La imagen que acompaña a esta entrada se trata del fruto de una vieja afición de este insomne que agradece vuestras visitas, vuestros comentarios y vuestros mails.
Dicha afición consiste en coleccionar todo tipo de objetos de los años 60 y 70; años en los que tuvo lugar mi infancia y mi adolescencia. Años felices que he querido rememorar en un nuevo blog, no sólo para dejar constancia de ésos objetos y de esa época, sino para proporcionar a mis hijos algunos recuerdos de aquellas cosas que formaron parte de la etapa por la que ellos están atravesando en la actualidad.
Se trata; casi como quien dice, de un álbum de fotos audiovisual que espero les guste a ellos y a aquellos de vosotros que queráis daros una vuelta por la nostalgia del pasado.
El link es el siguiente: http://setenta-s.blogspot.com
Ni que decir tiene que seréis muy bienvenidos ;-)
Para nada significa el final de los relatos del insomne parlante, sólo que a veces... diversificarse un poco va bien para rejuvenecer el espíritu. Y que mejor modo que reencontrarse con la juventud propia que el de regocijarse en los recuerdos del pasado y disfrutar del presente dejando un modesto y pequeño legado de futuro.
Os espero de veras. Seguro que notaréis de nuevo los sabores y los olores de esos tiempos de pantalón corto y de pan con chocolate ;-)
domingo
miércoles
RUTA 66
Mi bisabuela Rosario (Rosario Valadorch) era mestiza, una caprichosa mezcla entre madre española y padre Navajo. De ello dará fe algún día mi prima Susana cuando encuentre la documentación que anda buscando al respecto. En realidad, no hay más que verla a ella (a mi prima) para constatar nuestras raíces; es india de pura cepa: morena de piel, cabello negro, e incluso, en ocasiones se hace una trenza. Yo en cambio, he salido más bien paliducho y de pelo claro, pero bueno... la sangre está ahí, por algún lugar en mis venas.
Llevo algunos años fantaseando con la idea de realizar un viaje y ver con mis propios ojos esos lugares a los que llegaron los primeros colonos del salvaje Oeste americano, que para más datos... fueron españoles. Al parecer, se cruzaron en el estado de Colorado con los indios Navajo, que a su vez, habían migrado poco a poco desde tierras Canadienses. Tuvieron algunas trifulcas al principio, no hay que olvidar que por aquellos tiempos, los españoles no iban precisamente en son de paz, pero aprendieron a convivir juntos e incluso intercambiaron varios aspectos culturales. Los españoles les enseñaron a cuidar ganado, de modo que los Navajo pasaron de ser nómadas a establecerse en esa zona compartida con otra tribu india llamada Pueblo.
Como ya es sabido, la invasión blanca en tierras americanas provocó numerosos incidentes y una interminable expansión de rostros pálidos que terminaron haciéndose con la zona y confinando a los pieles rojas en reservas donde el alcoholismo creó y continúa creando estragos.
Curiosamente, y pese a su anterior forma de vida pacífica y nómada, los Navajo fueron los indios que más ferozmente defendieron su territorio y la última tribu en ser sometida por los blancos en el año 1864, concretamente por las tropas de la Unión comandadas por el general Kit Carson.
En aquel periodo algunos españoles abandonaron las tierras norteamericanas acompañados de algunos Navajo. Regresaron a España pasando por México y finalmente se establecieron en tierras aragonesas. Posiblemente ahí se inició la singladura de mi bisabuela Rosario, portadora de esas gotas de inestimable sangre roja que honra a mi familia materna.
Como decía, fantaseaba con la idea de un viaje a territorio Navajo desde hace un tiempo, y finalmente, este año... se hará realidad. El día 9 del próximo mes de Agosto, parto rumbo a Chicago, ciudad que será el inicio de un viaje de 22 días que posiblemente terminarán siendo más. Recorreré toda la Ruta 66 a lomos de un Chevrolet Uplander que me llevará -al más extremo galope- hasta las tierras de mis antepasados, lugar donde podré disfrutar de los paisajes del Cañón del Colorado, para continuar hasta Los Angeles y sumergirme en las aguas de las playas de Santa Mónica.
En Monumental Valley me subiré a la cima de una de sus montañas, me drogaré hasta la catarsis, encenderé una hoguera y esperaré la llegada de mis ancestros. Tengo muchas preguntas que sin duda, tendrán a bien responderme.
Entonaré la plegaria Navajo para demostrarles que no he andado perdiendo el tiempo y con la puesta de sol continuaré mi rumbo a través del Oeste.
“No te detengas en mi tumba a llorar no estoy allí.
Soy ahora una de las brisas que soplan.
Soy el brillo del diamante en la nieve.
Soy la luz del sol en el grano maduro y soy la suave lluvia del otoño.
Cuándo te despierte en la mañana una ráfaga de aire.
Soy yo.
Soy yo la gentil brisa que se levanta en círculos con el vuelo reposado de los pájaros.
Soy una de las tenues estrellas que brillan en la noche.
No te detengas en mi tumba a llorar. No estoy allí. No he muerto”.
No prometo nada, pero trataré de montar alguna especie de blog “On the Road” para informar de los periplos de este viaje.
En cualquier caso... en agosto que nadie me busque. Estaré felizmente perdido y seré esa sombra que cabalgará por las montañas rocosas.
Ahí va el temazo rebelde y salvaje por excelencia:
Llevo algunos años fantaseando con la idea de realizar un viaje y ver con mis propios ojos esos lugares a los que llegaron los primeros colonos del salvaje Oeste americano, que para más datos... fueron españoles. Al parecer, se cruzaron en el estado de Colorado con los indios Navajo, que a su vez, habían migrado poco a poco desde tierras Canadienses. Tuvieron algunas trifulcas al principio, no hay que olvidar que por aquellos tiempos, los españoles no iban precisamente en son de paz, pero aprendieron a convivir juntos e incluso intercambiaron varios aspectos culturales. Los españoles les enseñaron a cuidar ganado, de modo que los Navajo pasaron de ser nómadas a establecerse en esa zona compartida con otra tribu india llamada Pueblo.
Como ya es sabido, la invasión blanca en tierras americanas provocó numerosos incidentes y una interminable expansión de rostros pálidos que terminaron haciéndose con la zona y confinando a los pieles rojas en reservas donde el alcoholismo creó y continúa creando estragos.
Curiosamente, y pese a su anterior forma de vida pacífica y nómada, los Navajo fueron los indios que más ferozmente defendieron su territorio y la última tribu en ser sometida por los blancos en el año 1864, concretamente por las tropas de la Unión comandadas por el general Kit Carson.
En aquel periodo algunos españoles abandonaron las tierras norteamericanas acompañados de algunos Navajo. Regresaron a España pasando por México y finalmente se establecieron en tierras aragonesas. Posiblemente ahí se inició la singladura de mi bisabuela Rosario, portadora de esas gotas de inestimable sangre roja que honra a mi familia materna.
Como decía, fantaseaba con la idea de un viaje a territorio Navajo desde hace un tiempo, y finalmente, este año... se hará realidad. El día 9 del próximo mes de Agosto, parto rumbo a Chicago, ciudad que será el inicio de un viaje de 22 días que posiblemente terminarán siendo más. Recorreré toda la Ruta 66 a lomos de un Chevrolet Uplander que me llevará -al más extremo galope- hasta las tierras de mis antepasados, lugar donde podré disfrutar de los paisajes del Cañón del Colorado, para continuar hasta Los Angeles y sumergirme en las aguas de las playas de Santa Mónica.
