dio por llenarnos el estómago de gases, así, sin más... es que es un jodido hijo de puta. Pero lejos de eso, su misericordia para con nosotros es tan absoluta que para que podamos liberarnos de semejante malestar, nos dio también un par de orificios a través de los cuales aliviarnos. De modo... que los eructos y los pedos, si lo analizas bien... se tratan indirectamente de una obra divina.

—Estás chalado.

—Si claro... llámame chalado, pero un buen pedo... es música para mis oídos.

Dicho eso y tras haberse quedado tan a gusto después de su sonada liberación, impulsó su cuerpo hacia delante, tomó el mando a distancia del televisor y le quitó el sonido al Late-Night de James Cassidy.

—¡Eh! ¿Qué se supone que haces? Me gusta ver el programa de ese loco.

—¿Ese loco te gusta?

—¡Si, me gusta! Cuenta chistes y hace entrevistas divertidas. Además... sus monólogos no tienen desperdicio.

—¿De veras?... Yo no entiendo sus chistes. A decir verdad... no entiendo una palabra de lo que dice.

Richard me miraba sorprendido. A veces tenía tan pocas luces que incluso se admiraba de que alguien fuese capaz de entender un programa de humor.

—Anda... dale volumen. ¿Quieres? —Le insistí.

—No tío, en serio... tenemos que hablar y este es un buen momento.

El novato quería hablar, y yo... un dinosaurio en este oficio ya me temí que sería una conversación larga.

—Con respecto a lo de antes... tienes razón en que no puedo pedir un extra a un cliente, pero...

—¿Pero? —Pregunté mientras empezaba a liarme un nuevo cigarro.

—Bueno... se gana bastante dinero con esto, no me puedo quejar, pero no puedo ingresarlo en un banco, no tengo una nómina y eso me impide pedir un préstamo... Estoy deseando comprarme una casa, y ¡joder!... aún no me llega y no sé hasta cuando cojones tendré que esperar.

Pasé la lengua por la parte adhesiva del papel de fumar. Me hallaba absolutamente entregado al ritual y debido a ello, provoqué un largo silencio tras las últimas palabras de Richard. Lo cierto era que el menester al cual estaba entregado merecía cierta concentración, pero además, empezaba a intuir por dónde iría la charla.

—¿Y?... —Le pregunté.

—Bueno, pues... ya que no se lo puedo pedir al cliente... me gustaría que hablásemos de ese 25% que te quedas por cada trabajo.

—¿Qué la pasa a ese 25%?

—Me parece excesivo, además... no entiendo demasiado bien qué haces con esa pasta.

—Ya, pero... ese fue el trato Richard.

—Lo sé, ese fue el trato, pero me gustaría saber si... es negociable. Simplemente eso.

¡Clinck... chassss... Check!... Encendí mi cigarro. En serio... me encanta ese ruido. Me quedé contemplando de reojo mi encendedor mientras tomaba una profunda calada.

—Lo lamento Richard, pero no... no es negociable. Además no tengo porque darte explicación alguna de qué hago con esa pasta, no es tu problema, pero... te recuerdo que dispongo de un local en el cual tengo media docena de coches para realizar los trabajos, hay que mantenerlos, hay que conseguir pasaportes y documentación y... hay que viajar para encontrar a nuevos clientes.

—Si vale, pero todo eso... ¿Conlleva tanto gasto?

—Mira Richard... suponiendo que me lo gastase en putas... se trata de mi dinero, de los gastos, y del trato al que llegamos cuando decidimos que te metías conmigo en esto.

—Si, de acuerdo... el trato, el maldito trato, pero mira, por ejemplo... el trabajo de esta tarde. Yo me he ocupado de todo. Ni tan siquiera ha sido como otras veces en las que lo hemos hecho a medias y tú... te llevas el 25%. ¿Por qué? ¿Qué diablos has hecho tú?

—Hice el contacto con el cliente, negocié un buen precio, planee el tema y te lo cedí a ti. ¿Consideras que eso es poco?

—Bueno... ya puestos no hacía falta que hicieses ni eso. También yo puedo buscarme un cliente.

—Sin duda, pero ... da la casualidad que a este... lo busqué yo.

Richard se levantó contrariado del sofá. Buscaba sin éxito su camisa. Estaba nervioso y frustrado porque el discurso que había estado preparando durante esos 200 kilómetros de regreso no surtía el menor efecto, al contrario, se estaba encontrando con una pared.

Yo le miraba convencido de que comprendería la situación y de que esos nervios terminarían convirtiéndose en una disculpa tras entender y hacerse cargo del tema. Richard era un buen tipo, podría decirse que incluso nos unía cierta amistad, pero por desgracia era demasiado joven, así que en cierto modo... todo era debido simplemente a eso.

—¿Dónde diablos está mi camisa?

—Ahí... ha caído justo detrás del mueble del televisor.

—Oh si... ya la veo.

Se agachó a recogerla y se incorporó de nuevo para ponérsela. Mientras abrochaba sus botones me miró con cierta expresión de fastidio.

Seguro que no tardaría en darse cuenta de que, en el fondo, lo que ha aprendido de este entorno oscuro en el que nos movemos me lo debe a mi. En este trabajo no basta tan solo con que no te tiemble el pulso en el momento de disparar un arma sobre alguien, sea hombre o mujer. No sólo vivimos de los encargos que nos hacen, sino que sobrevivimos gracias a que no damos demasiados datos sobre nosotros mismos, y que una vez hecho un trabajo es prácticamente imposible localizarnos a menos, que no sea mediante terceros ya que no son pocos los que deciden darle puerta al “mensajero” para no dejar ningún cabo suelto. Y mejor no hablar de los que se hacen los remolones a la hora de entregarte el total de lo acordado. Yo enseñé a Richard a moverse bastante bien por todo ese lodo durante el par de años que llevábamos juntos, y todo eso, sí era capaz de valorarlo en su justa medida... no tenía precio.

—¿Todo bien Richard?

—Pues francamente no... veo que no se puede hablar contigo de dinero.

—Richard, el negocio que yo tengo y del cual te dejo participar, no se trata precisamente de una ONG, de modo que si tienes problemas financieros es tu problema. No me cargues a mi esa responsabilidad. ¿Queda claro?

—No, no me convence, pero si esas son las condiciones y no hay más huevos... pues no me queda otra que aceptarlas.

Mal asunto. El polluelo no entraba en razón y estaba en un punto en el que difícilmente llegaría a hacerlo por más vueltas que le diese al tema.

