martes

EL NEGRO ALBINO

El único sonido perceptible era el goteo intermitente de una ducha mal cerrada. Del techo colgaba una triste bombilla cuya tenue luz proyectaba sobre la pared las sombras de los escasos muebles que habían en el vestuario: una taquilla de aluminio, un par de sillas, la pica del lavabo coronada por un espejo y la camilla sobre la cual me hallaba sentado. Mis pies no tocaban suelo y alternos el uno con respecto al otro dibujaban un mecánico y acompasado vaivén. Aún llevaba puesto mi albornoz de raso rojo y en la espalda, estampadas en azul marino, las letras de mi nombre de guerra. “El Negro Albino”. Curioso que a “Tundero Joe” se le ocurriese ese nombre para mi, pero según él, y a pesar del color más bien lechoso de mi piel, mi forma de boxear le recordaba a la del gran “Sugar Ray”. Sobre mis muslos descansaban mis brazos y mi mirada andaba perdida entre los vendajes que aún cubrían mis manos entrelazadas. Yo diría que se podían contar por cientos las gotas de sudor que se acumulaban en mi frente, de vez en cuando alguna de ellas iniciaba un lento descenso y a su paso se unía a otras formando una gota mayor que aumentaba su velocidad y se deslizaba por mi nariz hasta que finalmente caía sobre la amarillenta toalla que tenía en mi regazo.

El olor a linimiento permanecía aún en la estancia y me hacía rememorar con satisfacción lo que había sido la pelea de esa velada. Haría poco más de una hora que Tundero y yo habíamos estado juntos en ese mismo vestuario disponiendo los últimos detalles del combate.

—Y no lo olvides negro: pegas y te apartas, pegas y te apartas, pegas y te apartas— me sugería el viejo a la vez que dibujaba fintas y Jabs en el aire.

—Descuida, se cómo tratar a ese crío.

—¡Maldita sea! Eso es lo malo, él es un crío y tu un anciano. Aún ignoro cómo hemos aceptado esta pelea, pero da igual, aquí estamos, así que vamos a echarle huevos— el viejo seguía instruyéndome y untando vaselina en mis pómulos, en mis sienes y en los costados de mi nariz—. Trata de no caer en su juego, no le cedas el centro del ring. No te dejes llevar a una esquina. Apenas tienes fondo, mantén la distancia y ni se te ocurra entrar a un intercambio de golpes. Haz el favor de ser listo, ya no tienes veinte años —esos consejos de Tundero venían, casi siempre, acompañados de rítmicos golpecitos que con sus dedos índice y corazón estampaba sobre mi cocorota en un intento de grabarlos en mi sesera; proseguía—. Así que ya sabes: pegas y te apartas, pegas y te apartas, pegas y te apartas. ¿Me has entendido negro?

—Te he entendido viejo, perfectamente.

—¡Me has entendido!— gritó una vez más clavando sus ojos en los míos y remostando su nariz en mi nariz.

Dos narices destrozadas eran el símbolo inequívoco de que ambos estábamos curtidos en eso de partirnos la cara por los rings. Tundero fue una estrella en su época, e incluso llegó a disputarle el título de campeón del mundo de los pesos medios a “Douglas Submachine Gun”. El combate tuvo lugar en Inglaterra y pese a que Tundero se alzó con la victoria, su triunfo no fue reconocido por la asociación. El viejo nunca habla de ello, pero la leyenda cuenta que fue expulsado del Reino Unido sin su merecido título ya que durante las noches londinenses mantuvo algo más que un flirteo con una dama muy importante de la realeza británica. A su regreso a Cuba se le dio la espalda, se le cancelaron varias peleas y decidió echar mano de sus ahorros, venirse a Barcelona, y abrir un gimnasio en el que entrenar a futuras promesas.

Yo fui uno de sus gladiadores favoritos durante unos siete años. Le di varias satisfacciones y acumulé algunos premios en la vitrina de su despacho, pero según él, la edad y los golpes estaban empezando a pasarme factura, total: la nariz rota innumerables veces, tres muelas voladas, derrame de líquido sinovial en nudillos y muñecas, costillas fisuradas y una fractura en los huesos de mi mano izquierda. Una izquierda que en su día fue un martillo y que ahora sólo servía para mantener a distancia a mi rival. Pero... ¿Qué es eso? Nada para alguien acostumbrado a dirigirse hacia el dolor en lugar de huir de él. Prueba de ello había sido esa última pelea, la de esa misma noche en la que mis viejos y quebrados huesos habían sabido aguantar los doce interminables asaltos. Ni tan solo en los descansos rocé el taburete con mis posaderas. Mi rival, “El Turco” mordió la lona por dos veces y en una de ellas tuvo que andar a gatas y desorientado en busca de su protector bucal. Entre los asaltos séptimo y octavo no fue capaz ni de oír la campana y el árbitro tuvo que sacarlo del ring mientras él lanzaba manotazos al aire sin saber ni dónde estaba. El público se había puesto en pie vitoreando mi nombre en una velada memorable.

No obstante, ya era hora de plantearse una digna retirada al terminar esa temporada. Era algo que aún tenía que decidir, los combates iban muy bien para pagar facturas y llevar un buen dinero para mi mujer y los niños. Si aceptase el puesto en el gimnasio como entrenador dudo que sacase una cuarta parte.

Salí de golpe de mis pensamientos al oír la puerta del vestuario y me giré en dirección a ella. Tundero acababa de entrar y se acercaba hacia mi con la mirada rastreando el suelo, el ceño fruncido y los puños apretados.

—¡Mierda negro! Que injusto. Has machacado a ese mequetrefe.

—Lo sé viejo, estoy satisfecho de veras.

—¿Satisfecho? Nos acaban de robar un combate y estás... ¿Satisfecho? — Tundero se me acercaba buscando mi mirada y tratando de comprobar que no estaba sonado—. Hijo, a ver si te enteras. Has perdido ese combate. ¿Me oyes? —me lo repitió una vez más y elevando el tono de voz—. Hijo... ¡Has perdido!

—Vamos hombre, ese turco ha peleado muy bien. Ha tenido sus momentos bajos, pero ha remontado al final y se ha partido el alma por hacer una pelea limpia y honesta.

Tundero abrió la taquilla y sacó una botella de Brandy, se dirigió hacia la pica del lavabo y cogió un vaso roñoso que había boca abajo. Dándome la espalda se fue hacia la puerta dispuesto a abandonar el vestuario mientras seguía con su discurso.

—De veras negro que no te entiendo. Ahí estás con esa sonrisa estúpida y tan feliz. Entérate, ¡has perdido!

Cerró la puerta de golpe y se largó. Oí como sus juramentos se alejaban con él hasta que terminaron siendo imperceptibles y mientras, yo permanecí por un rato más sentado en la camilla.

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