En Monumental Valley me subiré a la cima de una de sus montañas, me drogaré hasta la catarsis, encenderé una hoguera y esperaré la llegada de mis ancestros. Tengo muchas preguntas que sin duda, tendrán a bien responderme.
Entonaré la plegaria Navajo para demostrarles que no he andado perdiendo el tiempo y con la puesta de sol continuaré mi rumbo a través del Oeste.
“No te detengas en mi tumba a llorar no estoy allí.
Soy ahora una de las brisas que soplan.
Soy el brillo del diamante en la nieve.
Soy la luz del sol en el grano maduro y soy la suave lluvia del otoño.
Cuándo te despierte en la mañana una ráfaga de aire.
Soy yo.
Soy yo la gentil brisa que se levanta en círculos con el vuelo reposado de los pájaros.
Soy una de las tenues estrellas que brillan en la noche.
No te detengas en mi tumba a llorar. No estoy allí. No he muerto”.
No prometo nada, pero trataré de montar alguna especie de blog “On the Road” para informar de los periplos de este viaje.
En cualquier caso... en agosto que nadie me busque. Estaré felizmente perdido y seré esa sombra que cabalgará por las montañas rocosas.
Ahí va el temazo rebelde y salvaje por excelencia:
sábado
PAJILLEROS "DE IZQUIERDAS"
Hace ya tiempo elaboré una teoría; teoría propia de una mente insomne y enferma como la mía, pero... teoría al fin.
La teoría se basa en la idea de que, en la actualidad, los hombres, nos hacemos las pajas con la mano izquierda, amén de los zurdos que lo han hecho así siempre y no han notado sustancialmente ningún cambio al respecto, y a excepción clara de un primo mío que me declaró, que por cuestiones de descomunal tamaño él, siempre se las había hecho a dos manos. Pero excepciones al margen... A qué se debe el cambio en los pajilleros (anteriormente) diestros?
Tras un laborioso sondeo realizado entre amigos, conocidos y allegados varones, el resultado ha sido que el 90% de los encuestados reconocen pelársela con la izquierda desde mediados de los años 90, cuando antes, lo hacían siempre con la derecha. El 10% restante... no saben, no contestan (sin duda esos son los peores por no reconocer o no hablar de algo natural. A saber que mierdas de vicios tienen).
Trataré de exponer el motivo en un orden cronológico, de manera que quede clara esta faceta de la evolución antropológica del hombre y de por qué el cambio de mano en esta actividad concreta.
En nuestra preadolescencia (esto va para los cuarentones, y esa preadolescencia se sitúa en los años 70), el candor infantil, mezclado con la ingenuidad y con esa parte poética y romántica que acompaña a todo joven, nos hacía recordar en la intimidad de nuestra alcoba a esa compañera de clase, a esa vecina, o incluso... a esa profesora, y nos sumía en un juego en el que la imaginación de un momento de intimidad con la aludida, era la protagonista de nuestra fantasía sexual de turno. Con ello me refiero a que “la protagonista” era precisamente esa imaginación y esa fantasía, no la hembra en cuestión, ya que... no nos engañemos, podíamos repetir con algunas, pero la masturbación ha sido siempre tan profiláctica y tan aséptica que el cambio de pareja constante y la promiscuidad nunca fue, para ninguno, el menor problema.
Algún día, uno de nuestros compañeros (de los del grupo) descubría en el armario de sus padres unas fascinantes revistas en las que aparecían mujeres que mostraban su cuerpo desnudo y en posturas sugerentes. El siguiente paso era el de contarlo al resto de la manada de salidos, e incluso, en un momento dado, llevar una de esas revistas a clase de modo clandestino para que el resto, extasiados ante la visión de semejantes turgencias corriésemos a registrar los armarios de casa en busca de un ejemplar en el que apareciesen, como normalmente las llamábamos, “tías en bolas”.
Muchos eran los afortunados que tenían unos padres con revistas ocultas; los mismos padres que algún fin de semana nos dejaban al cuidado de los abuelos y se iban con unos matrimonios amigos “de excursión”, pero... Solos? Siempre habían ido de excursión con nosotros. Por qué ahora nos dejaban con los abuelos? Por qué no podíamos ir con ellos a Perpignan?!!
El caso era que sin comerlo ni beberlo, dejamos de gastarnos nuestras míseras pagas semanales en Coca-Colas y ganchitos. Dejamos de invitar a las amigas a un batido de chocolate en el Mac Donald’s; total... sólo eran chicas a las que en realidad les gustaban los chicos mayores, así que dejamos de hacer los primos con ellas e invertíamos nuestra paga en comprar en los kioscos revistas de tías en bolas. Los cuartos de baño de nuestras casas se convirtieron en territorio apache; sentados en el retrete con los pantalones y los calzones a la altura de los tobillos, la revista en el suelo abierta en la página más “guarra” y entreteniéndonos el rabo con nuestra mano derecha hasta llegar a la extenuación, sordos ante los gritos de nuestros padres que incansablemente nos pedían paso, o bien porque estaban intrigados por nuestra constante permanencia dentro del W.C., o bien porque sus vejigas estaban a punto de reventar.
Curiosamente, los fantasmas y monstruos que habían habitado debajo de nuestras camas en la infancia se fueron, se largaron para siempre y dejaron espacio para un montón de revistas de páginas de papel couché y repletas de fotografías en las que generosas hembras mostraban sus encantos. Auténticas abanderadas de la más honesta de las ONGS que brindaban sus cuerpos desnudos en favor de todos los adolescentes necesitados que babeantes y con los rostros llenos de acné, asíamos con la destreza de nuestra mano derecha aquellos miembros que explotaban al poco rato de un compulsivo meneo.
Los 80 marcaron un antes y un después. La llegada del video a nuestros hogares supuso la primera revolución "masturbil". El papel couché pasó a un segundo plano ya que en las películas que podíamos ver en nuestros videos caseros, el efecto audiovisual y la posibilidad de rebobinar y saltarse las escasas escenas de diálogo, nos mostraban a esas diosas del porno como mujeres vivas que se movían, jadeaban y que recibían eyaculaciones en diversas partes de su cuerpo con aquella satisfacción tan natural que nos dejaba “muertos”. Ninguna de las chicas que conocíamos, ninguna con la que ya habíamos mantenido alguna relación, recibía nuestro semen con tanta necesidad, ni como si se tratase de maná divino. Todos deseamos meter a alguna que otra Ginger Lynn en nuestras vidas, pero joder!... sólo dábamos con chicas ”normales”.
Estar a solas en casa, con el salón en penumbra, esparramados en el sofá y nuevamente, con lo pantalones y los calzones a la altura de los tobillos, era toda una experiencia sublime. La diferencia era que en lugar de agacharnos a pasar las hojas con la mano izquierda, en esa misma mano sosteníamos el mando a distancia y gozábamos de la posibilidad de “saborear” algunas de las escenas a cámara lenta.