Sí en este negocio, alguien no es capaz de ver una obviedad de tal calibre, la tensión en el trabajo puede llegar a ser horrorosa.

—Anda... ponte bien esa jodida camisa y vamos al almacén.

—¿Al almacén ahora? Estoy deseando llegar a casa y darme un baño... aún tengo pegado en mis narices el olor a sesos del gordo de esta tarde.

—Iremos ahora Richard. La semana que viene tenemos un trabajo y hay que sustituir las matrículas del coche que vamos a utilizar.

—Tú mandas... como siempre.

La noche estaba en calma, apetecía una paseo... lástima que el almacén estaba tan cerca de mi casa.

Richard y yo levantamos la puerta de hierro, guardé el candado en uno de mis bolsillos y mientras él encendía la luz yo trataba de volver a cerrar la puerta metálica con no poco esfuerzo.

—Coge el destornillador de la caja de herramientas y ve desatornillando las placas. Yo voy al despacho a buscar las otras.

—De acuerdo, démonos prisa que ya he tenido bastante por hoy.

—Vuelvo enseguida y te ayudo con eso.

Sobre un viejo mueble de mi despacho había una botella de whisky empezada, me serví un trago en un vaso pequeño y me lo tomé con cierta calma. Volví a llenar el vaso y tomé un segundo trago con algo más de premura, al poco rato, salí del despacho.

Richard me estaba esperando al lado del coche que nos iba a servir para el siguiente trabajo. Como de costumbre, había realizado mi encargo rápida y eficazmente.

—¿Y las matrículas? —Me preguntó.

Cuando un par de boxeadores discuten se lían a hostias, cuando un matrimonio se pelea se tiran los platos, cuando riñen dos borrachos se lanzan botellas, pero... cuando dos pistoleros se encabronan o no llegan a un acuerdo... tarde o temprano uno de los dos saca su “freidora” y deja al otro tendido en el suelo con un agujero entre las cejas del tamaño del plomo que escupe un 3-57.

El vacío del local se llenó de un intenso ruido que apenas duró un par de segundos. El cuerpo de Richard cayó al suelo panza arriba con un agujero en la boca del estómago y parpadeando ante los tubos fluorescentes que se hallaban en el techo.

Los rostros de todos aquellos que han pasado por tu pistola suelen aparecer tarde o temprano en sueños. Es una desagradable compañía a la que uno no llega a acostumbrarse por más tiempo que pase. Quizá por eso es recomendable no mirar nunca a los ojos de aquellos a los que les das plomo. Un rostro dice mucho, pero recordar una mirada es verdaderamente insoportable. No obstante, mirar a los ojos de aquellos a los que hay que eliminar, pero que nos son conocidos, viejos amigos o simplemente personas por las que uno siente aprecio, es una muestra de respeto.
Mi pistola estaba dejando de echar humo. Me acerqué a Richard y me agaché junto a él.

—¿Qué tal estás muchacho? —Le pregunté.

—¿Por... Por qué has hecho esto?... ¿Qué diablos...?

—Tranquilo Richard, no te muevas y relájate. Estoy junto a ti.

—Cojones tío... ¿Por qué...?

—Son los negocios hijo. Te enseñé que en este asunto no era fácil encontrar a nadie en quien confiar.

—Oh Dios mío... me muero. No... no entiendo...

—Sin duda en el tiempo que lamentablemente ya no tienes... hubieses llegado a entenderlo, pero ahora... ya es tarde.

—Oh vamos por favor... llama a un... médico.

—Descuida... he hecho un buen trabajo.

Creo que esas palabras ya no las oyó. Sus ojos se quedaron mirando los fluorescentes, pero sin parpadear, la luz ya no era molesta, ya nada lo era.

Me lié un nuevo cigarro junto a él y pensé que por la mañana me desharía del cuerpo. Era tarde, estaba algo cansado y toda esa mierda me había abierto el apetito. Recordé que Richard se había tomado la última Budweiser de mi nevera y que poco más que pan de molde y esa repugnante mayonesa era lo que tenía por casa, de manera que decidí darme una vuelta por el bar de Jack y tomarme uno de esos deliciosos sándwich de pavo que él preparaba.

Por el camino tan solo me acompañaba la noche.

Clinck... chassss... Check!...

POST OPERATUM

Instantes antes acababan de someterle a una operación de tiroides en la que le extirparon toda la glándula eliminando así una frenética hiperfunción que de un tiempo a esta parte le traía loco.

Empezaba a tener conciencia de cómo iba despertándose de la anestesia y sentía de modo borroso unas primeras sensaciones que no dejaban de ser sorprendentes. La primera fue la de un pensamiento de ignorancia en torno a si los muertos despertaban de la muerte o si se quedaban en ella por la eternidad, lo que si sabía era que él se estaba despertando, pero sin tener todavía demasiada claro de qué ni dónde, de modo que en una primera desazón quiso cerciorarse de que no había ninguna etiqueta colgada en alguno de los pulgares de sus pies; la diferencia marcaba la posibilidad de despertar en la sala postoperatoria o en la morgue y por suerte, no había etiqueta alguna. La segunda sensación, o impulso fue el de echarse la mano al cuello, notaba un leve dolor y era necesario constatar que la herida estaba vendada y que su cabeza seguía sobre sus hombros, efectivamente... lo estaba. La última sensación fue la más curiosa, pero la más agradable. Nunca hubiese imaginado que de una anestesia, alguien pudiera despertar como si se tratase de una mañana cualquiera en un día normal, pero allí estaba, empalmado con una contundente y feliz erección.

No era necesario que el cirujano o la enfermera se acercaran a él para decirle que la operación había ido bien y que el patólogo había dictaminado que la glándula estaba limpia de elementos malignos. Aquella señal, aquel “síntoma”, era la prueba inequívoca de que todo había salido perfecto.

EL ARTE DE CAGAR


Agosto nos saludaba amablemente a través de las ventanas del estudio, pero como buenos trabajadores con un apretado calendario de entregas, nos hallábamos allí doce almas, afanados y menesterosos en nuestros respectivos quehaceres de escritura de textos, ilustración y dibujo para empresas editoriales. La ocupación era total y quedaba poco tiempo para la comunicación, la broma y la intimidad entre nosotros. La mayoría de conversaciones giraban en torno al trabajo diario, a las entregas correspondientes, a las citas con los clientes, a las reuniones, etc. Nos llevábamos muy bien, éramos un grupo compacto, formábamos un buen equipo, pero compartíamos poco más que oficio.