Pero llegaron los 90, y con ellos el cambio total y evolutivo de la especie humana. Más concretamente de los machos, debido a que las hembras –por lo general, siguen utilizando la imaginación para sus fantasías sexuales a excepción de casos contados. Podríamos decir que el estímulo visual es más primario, en definitiva; más de hombres- Con los 90 llegaron a nuestros hogares los ordenadores personales (hasta ahí bien), pero con ellos, llegó el ratón, el “mouse”. Un maravilloso y pequeño cachivache que nos permite “tocar” la pantalla, hacerla interactiva y gozar de lo mucho que nos ofrece internet a la simple distancia de unos pocos “clic”.
Esa interacción que nos ofrece el ratón nos empezó a resultar más cómoda con la mano derecha, de modo que la mano que antes utilizábamos para el noble arte de la paja, empezamos a utilizarla para la navegación, mientras que con la izquierda nos la entreteníamos tan ricamente. Por suerte, para eso... todos somos ambidiestros.
El fenómeno paja-PC, o paja-MAC (para los más pijos), fue creciendo con la aparición de los chats y las webcams. Teclear mensajes y establecer diálogos obscenos con alguna internauta necesitada de nuestros mismos afectos, resultaba más fácil con la derecha. Escribir con la izquierda hubiese sido un terror, de modo que la recién nacida costumbre de manipularse el miembro con la izquierda empezó a cobrar su máxima expresión.
A saber que nos depara el futuro, pero a mi entender, y dados los resultados de este trabajo de investigación, será necesario otro cambio importante y definitivo, para que nuevamente, la mano derecha, sea la artífice directa de nuestras pajas.
La teoría se basa en la idea de que, en la actualidad, los hombres, nos hacemos las pajas con la mano izquierda, amén de los zurdos que lo han hecho así siempre y no han notado sustancialmente ningún cambio al respecto, y a excepción clara de un primo mío que me declaró, que por cuestiones de descomunal tamaño él, siempre se las había hecho a dos manos. Pero excepciones al margen... A qué se debe el cambio en los pajilleros (anteriormente) diestros?
Tras un laborioso sondeo realizado entre amigos, conocidos y allegados varones, el resultado ha sido que el 90% de los encuestados reconocen pelársela con la izquierda desde mediados de los años 90, cuando antes, lo hacían siempre con la derecha. El 10% restante... no saben, no contestan (sin duda esos son los peores por no reconocer o no hablar de algo natural. A saber que mierdas de vicios tienen).
Trataré de exponer el motivo en un orden cronológico, de manera que quede clara esta faceta de la evolución antropológica del hombre y de por qué el cambio de mano en esta actividad concreta.
En nuestra preadolescencia (esto va para los cuarentones, y esa preadolescencia se sitúa en los años 70), el candor infantil, mezclado con la ingenuidad y con esa parte poética y romántica que acompaña a todo joven, nos hacía recordar en la intimidad de nuestra alcoba a esa compañera de clase, a esa vecina, o incluso... a esa profesora, y nos sumía en un juego en el que la imaginación de un momento de intimidad con la aludida, era la protagonista de nuestra fantasía sexual de turno. Con ello me refiero a que “la protagonista” era precisamente esa imaginación y esa fantasía, no la hembra en cuestión, ya que... no nos engañemos, podíamos repetir con algunas, pero la masturbación ha sido siempre tan profiláctica y tan aséptica que el cambio de pareja constante y la promiscuidad nunca fue, para ninguno, el menor problema.
Algún día, uno de nuestros compañeros (de los del grupo) descubría en el armario de sus padres unas fascinantes revistas en las que aparecían mujeres que mostraban su cuerpo desnudo y en posturas sugerentes. El siguiente paso era el de contarlo al resto de la manada de salidos, e incluso, en un momento dado, llevar una de esas revistas a clase de modo clandestino para que el resto, extasiados ante la visión de semejantes turgencias corriésemos a registrar los armarios de casa en busca de un ejemplar en el que apareciesen, como normalmente las llamábamos, “tías en bolas”.
Muchos eran los afortunados que tenían unos padres con revistas ocultas; los mismos padres que algún fin de semana nos dejaban al cuidado de los abuelos y se iban con unos matrimonios amigos “de excursión”, pero... Solos? Siempre habían ido de excursión con nosotros. Por qué ahora nos dejaban con los abuelos? Por qué no podíamos ir con ellos a Perpignan?!!
El caso era que sin comerlo ni beberlo, dejamos de gastarnos nuestras míseras pagas semanales en Coca-Colas y ganchitos. Dejamos de invitar a las amigas a un batido de chocolate en el Mac Donald’s; total... sólo eran chicas a las que en realidad les gustaban los chicos mayores, así que dejamos de hacer los primos con ellas e invertíamos nuestra paga en comprar en los kioscos revistas de tías en bolas. Los cuartos de baño de nuestras casas se convirtieron en territorio apache; sentados en el retrete con los pantalones y los calzones a la altura de los tobillos, la revista en el suelo abierta en la página más “guarra” y entreteniéndonos el rabo con nuestra mano derecha hasta llegar a la extenuación, sordos ante los gritos de nuestros padres que incansablemente nos pedían paso, o bien porque estaban intrigados por nuestra constante permanencia dentro del W.C., o bien porque sus vejigas estaban a punto de reventar.
Curiosamente, los fantasmas y monstruos que habían habitado debajo de nuestras camas en la infancia se fueron, se largaron para siempre y dejaron espacio para un montón de revistas de páginas de papel couché y repletas de fotografías en las que generosas hembras mostraban sus encantos. Auténticas abanderadas de la más honesta de las ONGS que brindaban sus cuerpos desnudos en favor de todos los adolescentes necesitados que babeantes y con los rostros llenos de acné, asíamos con la destreza de nuestra mano derecha aquellos miembros que explotaban al poco rato de un compulsivo meneo.
Los 80 marcaron un antes y un después. La llegada del video a nuestros hogares supuso la primera revolución "masturbil". El papel couché pasó a un segundo plano ya que en las películas que podíamos ver en nuestros videos caseros, el efecto audiovisual y la posibilidad de rebobinar y saltarse las escasas escenas de diálogo, nos mostraban a esas diosas del porno como mujeres vivas que se movían, jadeaban y que recibían eyaculaciones en diversas partes de su cuerpo con aquella satisfacción tan natural que nos dejaba “muertos”. Ninguna de las chicas que conocíamos, ninguna con la que ya habíamos mantenido alguna relación, recibía nuestro semen con tanta necesidad, ni como si se tratase de maná divino. Todos deseamos meter a alguna que otra Ginger Lynn en nuestras vidas, pero joder!... sólo dábamos con chicas ”normales”.
Estar a solas en casa, con el salón en penumbra, esparramados en el sofá y nuevamente, con lo pantalones y los calzones a la altura de los tobillos, era toda una experiencia sublime. La diferencia era que en lugar de agacharnos a pasar las hojas con la mano izquierda, en esa misma mano sosteníamos el mando a distancia y gozábamos de la posibilidad de “saborear” algunas de las escenas a cámara lenta.
Pero llegaron los 90, y con ellos el cambio total y evolutivo de la especie humana. Más concretamente de los machos, debido a que las hembras –por lo general, siguen utilizando la imaginación para sus fantasías sexuales a excepción de casos contados. Podríamos decir que el estímulo visual es más primario, en definitiva; más de hombres- Con los 90 llegaron a nuestros hogares los ordenadores personales (hasta ahí bien), pero con ellos, llegó el ratón, el “mouse”. Un maravilloso y pequeño cachivache que nos permite “tocar” la pantalla, hacerla interactiva y gozar de lo mucho que nos ofrece internet a la simple distancia de unos pocos “clic”.
Esa interacción que nos ofrece el ratón nos empezó a resultar más cómoda con la mano derecha, de modo que la mano que antes utilizábamos para el noble arte de la paja, empezamos a utilizarla para la navegación, mientras que con la izquierda nos la entreteníamos tan ricamente. Por suerte, para eso... todos somos ambidiestros.
El fenómeno paja-PC, o paja-MAC (para los más pijos), fue creciendo con la aparición de los chats y las webcams. Teclear mensajes y establecer diálogos obscenos con alguna internauta necesitada de nuestros mismos afectos, resultaba más fácil con la derecha. Escribir con la izquierda hubiese sido un terror, de modo que la recién nacida costumbre de manipularse el miembro con la izquierda empezó a cobrar su máxima expresión.
A saber que nos depara el futuro, pero a mi entender, y dados los resultados de este trabajo de investigación, será necesario otro cambio importante y definitivo, para que nuevamente, la mano derecha, sea la artífice directa de nuestras pajas.
Para terminar. Con “ellas” también he hablado y he efectuado el sondeo, pero... permítanme que no de resultados. Es poco caballeroso hablar de lo que las mujeres le cuentan a uno al respecto de según que prácticas y que temas ;-)
Por primera vez (y posiblemente, no la última), me permito dejarles en este post un archivo de audio. Se trata de un tema de 1965 titulado "I Feel Good" del gran James Brown. Qué mejor sensación para el tema del post, que la de... sentirse bien?
jueves
La crisis, el pretexto para revolcarse por el lodo
Que en Occidente hablemos de crisis me parece, poco menos, que un insulto a la inteligencia.
Qué crisis? Acaso vivimos en chozas, se nos comen las moscas, o no tenemos para comer nada más que tortas de trigo?
Para la mayoría de nosotros, la crisis se traduce en tenernos que comprar “el último modelito” en un mercadillo en lugar de hacerlo en Dolce & Gabbana, Pero además, sabemos que eso sólo es temporal, nos consta que tarde o temprano la situación volverá a la normalidad, que muchos -de los hoy parados- encontrarán nuevos puestos de trabajo y que poco a poco se reestablecerá ese ansiado “equilibrio”.
Este insomne poco más tiene que añadir a lo que, en su día, dijo Albert Einstein. Permitidme que cite sus palabras y, a partir de ahí, saquemos cada uno nuestras propias conclusiones.
“No pretendamos que las cosas cambien, si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar “superado”.
Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias, violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones. La verdadera crisis, es la crisis de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones. Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia. Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto, trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla”.
Albert Einstein
Qué crisis? Acaso vivimos en chozas, se nos comen las moscas, o no tenemos para comer nada más que tortas de trigo?
Para la mayoría de nosotros, la crisis se traduce en tenernos que comprar “el último modelito” en un mercadillo en lugar de hacerlo en Dolce & Gabbana, Pero además, sabemos que eso sólo es temporal, nos consta que tarde o temprano la situación volverá a la normalidad, que muchos -de los hoy parados- encontrarán nuevos puestos de trabajo y que poco a poco se reestablecerá ese ansiado “equilibrio”.
Este insomne poco más tiene que añadir a lo que, en su día, dijo Albert Einstein. Permitidme que cite sus palabras y, a partir de ahí, saquemos cada uno nuestras propias conclusiones.
“No pretendamos que las cosas cambien, si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar “superado”.
Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias, violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones. La verdadera crisis, es la crisis de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones. Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia. Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto, trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla”.
Albert Einstein
¿CÓMO ESCOGER UNA BUENA NOVELA?
Hay quien lo tiene muy claro, y cuando quiere leer alguna novela acude de inmediato a su librería habitual, selecciona su autor, su colección o editorial preferidas, y adquiere un libro que le saciará su sed de lectura durante un periodo de tiempo determinado. En esta vida, siempre hay alguien, que sobre algo, lo que sea... lo tiene todo muy claro.
La gran mayoría de los mortales, sin embargo, tenemos dudas, incertidumbres, y somos más indecisos a la hora de hacer según que cosas o de tomar ciertas decisiones. Por eso, es importante, a la hora de adquirir un buen libro –concretamente una novela-, seguir las siguientes pautas que nos ayudarán a no perder el tiempo ni a tirar por la borda un puñado de euros.
1.- Seleccionar entre autores muertos:
Se supone que si un autor lleva muerto un tiempo determinado, y aún y así, siguen reeditando su obra, será porque tiene algo interesante que contar en alguna de sus novelas (y seguro que sólo en alguna... no en todas). De modo que dejemos al lado a los vivos, que sigan escribiendo y cuando se mueran... ya veremos.
2.- Seleccionar el formato:
De entrada hay que tener presente que cualquier novela que sobrepase las 150 páginas, es sin duda alguna, un auténtico peñazo. Cualquier autor “moderno” (por más que lleve muerto un tiempo), sabe que la gente normal suele tener prisa y poco tiempo para solazarse y disfrutar de un tiempo de ocio razonable. De modo que, un tarado que escriba una novela de 300 ó 600 páginas, sólo puede tratarse de un narcisista egocéntrico que escribe para él, o de un tirano que pretende arrebatar mucho de nuestro poco tiempo libre con la pretensión de que estemos pendientes de sus milongas. Más aún; hoy en día nuestra sociedad es absolutamente interactiva y multimedia. Las generaciones jóvenes y las venideras reciben constantes fogonazos de información que procesan a gran velocidad con sus cerebros más ocupados en recibir dicha información, que realmente en procesarla. Nuestros jóvenes son impacientes y desean conocer de un modo inmediato el qué, cómo, cuándo, dónde y por qué de las cosas en pocos clics de ratón, o pasadas pocas páginas. Nadie puede tiranizar el tiempo de un joven ansioso de información y tampoco merece la pena que nadie lo pretenda. Nuestros jóvenes están preparados para recibir, procesar y asimilar cualquier tipo de información a una velocidad asombrosamente superior a la de aquellos que peinamos canas y tratamos de disimular nuestras entradas. Así pues, el formato ideal de “la buena novela” será el de 150 páginas (aprox.) y tamaño de bolsillo, de esos que puedes llevar a cualquier parte, que puedes ir a cagar con ellos sin temor a que se te duerman las piernas, que puedes leer en los trayectos de metro, de autobús, o en el poco tiempo del que se dispone para echarse a la sombra de un buen árbol y leer.
3.- Leer las 5 primeras páginas:
Una vez tenemos en nuestras manos nuestra novela de un autor muerto y del formato anteriormente indicado, debemos hacer una lectura rápida de las 5 primeras páginas (esas que van después del prólogo), y ver si la lectura nos “engancha”, nos crea buenas expectativas, o nos entretiene en la medida en que nuestra sensibilidad entienda por entretenimiento y diversión. De ser así, valdrá la pena pasarse por caja y adquirir la novela, de lo contrario, dejémosla de nuevo en su lugar y que siga criando polvo (de no criarlo ahí, lo hará en la estantería de casa, y la verdad... no merece la pena).
Ante la inevitable pregunta:
¿Y si por el echo de seguir estas normas, me pierdo la lectura de una buena novela?