Valentí era quizá uno de los más dicharacheros del grupo; un tipo regordete, sano y que exhalaba desparpajo por todos y cada uno de los poros de su piel. Esa mañana se ausentó con un libro y pasó bastante tiempo fuera de su mesa, a decir verdad... ninguno notamos su ausencia. Al rato, entró en la gran habitación en la que estábamos el resto y comentó:

—Puaffff nenes... Acabo de soltar un pedazo de cagarro que me ha quitado 10 años de encima ... ¡Y 10 kilos!

Nos quedamos mudos...

De no ser que sus palabras se unieron al sonido de la cisterna del lavabo... jamás hubiésemos dado crédito a lo que acabábamos de oír. Pero si...efectivamente... estaba haciendo público... nos estaba contando... que acababa de cagar, y así... como si tal cosa. Alguien le aceptó el comentario con una tímida sonrisa mientras que de reojo... nos miraba al resto para ver que tal era nuestra reacción. Los demás nos mirábamos entre nosotros, pero acto seguido... decidimos devolver nuestras miradas a nuestros papeles sobre la mesa o a nuestra pantalla de ordenador. Valentí se sentó como si nada y rubricó:

—Buffff... de verdad... ¡Que a gusto!

Al día siguiente ya todos habíamos olvidado el comentario, pero Valentí... fruto de esa función inevitablemente automática y fisiológica como es la de cagar, volvió a ausentarse con su libro. El resto... nosotros, volvimos a caer en el error de no percatarnos de su ausencia para, cuanto menos, estar prevenidos a su regreso, pero obviamente, al rato... Valentí regresó y nos pillo de nuevo por sorpresa:

—¡Bah!... Hoy como si nada... apenas unas bolitas.

Y ahí que la cisterna acompañaba a su discurso como si se tratase de la banda sonora habitual. “Grrrroooooooorrrgggggggggsssshhhhh....”

Esta vez las miradas entre nosotros fueron más descaradas y algunas risas incluso hasta sonoras, recuerdo que David rompió a carcajada limpia, e incluso Marc... el más lanzado, no pudo evitar darle pie con una extraña necesidad de saber más:

—¿Apenas bolitas?... y ... ¿Cómo fue la de ayer?

—La de ayer fue apoteósica —Valentí respondió como diciendo: “me encanta que me hagas esta pregunta”, y siguió—... Fue de aquellas que te la llevarías a casa y la enseñarías a la familia, como quien presenta a una novia... Sabéis a qué me refiero ¿No?

Perplejos... el que menos estaba perplejo perdido, pero por otra parte, el tema, nos supuso a todos una liberación. Un escapismo de nuestra realidad diaria a la que nos apuntamos sin pudor y con el firme deseo de ... estrechar lazos?

—¡Ah! Pues yo a veces hago unos cagarros que son como bolitas, pero que están unidas entre sí... apretaditas y eso. Sabes? —Marc seguía el rollo como tratando de compartir con Valentí alguna especie de afición oculta o prohibida.

—¡Por supuesto! —Afirmó Valentí con seguridad y demostrando que era un experto en “el tema” —. Ese es el “cagarro molecular” debido a que su aspecto es similar a las estructuras moleculares que aparecen en los libros de química. Te refieres a esos ¿No?

—¡Siiiiii !... ¡Eso mismo!, ¡Es verdad!

Marc entró en una fase de euforia. Acababa de descubrirse un mundo ante él, una luz ... y Valentí... era su gurú.

Obviamente la mierda, pasó a ser uno de nuestros temas de conversación preferente y al poco tiempo ya no había ningún secreto entre nosotros. El compartir con los demás esos momentos, el hablar de ellos, el explicarnos cómo eran nuestras respectivas cagadas, su textura, color y forma, nos llevó a contarnos muchas cosas más con respecto a diversos temas, a compartir nuestras reflexiones más profundas, nuestras vivencias más íntimas y a tenernos a todos como confesores los unos de los otros. La confianza era total. Faltaba algo como eso, alguien como Valentí para que nos diésemos cuenta de lo mucho que nos queríamos entre todos y de lo importante que era eso de compartir. Ya nadie se cortaba un pelo a la hora de salir del lavabo y de explicar al resto que tal le había ido la puesta diaria.

“Grrrroooooooorrrgggggggggsssshhhhh....”

—Tíos... ¡Casi nada! Acabo de dejar a uno allí al que casi he tenido que quitar con espátula!

Y siempre había alguno que añadía su comentario gracioso:

—¡Joder!... Otro día avisa y le sacamos una foto.

Y como no... Valentí nos ilustraba en torno al nombre que pertenecía a dicha defecación, según su naturaleza o aspecto:

—¿Con espátula? Posiblemente se ha tratado de un “cagarro gotéele”, suelen ser bastante cabrones debido a que quedan fuertemente adheridos a las paredes del retrete y cuesta despegarlos de ahí con un solo golpe de cisterna. ¿Era además grumoso?

Y así fue pasando el día a día y todos, ya no sólo Valentí... sabíamos más y más sobre los cagarros y sus respectivos nombres. Una nueva ciencia se mostraba ante nosotros y las aportaciones de todos –siempre bajo la atenta mirada y supervisión de Valentí- ayudaron a confeccionar una extensa lista de tipos de heces con su definición correspondiente y de la cual, si me lo permitís... os hago un extracto:

La diarrea: Sin secreto alguno. Todo el mundo sabe lo que es y decidimos dejarle ese nombre ya que era correcto, de modo que... Para qué cambiarlo?

El cagarro fuente: Es el típico que por su tamaño más bien pequeño, pero que por su consistencia recia, cae con fuerza en el agua de la taza y produce una graciosa salpicadura –no superior a unas pequeñas gotas-. Dichas gotas te salpican el culo y siempre hay una... que te da de lleno en el ojete y te hace estremecer.

El cagarro gotéele: Es el que genera como una especie de estucado por las paredes del retrete, lo pringa todo y de él existen dos variantes: el estucado clásico, que contiene pequeños grumos o textura, y el liso o estucado veneciano. Este último es también conocido como el “cagarro Nocilla”.

El cagarro Nocilla: (Ver cagarro gotéele)

El cagarro cabra: Presenta el mismo aspecto en forma de “bolitas” que la caca de cabra que cualquier amante de la naturaleza puede encontrar en mitad de un prado.

El no cagarro: Es ese que aprieta en el estómago, que te vuelve loco, que empuja cual ariete, que te rompe por dentro hasta que no puedes más y acudes al lavabo, te desprendes de tu pantalón y calzoncillo, preparas el esfínter para lanzar la artillería y ... PREEEARRRT!!!... no era un cagarro. Se trataba de un traicionero gas, un jodido pedo que incluso a veces... puede ir acompañado de un posterior escozor.