Tranquilos. Si realmente es buena no tardarán en adaptarla en su versión cinematográfica y podremos disfrutarla en un buen cine, comiendo palomitas y sorbiendo nuestro refresco de cola de una pajita.
Visto lo visto, lo mejor será ser prudente escogiendo nuestras novelas. No olvidemos que los autores escriben para vivir de ello; comen una media de tres veces por día y algunos, hasta tienen hijos que van a la escuela, al dentista y que piden ropa de marca para estar al día. Es decir... que en un momento dado te escriben cualquier mierda con tal de recibir su cheque para poder hacer frente a sus vidas. Ah!... y cuanto más gordo sea el libro mejor, ya que las editoriales a veces, pagan las novelas “a peso” y es cuestión de meter páginas y páginas.
Ante cualquier duda, siempre queda una solución, casi infalible, que consiste en comprar un libro de relatos, o de un único autor, o una buena antología. Los relatos se pueden leer entre estación y estación de metro, en la consulta del médico... en cualquier parte. Son obras autoconclusivas, directas y en la mayoría de las ocasiones, buenas historias.
Sin duda, el relato es la forma de lectura del futuro inmediato, de modo que, pongámonos al día.
La gran mayoría de los mortales, sin embargo, tenemos dudas, incertidumbres, y somos más indecisos a la hora de hacer según que cosas o de tomar ciertas decisiones. Por eso, es importante, a la hora de adquirir un buen libro –concretamente una novela-, seguir las siguientes pautas que nos ayudarán a no perder el tiempo ni a tirar por la borda un puñado de euros.
1.- Seleccionar entre autores muertos:
Se supone que si un autor lleva muerto un tiempo determinado, y aún y así, siguen reeditando su obra, será porque tiene algo interesante que contar en alguna de sus novelas (y seguro que sólo en alguna... no en todas). De modo que dejemos al lado a los vivos, que sigan escribiendo y cuando se mueran... ya veremos.
2.- Seleccionar el formato:
De entrada hay que tener presente que cualquier novela que sobrepase las 150 páginas, es sin duda alguna, un auténtico peñazo. Cualquier autor “moderno” (por más que lleve muerto un tiempo), sabe que la gente normal suele tener prisa y poco tiempo para solazarse y disfrutar de un tiempo de ocio razonable. De modo que, un tarado que escriba una novela de 300 ó 600 páginas, sólo puede tratarse de un narcisista egocéntrico que escribe para él, o de un tirano que pretende arrebatar mucho de nuestro poco tiempo libre con la pretensión de que estemos pendientes de sus milongas. Más aún; hoy en día nuestra sociedad es absolutamente interactiva y multimedia. Las generaciones jóvenes y las venideras reciben constantes fogonazos de información que procesan a gran velocidad con sus cerebros más ocupados en recibir dicha información, que realmente en procesarla. Nuestros jóvenes son impacientes y desean conocer de un modo inmediato el qué, cómo, cuándo, dónde y por qué de las cosas en pocos clics de ratón, o pasadas pocas páginas. Nadie puede tiranizar el tiempo de un joven ansioso de información y tampoco merece la pena que nadie lo pretenda. Nuestros jóvenes están preparados para recibir, procesar y asimilar cualquier tipo de información a una velocidad asombrosamente superior a la de aquellos que peinamos canas y tratamos de disimular nuestras entradas. Así pues, el formato ideal de “la buena novela” será el de 150 páginas (aprox.) y tamaño de bolsillo, de esos que puedes llevar a cualquier parte, que puedes ir a cagar con ellos sin temor a que se te duerman las piernas, que puedes leer en los trayectos de metro, de autobús, o en el poco tiempo del que se dispone para echarse a la sombra de un buen árbol y leer.
3.- Leer las 5 primeras páginas:
Una vez tenemos en nuestras manos nuestra novela de un autor muerto y del formato anteriormente indicado, debemos hacer una lectura rápida de las 5 primeras páginas (esas que van después del prólogo), y ver si la lectura nos “engancha”, nos crea buenas expectativas, o nos entretiene en la medida en que nuestra sensibilidad entienda por entretenimiento y diversión. De ser así, valdrá la pena pasarse por caja y adquirir la novela, de lo contrario, dejémosla de nuevo en su lugar y que siga criando polvo (de no criarlo ahí, lo hará en la estantería de casa, y la verdad... no merece la pena).
Ante la inevitable pregunta:
¿Y si por el echo de seguir estas normas, me pierdo la lectura de una buena novela?
Tranquilos. Si realmente es buena no tardarán en adaptarla en su versión cinematográfica y podremos disfrutarla en un buen cine, comiendo palomitas y sorbiendo nuestro refresco de cola de una pajita.
Visto lo visto, lo mejor será ser prudente escogiendo nuestras novelas. No olvidemos que los autores escriben para vivir de ello; comen una media de tres veces por día y algunos, hasta tienen hijos que van a la escuela, al dentista y que piden ropa de marca para estar al día. Es decir... que en un momento dado te escriben cualquier mierda con tal de recibir su cheque para poder hacer frente a sus vidas. Ah!... y cuanto más gordo sea el libro mejor, ya que las editoriales a veces, pagan las novelas “a peso” y es cuestión de meter páginas y páginas.
Ante cualquier duda, siempre queda una solución, casi infalible, que consiste en comprar un libro de relatos, o de un único autor, o una buena antología. Los relatos se pueden leer entre estación y estación de metro, en la consulta del médico... en cualquier parte. Son obras autoconclusivas, directas y en la mayoría de las ocasiones, buenas historias.
Sin duda, el relato es la forma de lectura del futuro inmediato, de modo que, pongámonos al día.
miércoles
DE "EL NUEVO PERIODISMO"... AL BLOG
En la década de los 60, en Estados Unidos, tuvo lugar un fenómeno que revolucionó el mundo periodístico de la época, a la vez que asustó e hizo sacar las uñas a más de un afamado literato norteamericano. Los historiadores coinciden en apuntar que el desencadenante de dicho fenómeno, denominado “el nuevo periodismo”, fue la publicación del libro “A sangre fría” de Truman Capote, se trataba de una investigación periodística narrada a modo de novela y que llegó a constituirse como la primera en el género de no-ficción.
De algún modo supuso un cambio en la realización del trabajo periodístico llevado a cabo hasta entonces en los rotativos principales de los USA. Los periodistas, cronistas y reporteros de la época encontraron un nuevo modo de llegar al público, que hasta la fecha, recibía las noticias como si se tratasen de poco más que de puras transcripciones de los teletipos. Con el nuevo periodismo, el reportero se convertía definitivamente en escritor, y sin perder de vista la objetividad le transmitía al lector una “verdadera esencia literaria” con cada una de sus crónicas.
Ni que decir tiene que la comunidad literaria norteamericana tardó en aceptar el fenómeno, ya que hasta entonces, las verdaderas plumas eran aquellas que escribían novelas y que tenían derecho de acceso a los premios literarios. Para ellos, para los ilustrados literatos, los periodistas no eran más que meros “informadores” de la actualidad social o política, pero ajenos a los laureles y al reconocimiento del que debía gozar un “escritor”. Un periodista era simplemente un joven que accedía a la facultad de periodismo con la intención de ganarse la vida informando y con el deseo/ilusión de que, quizá un día ..., se alejaría por un tiempo a una casa en las montañas, cerca de un lago y escribiría “su novela”, tecleando inspiradamente su Underwood, envuelto en el humo del tabaco y dulcemente embriagado por un suave bourbon. Pero claro... eso era sólo un sueño, la realidad era que el periodista informaba en los diarios y era el “escritor” quien invariablemente se ocupaba de las novelas.