El cagarro pendulón: Se trata del cagarro aparentemente normal que cuando ya está más afuera que adentro... no sale debido a que presenta una textura demasiado blanda. La cuestión es que queda ahí colgado... en suspenso y sin saber bien si terminar de salir. En esos casos sólo hay una opción; y es la de sacudir el culo, provocar en el cagarro un efecto péndulo que le zarandee, hasta que, con suerte, logremos hacerle caer.

El cagarro costilla de Adán (o cagarro de la creación): Es el cagarro pegajoso, blandengue, pero moldeable. Con él se podría modelar una figurita de Adán, insuflarle aliento de vida, extraer de él una costilla y crear a una Eva.

El killer cagarro: Es el que no da su brazo a torcer, el que planta cara y con el que debemos emplear gran esfuerzo. Ante él, quien lleva gafas se las quita, quien lleva corbata se afloja el nudo, quien lleva cuello alto debe apartarlo de su gaznate, hasta que finalmente cae, lo miramos con odio y se nos presenta ahí... en el interior de la taza, vencido, pero impregnado en la sangre que nos ha provocado al desgarrar brutalmente las paredes de nuestro esfínter.

El cagarro “soy gay”: Es el que sale, pero no del todo... de nuevo entra, de nuevo sale ... no hay forma, pero el muy cabrón... encima te gusta.

El cagarro Faria (o Cubano): Es el clásico que presenta aspecto de puro.

El cagarro imperial: Se trata del príncipe de los cagarros: es marrón, de gran tamaño, se presenta recio, tieso y resistente. Sin duda un cagarro como Dios manda y en toda regla.

El cagarro imperial con brillo: El rey indiscutible. La madre de todos los cagarros y de mayor tamaño que el cagarro imperial, además... se presenta reluciente y desafiante.

El cagarro Lázaro: Es el imperial con brillo, pero que cuando tiras de la cadena... resucita, vuelve, sale de nuevo a flote... siempre está ahí.

Habían muchos más, una verdadera infinidad que ya ni recuerdo, pero esa lista, clasificada por orden de dureza de menos a más, permaneció colgada de un corcho que cubría una de las paredes del estudio, y nos fue de gran utilidad cada vez que uno de nosotros salía del lavabo con dudas al respecto de su propia “creación”, generalmente preguntaba al resto, describía al producto en cuestión, cada uno decía la suya, se consultaba la lista para ubicarlo correctamente en ella, y en caso de que no hubiese unanimidad o acuerdo, Valentí tenía siempre la última palabra. Alguna vez incluso, y debido a la particularidad o rareza específica de alguna deposición concreta, Valentí tomaba la decisión de ampliar la ya extensa lista con alguna nueva especie. Ese día, el día en el que eso sucedía... era una experiencia mística.

Recuerdo con asco, y especial sobrecogimiento, el día que añadimos a uno de esos “rara avis” a nuestra lista...

Hay ocasiones en las que puedes ir bastante tranquilo por la calle, aún y que interiormente sientes la necesidad de apoltronarte en el retrete con un buen libro y dejarte llevar. La situación la capeas bastante bien, pese a algún que otro arrechucho que se presenta de forma intermitente, a lo sumo aceleras ligeramente el paso, pero poco más... sabes que pronto podrás cumplir con el necesario desahogo, pero contra todo pronóstico y precisamente en el momento en el que te encierras en el ascensor, y ves... que llega ese momento... tu estómago dice que “ya basta” y la necesidad y el deseo se vuelven irreprimibles e incontrolables, estás a escasos metros de meter la llave en la puerta, lanzarte a toda velocidad hacia el lavabo, pero no puedes... no llegas... imposible. Él sabe que se acerca su hora y quiere salir ya! Eso le sucedió un día a Jesús... el pobre entró en el estudio absolutamente pálido, no consiguió llegar al ático en el que se encontraba la ansiada meta, según nos contó -después del sofoco inicial- a la altura del tercer piso, más concretamente... entre el tercero y el cuarto, la situación ya se convirtió en extrema y notó, de golpe... como se abultaba la culera de su pantalón, trató de agarrarse con fuerza a las paredes del ascensor y aspirar e inspirar como si se tratase de ejercicios preparto, pero ya todo era inútil; el cuesco inicial vino seguido de una potente hez en forma de bola a la que le siguió un auténtico e incontrolable chorro de mierda que patas para abajo resbaló hasta pringarle los zapatos. Ahí... ya en el interior del estudio y de pie, pero acharrancado en medio del pasillo Jesús nos miraba a todos y todos le mirábamos a él. Ni que decir tiene que se trataba de un espectáculo lamentable.

—¡Valentiiiiii!!!! —Jesús llamó al gurú con la misma intensidad que un bebe llama a su madre a través del llanto— ... Cómo le llamamos ... ¡¿A este?!

Nos quedamos todos en silencio mirando a Valentí, si él no tenía respuesta para eso... no la tenía nadie. Valentí arqueó una ceja sin perder de vista a Jesús, con su dedo índice frotó durante escasos segundos y suavemente su barbilla ... y finalmente dijo:

—Le llamaremos... “cagarro cola de caballo”.

Y después de eso, Valentí vio que eso era bueno, nosotros quedamos en paz con nosotros mismos y Jesús con su espíritu.

Fuimos los reyes indiscutibles y con esa ciencia que descubrimos, en torno a la cual teorizamos y de la que llegamos a convertirnos en auténticos eruditos, nos vimos capaces de todo. Empezamos a hacer apuestas, de manera que cuando uno iba a ir al lavabo avisaba al resto:

—Tíos... voy a cagar, ahora vuelvo.

Los demás nos uníamos en corro y cada uno vaticinaba y hacía su predicción:

—Yo digo que hoy este hace un imperial con brillo.
—¡Ni hablar!... hoy le toca un costilla de Adán.
—¡Que dices loco!... ese no ha hecho un costilla de Adán en su vida, los hace como puños. Yo apuesto por un Lázaro.

... y así todos. Volvíamos a nuestros lugares y esperábamos noticias sobre el acontecimiento hasta oír el ansiado:

“Grrrroooooooorrrgggggggggsssshhhhh....”