Afortunadamente, y gracias al talento de tipos como: Truman Capote, Tom Wolf, Hunter S. Thomson, Rex Reed, Norman Mailer o Nicolas Tomalin, entre muchos otros, a los “escritores” no les quedó más remedio que admitir que no estaban solos, tuvieron que claudicar ante el buen hacer de esos chupatintas hasta entonces calificados de escritores menores, e incluso hacer un hueco en sus estanterías para tener a mano sus obras.
La prensa de la segunda mitad del siglo pasado, y con ella, el cambio que supuso el nuevo periodismo, lanzó el talento de algunos de esos periodistas al nivel que, sin duda, les pertenecía por derecho.
No cabe duda de que la historia es cíclica y que tiene sus particulares repeticiones a través del tiempo. Prueba de ello es que en la actualidad, en este siglo... ¡ahora!, se está dando un fenómeno similar al del nuevo periodismo norteamericano. Hoy en día uno puede encontrar calidad y leer a gusto una novela, o en la prensa escrita por aquellos que hacen algo más que “informar”, pero por fortuna... Internet nos ha dado la oportunidad de leer Blogs en los que personas anónimas que tienen algo que contar lo hacen con muy buen gusto y con una prosa excelente; desde la información, desde la formación, desde la gracia y el humor, desde el sentimiento, o simplemente... desde y como les da la gana, muchos auténticos escritores desparraman su arte por multitud de blogs que lejos de ser anónimos, van ganando día a día más y más lectores. Así pues... que se preparen los literatos... los antiguos y los nuevos. En su día fue la prensa la que hizo despuntar a escritores que venían con sus plumas afiladas y con ganas de guerra... hoy, un nuevo fenómeno al que no se si es necesario ponerle ningún nombre, pero que como soporte tiene un blog digital, nos está mostrando cómo una nueva generación de “contadores de historias” viene para quedarse, con sus teclados y con esa gran arma globalizadora y democratizante como es Internet.
De algún modo supuso un cambio en la realización del trabajo periodístico llevado a cabo hasta entonces en los rotativos principales de los USA. Los periodistas, cronistas y reporteros de la época encontraron un nuevo modo de llegar al público, que hasta la fecha, recibía las noticias como si se tratasen de poco más que de puras transcripciones de los teletipos. Con el nuevo periodismo, el reportero se convertía definitivamente en escritor, y sin perder de vista la objetividad le transmitía al lector una “verdadera esencia literaria” con cada una de sus crónicas.
Ni que decir tiene que la comunidad literaria norteamericana tardó en aceptar el fenómeno, ya que hasta entonces, las verdaderas plumas eran aquellas que escribían novelas y que tenían derecho de acceso a los premios literarios. Para ellos, para los ilustrados literatos, los periodistas no eran más que meros “informadores” de la actualidad social o política, pero ajenos a los laureles y al reconocimiento del que debía gozar un “escritor”. Un periodista era simplemente un joven que accedía a la facultad de periodismo con la intención de ganarse la vida informando y con el deseo/ilusión de que, quizá un día ..., se alejaría por un tiempo a una casa en las montañas, cerca de un lago y escribiría “su novela”, tecleando inspiradamente su Underwood, envuelto en el humo del tabaco y dulcemente embriagado por un suave bourbon. Pero claro... eso era sólo un sueño, la realidad era que el periodista informaba en los diarios y era el “escritor” quien invariablemente se ocupaba de las novelas.
Afortunadamente, y gracias al talento de tipos como: Truman Capote, Tom Wolf, Hunter S. Thomson, Rex Reed, Norman Mailer o Nicolas Tomalin, entre muchos otros, a los “escritores” no les quedó más remedio que admitir que no estaban solos, tuvieron que claudicar ante el buen hacer de esos chupatintas hasta entonces calificados de escritores menores, e incluso hacer un hueco en sus estanterías para tener a mano sus obras.
La prensa de la segunda mitad del siglo pasado, y con ella, el cambio que supuso el nuevo periodismo, lanzó el talento de algunos de esos periodistas al nivel que, sin duda, les pertenecía por derecho.
No cabe duda de que la historia es cíclica y que tiene sus particulares repeticiones a través del tiempo. Prueba de ello es que en la actualidad, en este siglo... ¡ahora!, se está dando un fenómeno similar al del nuevo periodismo norteamericano. Hoy en día uno puede encontrar calidad y leer a gusto una novela, o en la prensa escrita por aquellos que hacen algo más que “informar”, pero por fortuna... Internet nos ha dado la oportunidad de leer Blogs en los que personas anónimas que tienen algo que contar lo hacen con muy buen gusto y con una prosa excelente; desde la información, desde la formación, desde la gracia y el humor, desde el sentimiento, o simplemente... desde y como les da la gana, muchos auténticos escritores desparraman su arte por multitud de blogs que lejos de ser anónimos, van ganando día a día más y más lectores. Así pues... que se preparen los literatos... los antiguos y los nuevos. En su día fue la prensa la que hizo despuntar a escritores que venían con sus plumas afiladas y con ganas de guerra... hoy, un nuevo fenómeno al que no se si es necesario ponerle ningún nombre, pero que como soporte tiene un blog digital, nos está mostrando cómo una nueva generación de “contadores de historias” viene para quedarse, con sus teclados y con esa gran arma globalizadora y democratizante como es Internet.
¿A qué esperáis?... ¡Bloggear malditos!
domingo
WASABI
El arroz comenzaba a emitir el silbido característico de cuando ha absorbido toda el agua tras la ebullición. Era el momento de retirarlo del fuego, destaparlo y cubrirlo durante quince minutos con un paño. Mientras, Pablo, empezó a sacar el salmón y el atún de la nevera y a cortarlo en finas láminas.
Acto seguido extendió el arroz de manera uniforme en un recipiente. Con experimentados movimientos y ayudándose de un tenedor de madera rastrilló con suavidad los granos con el fin de separarlos. Al mismo tiempo, con la mano que le quedaba libre, rociaba por encima un vinagre japonés que él mismo había preparado. La operación no era fácil, a decir verdad, siempre había considerado que esa parte era la más compleja de preparar un buen sushi, ya que consiste en separar los granos, rociar el vinagre e ir abanicándolo al mismo tiempo para que el arroz se enfríe y consiga un ligero brillo. Lo importante, es dejarlo algo pegajoso, pero en absoluto pringoso.
Miriam estaba a punto de llegar. Habían quedado a las nueve para la cena y Pablo estaba ultimando los preparativos. La llamó al móvil para pedirle que se pasase por la calle Urgell, entrase en la tienda de comida asiática y comprase media docena de cervezas Sapporo y una botella de Sake.
Para Pablo era un viernes normal; se levantó pronto para comprar el pescado fresco en el mercado, lo llevó a casa y se fue a trabajar. La tarde se la tomó libre para dedicarse a preparar el delicioso sushi que tanto le apetecía a Miriam: makis de salmón y de atún, sashimi con guarnición de algas y brotes de soja, tempura de langostinos y verduras y yakitori de pollo. Le hubiese encantado empezar con una sopa misho, pero a Miriam no le gustaba, de modo que elaboró un entrante especial a base de tofu y algunas setas.