Los que acertaban eran invitados a comer en el restaurante de menú de la esquina por los que perdían, y así de ese modo crecía la gran hermandad que ya era la tónica general entre nosotros.
También, y basándonos en la teoría de que todos habíamos experimentado más de una vez en la vida casi la totalidad de las distintas formas que existía en nuestra lista, nos atrevimos a realizar estadísticas según edad, número de habitantes y clase social, para averiguar cuales eran las modalidades de deposiciones más corrientes en la población española.

Llegamos a adquirir tal dominio que incluso según lo que cenábamos la noche anterior, lo que desayunábamos esa misma mañana, o bien... el tiempo que aguantábamos para soltar nuestro cagarro mañanero, éramos capaces hasta de modelar en nuestro intestino la defecación deseada, de modo que si un día a uno le apetecía “fabricar” un gotéele no tenía más que desayunar con un café seguido de un zumo de naranja y aguantar durante un par de horas los retorcijones.

Sin duda descubrimos un gran mundo ante nuestros ojos. Llegamos a sublimar algo que el resto de la humanidad contempla sin contemplar, hace por pura necesidad, pero sin encontrar en ello ningún placer. Y eso señores... nos hacía especiales y genuinos.Amigo Valentí... donde quiera que estés ahora, espero que te vaya bien. Deseo que allí donde trabajes y con quien compartas el tiempo que antaño compartiste con nosotros, les instruyas como sólo tu sabes en este arte, y que sobre todo... sigas compartiendo tu mierda con los que te rodean.

SU TALÓN DE AQUILES

Como cada mañana ahí estaba yo en mi despacho de una de las más importantes e internacionales agencias de publicidad de Barcelona. Mi trabajo para ese día consistía en escribir una lista con no más de una docena de frases ingeniosas para la campaña que estábamos desarrollando de una marca de ropa interior femenina. Por la tarde teníamos una reunión de Brainstorming en la que mis ideas se lanzarían a la vez que los primeros bocetos del equipo creativo, y con suerte, daríamos con las claves exactas que convencerían al cliente de que nuestras propuestas eran las idóneas para la promoción y venta de su producto.

Lo único que fallaba –como cada jodida mañana – era la intrusión constante en mi despacho de Luis; un maldito hijo de puta, jefe de sección, y que lejos de ayudar a que la inspiración se hiciese un hueco en mi cansada mente, lo único que conseguía era desquiciar a cualquiera por su modo de meter prisas, vociferar y tratar a todos los creativos como si fuésemos ganado.

Le mostré las ideas a Luis y las aprobó sin mediar “pero” alguno, al contrario... dijo que le parecían estupendas. ¿Estupendas?... Luis no era así; se trataba del típico que nunca encontraba nada bien, a menos que lo hubiese hecho él o que adueñándose de una idea ajena la pudiese vender como suya. Sin ninguna duda Rosana le hizo un buen trabajo durante la noche anterior, de lo contrario... era inexplicable tanta amabilidad. Rosana era lo único y verdaderamente bueno que tenía Luis: una preciosa esposa sacada de un anuncio de suavizante para el pelo, con unas piernas interminables y tan inteligente que resultaba chocante que compartiese vida con un tipo como él.

Durante el brainstorming Luis firmó su sentencia de muerte. Expuse mis ideas tal y como esa misma mañana se las había expuesto a él. Al cliente le parecieron brillantes, los socios de la agencia estaban en el estado de excitación típico que muestran cuando ven al cliente satisfecho, pero Luis... al parecer había pasado toda la hora de la comida pensando en el modo de cómo tirar por tierra cada una de mis propuestas, de manera, que en un momento de la reunión se levantó y empezó a formular una interminable lista de “peros”. Atónito vi como a mi alrededor las caras de los allí reunidos cambiaban su semblante y mis ideas empezaban a ser cuestionadas en serio hasta el punto de dejarlas correr y tratar de buscar ideas nuevas por caminos distintos. No en vano, Luis era el nieto de uno de los fundadores de la empresa y aunque lo más probable, era que nadie pensase que tenía razón, todos preferían hacer ver que le tenían en cuenta.

—Pero... ¿Mi opinión no cuenta?— Preguntó el cliente extrañado.

—Por descontado... claro que cuenta, pero permítanos que le demos una vuelta de tuerca más y encontremos el eslogan perfecto. Ya sabe... todo es mejorable.

Esas fueron las palabras de Gustavo, el director creativo, para conseguir disuadir al cliente de mis buenas ideas y dejar en buena posición a Luis. Malditos canallas.

Todo el mundo tiene un talón de Aquiles, de modo que Luis no podía ser ni distinto ni de otro modo que los demás, sin duda él tenía un punto débil, y desde ese día... me centré en buscarlo hasta dar con él.

Esa noche la pasé en el Jump, un viejo bar de mi barrio al que de madrugada sólo acudían borrachos y alguna que otra zorra en busca de un polvo nocturno que le ayudase a conciliar el sueño, o en su defecto, esnifar alguna raya proveniente de algún zarpazo que alguien se estuviese preparando en los lavabos del local. Las más afortunadas salían del bar con ambas cosas... Yo no era un borracho a pesar de que el whisky estaba empezando a sumirme en un desasosegado sopor, y tampoco era una zorra, pero me sentía como tal. Me abrumaba la sensación de que si tenía algún talento escribiendo estaba echándolo a perder a cambio de un puesto fijo en una agencia en la que me pagaban un buen sueldo por escribir frases de mierda, que servían para vender productos de mierda, a un montón de consumistas que abusaban de sus horas de televisión; o porque no tenían nada mejor que hacer o porque cuando llegaban a sus casas, la televisión era lo único que en realidad tenían.

La oscuridad del Jump era casi absoluta, del techo de la barra pendían unos pequeños focos que iluminaban tenuemente el local y dotaban de un triste brillo a las botellas, a los vasos de tubo y a las copas. Sin duda, el lugar menos adecuado para encontrar la luz al final de un túnel que no parecía tener salida alguna.

La mañana siguiente fue aún peor que la mañana anterior y que muchas otras. Gustavo, que en el brainstorming había estado excitado ante la reacción del cliente al oír mis ideas, pasó por mi despacho para decirme que debía pisar el acelerador, que tenía que involucrarme más en los proyectos y asumir un papel más activo.

—Ya oíste lo que dijo Luis. ¿Verdad? — Me dijo.

¿Qué si lo oí? Maldito Luis y maldita la puta de su madre por engendrar a semejante Caín.

Con el peso sobre mis espaldas del resultado de una noche en vela, me dirigí al archivo para rescatar alguna de las muchas frases que habían sido descartadas en los dos años que llevaba pariendo ideas para la agencia. Recordaba vagamente alguna que en su día hice para la publicidad de unos paraguas y que bien adaptada, podría servir para la campaña presente de ropa interior femenina. Por el estrecho pasillo que conducía desde el departamento creativo al archivo me crucé con Luis, y sin querer... pisé uno de sus pies enfundado en un reluciente zapato negro.

—¡Coño!... ¿Es que ya no miras ni por donde andas?

—mmmm... Perdona Luis, ni me fijé.

—¡Maldito estúpido!... Ése es tu problema, ¡Nunca te fijas en nada!

De buena gana hubiese hundido mi mano en su pecho, le hubiese arrancado el corazón y me lo habría comido ante su cara mientras en sus ojos quedase aún el menor atisbo de vida. No obstante, preferí seguir mi camino hacia el archivo y de reojo, girarme con disimulo para mirarlo por encima de mi espalda. Así lo hice y la imagen que vi... Ahí estaba él. Mi pie había pisado su zapato derecho y el tipo estaba utilizando ese pie para pisarse su zapato izquierdo, acto seguido se agachó mientras extraía un blanco pañuelo de su bolsillo para limpiarse concienzudamente ambas punteras. Me vio...

—¿Qué cojones se supone que estás mirando? ¿No tienes nada mejor que hacer?

Una vez en el archivo, y mientras rebuscaba en el interior de un montón de cajas, recordaba la escena de Luis pisándose y limpiándose los zapatos. ¿Qué significó eso? ¿A qué especie de ritual extraño pertenecía? Carecía de sentido y por más vueltas que le daba... no encontraba lógica alguna a semejante actitud, pero tampoco quise pensar más en ello y me dediqué a buscar las frases escritas para la campaña de paraguas. Al fin y al cabo, eso sería lo que me haría cumplir con mi jornada laboral para el resto del día y poder largarme a casa con la conciencia tranquila.

—Aquí está... “Paraguas Sloan”. A ver si realmente hay algo aprovechable.

Salí del archivo cargado con la caja y decidí acercarme por recepción para decirle a Nuria que no me pasase llamadas. La intención era la de encerrarme en mi despacho el tiempo necesario hasta sacar algo de provecho que pudiese presentar en el siguiente brainstorming, y tratando de evitar, claro está... que Luis pudiese verlo antes, pero ... ¡Oh sorpresa!... Rosana estaba en recepción. Había venido a buscar a Luis para comer con él y Nuria le estaba comentando que su queridísimo esposo acababa de salir para comer con un cliente. Resignada, Rosana dirigió su mirada hacia donde yo estaba y me vio acercándome hacia Nuria cargado con mi caja del archivo bajo el brazo.

—Vaya chico, ¡Que sorpresa!... ¡Por Dios! —Me miró de arriba abajo— ... ¡Estás hecho un asco!

Genial que una de las mujeres más hermosas que has visto en tu vida... te reciba diciéndote eso.

—Hola Rosana. ¿Algo va mal?

—Bueno... no exactamente... ya es la tercera vez este mes, de modo que... ya me tiene acostumbrada. ¿Comes por aquí?

Rosana y yo, en un tiempo... estuvimos a esto de tener una historia. Luis es el típico gilipollas que descuida a una mujer, que le pone afición al principio, pero que luego se abandona y prefiere contemplar a 22 tipos pegándoles patadas a un balón con la estúpida intención de colarlo en una portería clavada en un campo de césped. No creo que se trate del hombre que escucha a una mujer, en realidad Luis nunca escucha a nadie. Y tampoco le imagino compartiendo una tarde de domingo con Rosana, sentados ambos en el sofá de casa, cubriendo sus rodillas con una fina manta y mientras que ella mira la película alquilada en DVD, él ... la mire dulcemente a ella. No... Luis no es de esos tipos.

—¿Qué si como por aquí?... En realidad no tenía la menor intención de comer hoy, pero...

—Vamos anímate y llévame a algún sitio bonito. ¿Aceptas?

—Si... como no. Nuria... te traía esta caja para que me la guardes hasta que regrese. ¿Te importa?

Estuvimos comiendo en un restaurante cercano, la conversación fue ideal, recordamos incluso esos momentos en los que estuvimos a poco de enzarzarnos en un romance, y a decir verdad no me dio la sensación de que a ninguno de los dos nos importase mucho reanudar el juego que nos llevó a esa situación. Rosana coqueteó conmigo durante el transcurso de esa comida, sin duda ambos necesitábamos afecto y echábamos de menos lo que tuvimos, aunque en realidad... nunca tuvimos nada. Por mi parte... no sé muy bien que estaba pasando por mi cabeza, pero... en lugar de prestarme al juego y de pedirle a Rosana que me acompañase a mi casa o a un hotel cercano... se me ocurrió – como prioridad a cualquier otra historia con ella – comentarle la escena del pasillo que tuve con Luis y con sus zapatos negros. De algún modo, imagino que estaba buscando algún dato que me llevase hasta el punto débil de Luis.

—Ufffff... Esas cosas son típicas de Luis —Y Rosana siguió contándome—. Es un supersticioso terrible. En casa ya estoy harta de ver por todas partes libros de ocultismo, astrología y sandeces de esas. Seguro que pensó que si no se pisaba él el otro zapato... eso le daría mala suerte.

—Qué me estás diciendo.... ¿Luis? —Yo no salía de mi asombro.

—De veras, de veras... no te lo puedes llegar ni a imaginar... es algo exagerado.

Vaya... así que Luis era un tipo supersticioso, y como tal... aprensivo y temeroso de que algo le pudiese suceder o algo le pudiese ir mal... jamás habría pensado eso de Luis, de modo... que muy supersticioso debía ser para tratar de disimularlo tanto.

Rosana me comentó también que la siguiente semana la pasaría con su hermana en una casa de campo. Evidentemente sin Luis, ya que él tenía que crear unas ideas para una campaña de ropa interior femenina y estaba ocupadísimo pensando en la estrategia. ¿Estrategia?... Me ahorre contarle a Rosana lo cabrón que era Luis y de que esa campaña era mía, -bajo su supervisión, como todas- pero que el trabajo de crear esas ideas era el mío precisamente. De modo que llamé al camarero para pedirle la cuenta.

Rosana no pudo ocultar un cierto desaire al ver que me entró la prisa por volver a la oficina. Ni a ella ni a mi nos hubiese importado darnos un buen homenaje. Quizá incluso hubiese sido un buen modo de vengarme de Luis, pero Rosana... no era un instrumento de venganza, era demasiado el respeto que yo sentía hacia ella para utilizarla de un modo tan vil. Mi cabeza, en cambio ... ya estaba urdiendo un plan.