Por su parte, Miriam, se acercaba a la tienda de productos asiáticos con un profundo pesar marcado en su rostro. Amaba sinceramente a Pablo. Ésos dos años que llevaban saliendo habían sido muy especiales para ella. Siempre le gustó que un hombre fuese atento, cariñoso, entregado a sus pasiones y emprendedor, pero en el tiempo que llevaban juntos no creía llegar a conocer a Pablo. Había algo en él que Miriam no acertaba a entender. No era posible que alguien no tuviese nunca problemas o días malos. Todo el mundo tiene días malos, y afrontar la cotidianeidad, por más conocida que sea, siempre provoca momentos de angustia y de inquietud en los que surgen dudas, preguntas y en ocasiones un extraño malestar.
Pablo era la única persona que conocía capaz de quitarse de encima los problemas de un modo inmediato. Él le decía que cuando algo no salía bien se trataba de analizarlo, racionalizarlo y pasar página. No merecía la pena perder un minuto más en algo que no tenía solución y que por suerte, la vida estaba llena de cosas dignas de ser recibidas con los brazos abiertos y con las heridas cerradas.
A Miriam, en una ocasión, le asaltó la idea de que si algún día dejaba a Pablo, él analizaría la situación, la racionalizaría, y al poco rato se quedaría tan feliz disfrutando del resto de cosas que llenaban su vida. Se sentía muy querida por Pablo, pero se consumía ante el miedo terrible de pensar en el poco tiempo que tardaría en ser olvidada. A partir del día en el que tuvo ese pensamiento, y a pesar de que era feliz con él, empezó a sentir una extraña necesidad de dejar la relación.
La música, casi imperceptible, sonaba en el comedor. Pablo iba encendiendo las velas, llenando los cuencos de cerámica con salsa de soja y depositando diminutas bolitas de wasabi en un rincón muy concreto de los platos. Lo hacía todo de un modo muy ceremonioso, disfrutando en todo momento de cada detalle, del tibio contraste de los colores que se percibían en la penumbra, del sonido de la música y de los olores que emanaban de los distintos alimentos delicadamente colocados sobre la mesa. Arregló los almohadones que les iban a servir de asientos en el suelo, prendió una varita de incienso y esperó a Miriam para compartir con ella esa noche.
El pesar de Miriam se aligeró un poco cuando vio el modo en el que Pablo lo había preparado todo para ella. Quedó atrapada por la atmósfera, percibió la música, los olores. El beso que Pablo le dio en los labios a la vez que abrazaba su cintura la cautivó como si no hubiesen pasado dos años, como si se tratase del primer beso, del primer encuentro entre ambos.
Miriam dejó sobre el sofá su abrigo y su bolso. Pablo la invitó a acomodarse en uno de los almohadones y entre medio de una conversación cotidiana se dispusieron a saborear el sushi y a dejarse llevar por la que debería ser una velada especial.
—¿Aún no has aprendido a coger los palillos? —le preguntó Pablo sonriente—. No los coges bien.
—Da igual. ¿Acaso tiene que ser todo, siempre perfecto?
—En absoluto. Las cosas perfectas me parecen aburridas.
—¿Ah si? —preguntó Miriam—. Pues nadie lo diría —añadió haciendo una mueca y llevándose un maki a la boca.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada Pablo... déjalo. Hoy tengo un mal día.
Pablo puso un poco más de soja en el pequeño cuenco de cerámica de Miriam, a la vez, trataba de adivinar qué pasaba por la mente de ella que con su rostro cabizbajo peleaba por atrapar con los palillos, una fina alga que se hallaba en su plato.
—¿Te he pedido soja? —preguntó Miriam en un tono desafiante.
—No, pero he visto que te quedaba poca y he pensado...
—¿Y no has podido pensar que si quería soja... me la podía poner sola?
—¡Joder Miriam! Lo que no he pensado es que eso te pudiese sentar mal. Hay que ver como estás hoy.
El aparato de CD empezó de un modo automático a reproducir, de nuevo, la primera de las melodías. Pablo encendió una nueva varita de incienso. Las velas proyectaban sombras tintineantes sobre las paredes y el suelo. Miriam, muy poco segura de lo que iba a hacer, pero con una inexplicable convicción en su interior de que tenía que hacerlo, se lanzó a un pozo cuyo fondo era oscuro e incierto.
—Pablo. Creo que lo mejor sería dejarlo.
—¿Dejarlo?... ¿Dejar qué?
—Lo nuestro. De veras... creo que no tiene sentido.
Pablo se reincorporó sobre el almohadón de la postura relajada en la que se encontraba. Trató de comprender las palabras de Miriam apoyando los brazos sobre la mesa en un intento de entrelazar sus manos con las de ella. Miriam lo rechazó retirándose ligeramente de la mesa, levantó sus brazos y clavó la mirada sobre su plato en busca de alguna explicación que no era capaz de encontrar en su cabeza.
—A ver Miriam, cielo... dime ¿Qué sucede?
—No pasa absolutamente nada. Es que no puedo más con esto.
—Algún motivo habrá. Hablemos de ello y seguro que podemos solucionarlo.
Miriam titubeó. Sabía que Pablo merecía una explicación, pero ella no tenía ninguna en ese momento. Se le ocurrían muchas cosas, pero eran todas absolutamente rebatibles e incluso, su poca convicción por lo que estaba haciendo la paralizaba.
—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que las personas somos egoístas? —preguntó Miriam.
—Claro que si. Todos lo somos.
Miriam miraba a su alrededor como tratando de encontrar algo o a alguien que le dictase sus siguientes palabras.
—No me refiero a eso... no sé cómo explicarlo —Miriam se detuvo para pensar un instante ante la atenta mirada de Pablo y prosiguió—. Quiero decir que a todos nos gusta tener a alguien a quien contarle nuestros problemas. Quizá nadie nos solucione nada, pero el hecho de hablar de ellos ya es una ayuda.
—Si... estoy de acuerdo —dijo Pablo.
—Lo que quiero decir es que, en realidad, cuando contamos nuestros problemas y le mostramos a alguien nuestra vulnerabilidad, esperamos, a cambio, algo más que consejos.
—Perdona Miriam, pero... no sé por dónde vas.
—Pablo. Todas las personas somos vulnerables y tremendamente contradictorias.
—Lo sé, pero sigo sin ver en qué afecta eso a nuestra relación —dijo Pablo en una súplica ahogada para arrancar de Miriam una explicación.
—¡Hostia que difícil es todo! —exclamó Miriam resoplando y levantando su mirada—. A todos nos gusta que nos ayuden, que nos aconsejen, pero... también necesitamos sentir que somos de alguna utilidad a los demás. ¿Sabes lo complicado que resulta convivir con alguien que te ayuda, pero que no te necesita nunca? ¿Imaginas lo difícil que es estar con alguien que jamás tiene conflictos?
Pablo se sirvió un poco más de sake y lo tomó lentamente mientras reflexionaba sobre las palabras de Miriam creyendo entender lo que sucedía.
—¿Ése es todo el problema? —preguntó Pablo.
—Es un gran problema. Me siento muy poca cosa. —respondió Miriam.