De nuevo era lunes. Pasé el fin de semana mordiéndome las uñas por no haber hecho el menor intento de aproximación con Rosana, pero lo cierto era que la mayor parte del tiempo lo pasé dándole vueltas a la faceta supersticiosa de Luis y en cómo, eso... podría serme útil. Rosana ya había marchado con su hermana la noche del domingo, me llamó para decírmelo y para recordarme que teníamos que volver a vernos a su regreso. Acepté volver a verla con agrado y le deseé un feliz descanso durante esos días. A pesar de ser lunes el día no pudo ser mejor. Esa tarde tuvo lugar el nuevo brainstorming y mis ideas, por fin, calaron en todos los presentes. Luis nunca fue lo que se podría decir... mentalmente ágil y no pudo argumentar en contra de un modo improvisado, habría necesitado la hora de comer para preparar su ataque, pero justo a media mañana yo le dije que aún no tenía nada preparado de firme. A regañadientes aceptó mis propuestas y, sin duda, presionado por el resto de directivos que ya no estaban demasiado dispuestos a darle más vueltas a la campaña ante el riesgo de que el cliente se largase a una firma de la competencia.

Envalentonado por mi victoria y aprovechando los momentos bajos de Luis, decidí que esa misma noche pondría en marcha la primera parte del absurdo plan en el que pensé durante el fin de semana y que gracias a la información que me había brindado Rosana, haría de mi venganza un plato excelente. Podía llegar a tratarse, si todo salía bien... de “la putada perfecta”. Sólo era necesario orquestarlo correctamente y confiar en que Luis pusiese de su parte. De manera que esa madrugada... sonó su teléfono:

—¿Si?... ¿Si?... ¿Diga?

—Hola Luis.

—... ¿Quién diablos es? —Luis estaba más dormido que despierto.

—Luis soy yo ... perdona que te llame a estas horas.

—¿Tú? ... Pero tío... ¿Sabes que hora es? ¡Son las cuatro de la madrugada!... ¿Qué quieres a estas horas?

El tipo estaba empezando a cabrearse... sin duda lo último que él esperaba era una llamada mía de madrugada, y automáticamente se preocupó por Rosana.

—¿Ha pasado algo con Rosana?... ¿Te ha llamado?, ¿Sabes algo?... No te negaré que me jode esa... “amistad” que tenéis desde hace tiempo.

—No, cálmate... nada tiene que ver con Rosana, es sólo que ... a veces veo muertos —si vale... lo sé, es poco original y burdo, sacado de una peli de éxito, pero me pareció que la frase me venía bien en ese momento. Incluso reconozco que tuve que aparatarme del auricular debido a que se me escapó la risa.

—Que ves... ¿Qué? ... Joder tío... ¿Te has vuelto loco?

—Luis, espera... hay algo que no sabes. Se trata de algo de lo que jamás he hablado en la oficina con nadie, pero... me sucede algo sobrenatural ... me pasa desde que era pequeño.

Por desgracia no podía verle, pero seguro que ahí... suscité su atención. Oí como Luis se encendía un cigarrillo, el ruido de su mechero fue inequívoco y además... me lo confirmó un breve silencio y un posterior exhalar nervioso como si se desprendiese del humo que había albergado en sus pulmones tras una profunda calada. Le imaginé ya incorporado y sentado sobre su cama con el auricular del teléfono pegado a la oreja.

—A ver tío... sea lo que sea... ¿No me lo puedes contar dentro de un rato en la oficina?

—No, de veras que no... es por eso que te llamo ahora. Quizá... en unas horas ya sea demasiado tarde.

—¡Joder tío!... Me estás asustando... ¿Qué pasa?

—Luis... he visto como estabas conmigo, en mi habitación... ha sido esta misma noche. Luis... esta noche acabas de despedirte de mi. Temo que algo terrible te va a suceder durante esta semana.

Creo que pude incluso intuir como Luis cambiaba el auricular de oreja... le noté asustado. Cualquier otra persona me hubiese colgado el teléfono y al día siguiente yo estaría firmando mi liquidación y obligado a buscarme otro empleo, pero Luis... ese tipo era una auténtico ceporro, así que seguí con mi discurso surrealista, a decir verdad... yo mismo estaba sorprendiéndome de mi éxito.

—Trata de tener cuidado, por favor... no me he equivocado las veces que me han sucedido estas cosas. ¡Ah!... y una cosa más Luis... muchas gracias.

—¿Gracias?... ¿Por qué me das las gracias?

—Verás Luis... además de despedirte de mi, me has pedido perdón. Jamás pensé que llegases a hacer eso en vida, pero esta noche me has pedido perdón por las veces que te has apoderado de mis ideas, por las que has tirado por tierra aquellas de las que no te has podido adueñar... me has pedido que te perdonase para poder marchar en paz. Y yo... te he perdonado.

—A ver, a ver... escucha... me estás acojonando. ¿No habrás soñado todo eso?

—Lamento decirte que, por desgracia, no es la primera vez que me sucede algo así, de modo que no... no ha sido un sueño, te aseguro que ha sido tan real como si ambos hubiésemos estado juntos en mi habitación. Ahora tengo que dejarte, pero Luis... cuídate. ¿De acuerdo?

Colgué el teléfono y le imagine corriendo hacia el mueble del lavabo para tomarse algunos tranquilizantes con la tez blanca como el papel y con un sudor frío invadiendo su frente y su cogote. Moría de ganas de verle por la mañana siguiente en la oficina y de seguir con mi absurdo plan.

Pasé el resto de la noche, las tres horas anteriores a que mi despertador sonase a las siete en punto... pensando en lo inimaginable que sería hacer eso con otra persona que no fuese él, pero sin duda ... Rosana no exageró, el tipo estaba absolutamente convencido de la existencia de los poderes paranormales, hasta el punto... de que marcaban su conducta.

Por la mañana, llegué a la oficina a mi hora, pero algo más cansado de lo habitual ya que me resultó imposible conciliar el sueño después de la llamada. Había encontrado su talón de Aquiles, había dado con su punto débil, y Luis... un cerdo desaprensivo y el desalmado más grande que había parido madre, era en realidad... el gusano más vulnerable que habitaba el planeta. Estaba perdido.

Las 10:00 y el tipo sin aparecer... que extraño, era puntual en extremo, yo ya me había dirigido a su secretaria personal con la excusa de que necesitaba hablar con él y ella me había confirmado que no tenía ninguna reunión ni cita alguna esa mañana. ¿Dónde se habría metido? Además era de esos lameculos que si llegaba cinco minutos tarde llamaba a Nuria a recepción para decirle que se hallaba en un atasco y que informase a Gustavo, el director creativo, de que se retrasaría unos diez minutos. ¿Qué clase de gilipollas llama para avisar de un retraso de diez minutos? Pues bien... esa mañana no llamó, le pregunté también a Nuria por él y me dijo que no sabía absolutamente nada.

Me di una vuelta por la sala en la que se hallaban los dibujantes creativos. Estaban dando los últimos retoques a los layouts a color referentes a los eslóganes que escribí para la marca de prendas íntimas. Los tipos estaban haciendo un trabajo realmente sugerente, y la directora del departamento de medios estaba solicitando muestras urgentes para empezar a entrar en contacto con la productora que se encargaría de rodar el spot. Las 10:30 y nadie sabía nada de Luis. Decidí pasar por la máquina de cafés, prepararme un expreso y regresar a mi despacho, aún tenía material que reorganizar, cosas que hacer, y aunque mi ansiedad por tener cerca a mi víctima era grande, quizá si me sumergía en el desorden que normalmente había en mi mesa el tiempo pasaría más aprisa.

Sobre las 12:00, Gustavo abrió la puerta de mi despacho. Su rostro estaba desencajado. Se quedó ahí, parado... con medio cuerpo afuera y medio dentro del despacho y sujetando con su mano el pomo de la puerta. Estaba por decirme algo, pero su voz se entrecortaba y no terminaba de arrancar.

—¿Qué sucede Gustavo?... ¿Pasa algo? —Pregunté.

—Dios mío —consiguió arrancar—... ¿Te has enterado de lo de Luis?

—¿Luis?... ¿Qué ha pasado con Luis?

—Ha sufrido un accidente... ha sido atropellado por un coche a la salida del metro de Paseo de Gracia. Parece ser que ha cruzado con el semáforo peatonal en rojo y un tipo en su vehículo se lo ha llevado por delante.

Solté los papeles que tenía en mi mano y me puse en pie como impulsado por un resorte. Se me heló la sangre en las venas, noté como mis sienes apretaban mi cabeza hasta entumecer mi cerebro, me costó tragar saliva e incluso percibí un ligero temblor por todo mi cuerpo... tuve que agarrarme a la esquina de la mesa para no caer.

—Pero... ¿Él está bien?

—No... no está bien... ha muerto en el acto. Cuando ha llegado la ambulancia ya no había nada que hacer. Por cierto... ¿Puedes darle tú la noticia a Rosana? Nuria está tratando de dar con ella, pero no la localiza.

—Descuida Gustavo... sé donde está, así que yo la aviso.

—Gracias —dijo Gustavo—. Lamento de veras que te toque la parte más dura de todo esto, pero por tu amistad con ella...

Rosana regresó de inmediato para ocuparse personalmente de todo lo relativo al funeral. Estuvo destrozada durante varias semanas y yo permanecí a su lado durante todo ese tiempo. Curiosamente y después de todo lo que ella me contó y de saber cómo habían transcurrido los hechos, mi ... “putada perfecta”, pasó a convertirse en “el crimen perfecto”.

Parece ser que la madrugada anterior al accidente, Luis se había tomado bastantes tranquilizantes porque había sufrido un ataque de ansiedad durante la noche. Esa misma mañana no cogió su automóvil por “alguna extraña razón” y decidió ir a la oficina en metro y allí –según declaró al conductor de la ambulancia, una anciana que realizó el mismo recorrido en metro que él- le sobrevino un nuevo ataque de ansiedad que le obligó a salir del vagón y bajar en Paseo de Gracia, en lugar de en Diagonal como hubiese sido lo lógico. Alterado y sofocado salió a la calle y se encontró de narices con el fatal desenlace.

A todas luces eso me convertía en el único culpable de todo aquello, pero debo reconocer ... que el sentimiento de culpabilidad era nulo. Quizá si las cosas hubiesen ido de otro modo, si mi vida hubiese dado un giro negativo tras ese lamentable suceso mi reacción hubiese sido distinta, pero ... a día de hoy, seis meses más tarde de lo sucedido; me he instalado en casa de Luis, una casa estupenda, grande y perfectamente decorada, comparto mi vida con Rosana. Demasiado pronto quizá... ya que las cenizas de Luis aún no deben haber sido completamente desperdigadas por el viento de tramontana de la playa de Cadaqués por donde fueron esparcidas, pero ni Rosana ni yo forzamos las cosas, la situación se dio así y ninguno de los dos hicimos tampoco nada por evitarlo. A los pocos días del accidente el comité de la agencia decidió darme a mi el puesto de jefe de sección que Luis ocupaba y percibir por ello un sueldo nada despreciable. Me trasladé a su despacho, llevé allí mis cosas y ahora es mi despacho... su casa es mi casa, su trabajo es mi trabajo y su mujer es mi mujer. Quizá existe alguna justicia divina que ha sido la encargada de propiciar todo eso, aunque lo dudo... Cuando íntimamente me encuentro sentado en el sillón de su sala ... mi sala de estar, leyendo la prensa, o cuando hago el amor con Rosana, noto dibujada una malvada sonrisa en mis labios, siento un perverso placer que recorre mi espinazo, y me reconforta saber que el diablo se ha puesto de mi parte y que una broma inocente dirigida a un auténtico estúpido sirvió para lograr mi absoluta felicidad. Si mi acto merece algún castigo ya pagaré por ello en el infierno.

Ahora mi vida es perfecta. Tan sólo, de vez en cuando... algo la perturba y no es más que la insistente manía de Gustavo en tocarme los cojones a todo momento con los malditos presupuestos y calendarios de producción.

—Gustavo —le digo—. Yo soy escritor, así que déjate de chorradas que estoy trabajando en una nueva campaña.

—¡Muy bien!... escritor y lo que tú quieras, pero necesito esos presupuestos para esta tarde, así que deja esa mierda que estás haciendo y ponte inmediatamente con ellos!

Esas son las palabras habituales de Gustavo, el director creativo, para disuadirme de la idea de seguir en mi empeño de querer escribir en el puesto que ahora ocupo. El muy canalla.

Todo el mundo tiene un talón de Aquiles, de modo que Gustavo no puede ser ni distinto ni de otro modo que los demás, sin duda él tiene un punto débil, y a partir de hoy ... me centraré en buscarlo hasta dar con él.