Pasaron unos instantes en silencio sin atreverse a enfrentar sus miradas. Miriam no se sentía mejor, al contrario, tenía el sentimiento de haber estropeado las cosas. Pablo quería luchar por conservar algo que a él le parecía hermoso. Trató en vano de disuadir a Miriam de su idea. Intentó explicarle lo importante que era para él y el bien que esa relación les hacía a ambos, pero al ver que ella había tomado una decisión ya no se atrevió a cuestionar nada. Miriam se levantó del almohadón, recogió su abrigo y su bolso del sofá y mientras salía del comedor se detuvo y se giró hacia Pablo.
—Tengo cosas tuyas en casa. Te las traeré o te las haré llegar —le dijo Miriam.
—¿Quieres que te acompañe a casa o que llame a un taxi?
—No Pablo. No quiero.
Miriam recorrió el pasillo hasta llegar a la puerta del piso con una sensación de peso en sus pies. Estaba dejando tras de sí a la persona que, sin duda, le transmitiría mayor estabilidad de todas a cuantas pudiese llegar a conocer jamás. Abrió la puerta con indecisión. Sabía que salir de casa de Pablo y cerrar esa puerta significaba cerrarla para siempre.
Pablo se quedó recostado en su almohadón; analizando, racionalizando lo que acababa de suceder y contemplando un maki de atún que Miriam había dejado en su plato. Tomó los palillos, le puso un poco de wasabi y se lo llevó a la boca.
El picor del wasabi no tiene nada que ver con el picor que pueden producir los pimientos, el chili, el tabasco o las guindillas. Éstos, te dejan la lengua adormecida y evitan que puedas seguir percibiendo el sabor de los alimentos, además, la sensación de escozor perdura durante un largo tiempo. El wasabi, en cambio, produce una intensa sensación de picor en las fosas nasales, te hace lagrimear ligeramente, pero en apenas un instante... desaparece.
Acto seguido extendió el arroz de manera uniforme en un recipiente. Con experimentados movimientos y ayudándose de un tenedor de madera rastrilló con suavidad los granos con el fin de separarlos. Al mismo tiempo, con la mano que le quedaba libre, rociaba por encima un vinagre japonés que él mismo había preparado. La operación no era fácil, a decir verdad, siempre había considerado que esa parte era la más compleja de preparar un buen sushi, ya que consiste en separar los granos, rociar el vinagre e ir abanicándolo al mismo tiempo para que el arroz se enfríe y consiga un ligero brillo. Lo importante, es dejarlo algo pegajoso, pero en absoluto pringoso.
Miriam estaba a punto de llegar. Habían quedado a las nueve para la cena y Pablo estaba ultimando los preparativos. La llamó al móvil para pedirle que se pasase por la calle Urgell, entrase en la tienda de comida asiática y comprase media docena de cervezas Sapporo y una botella de Sake.
Para Pablo era un viernes normal; se levantó pronto para comprar el pescado fresco en el mercado, lo llevó a casa y se fue a trabajar. La tarde se la tomó libre para dedicarse a preparar el delicioso sushi que tanto le apetecía a Miriam: makis de salmón y de atún, sashimi con guarnición de algas y brotes de soja, tempura de langostinos y verduras y yakitori de pollo. Le hubiese encantado empezar con una sopa misho, pero a Miriam no le gustaba, de modo que elaboró un entrante especial a base de tofu y algunas setas.
Por su parte, Miriam, se acercaba a la tienda de productos asiáticos con un profundo pesar marcado en su rostro. Amaba sinceramente a Pablo. Ésos dos años que llevaban saliendo habían sido muy especiales para ella. Siempre le gustó que un hombre fuese atento, cariñoso, entregado a sus pasiones y emprendedor, pero en el tiempo que llevaban juntos no creía llegar a conocer a Pablo. Había algo en él que Miriam no acertaba a entender. No era posible que alguien no tuviese nunca problemas o días malos. Todo el mundo tiene días malos, y afrontar la cotidianeidad, por más conocida que sea, siempre provoca momentos de angustia y de inquietud en los que surgen dudas, preguntas y en ocasiones un extraño malestar.
Pablo era la única persona que conocía capaz de quitarse de encima los problemas de un modo inmediato. Él le decía que cuando algo no salía bien se trataba de analizarlo, racionalizarlo y pasar página. No merecía la pena perder un minuto más en algo que no tenía solución y que por suerte, la vida estaba llena de cosas dignas de ser recibidas con los brazos abiertos y con las heridas cerradas.
A Miriam, en una ocasión, le asaltó la idea de que si algún día dejaba a Pablo, él analizaría la situación, la racionalizaría, y al poco rato se quedaría tan feliz disfrutando del resto de cosas que llenaban su vida. Se sentía muy querida por Pablo, pero se consumía ante el miedo terrible de pensar en el poco tiempo que tardaría en ser olvidada. A partir del día en el que tuvo ese pensamiento, y a pesar de que era feliz con él, empezó a sentir una extraña necesidad de dejar la relación.
La música, casi imperceptible, sonaba en el comedor. Pablo iba encendiendo las velas, llenando los cuencos de cerámica con salsa de soja y depositando diminutas bolitas de wasabi en un rincón muy concreto de los platos. Lo hacía todo de un modo muy ceremonioso, disfrutando en todo momento de cada detalle, del tibio contraste de los colores que se percibían en la penumbra, del sonido de la música y de los olores que emanaban de los distintos alimentos delicadamente colocados sobre la mesa. Arregló los almohadones que les iban a servir de asientos en el suelo, prendió una varita de incienso y esperó a Miriam para compartir con ella esa noche.
El pesar de Miriam se aligeró un poco cuando vio el modo en el que Pablo lo había preparado todo para ella. Quedó atrapada por la atmósfera, percibió la música, los olores. El beso que Pablo le dio en los labios a la vez que abrazaba su cintura la cautivó como si no hubiesen pasado dos años, como si se tratase del primer beso, del primer encuentro entre ambos.
Miriam dejó sobre el sofá su abrigo y su bolso. Pablo la invitó a acomodarse en uno de los almohadones y entre medio de una conversación cotidiana se dispusieron a saborear el sushi y a dejarse llevar por la que debería ser una velada especial.
—¿Aún no has aprendido a coger los palillos? —le preguntó Pablo sonriente—. No los coges bien.
—Da igual. ¿Acaso tiene que ser todo, siempre perfecto?
—En absoluto. Las cosas perfectas me parecen aburridas.
—¿Ah si? —preguntó Miriam—. Pues nadie lo diría —añadió haciendo una mueca y llevándose un maki a la boca.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada Pablo... déjalo. Hoy tengo un mal día.
Pablo puso un poco más de soja en el pequeño cuenco de cerámica de Miriam, a la vez, trataba de adivinar qué pasaba por la mente de ella que con su rostro cabizbajo peleaba por atrapar con los palillos, una fina alga que se hallaba en su plato.
—¿Te he pedido soja? —preguntó Miriam en un tono desafiante.
—No, pero he visto que te quedaba poca y he pensado...
—¿Y no has podido pensar que si quería soja... me la podía poner sola?
—¡Joder Miriam! Lo que no he pensado es que eso te pudiese sentar mal. Hay que ver como estás hoy.
El aparato de CD empezó de un modo automático a reproducir, de nuevo, la primera de las melodías. Pablo encendió una nueva varita de incienso. Las velas proyectaban sombras tintineantes sobre las paredes y el suelo. Miriam, muy poco segura de lo que iba a hacer, pero con una inexplicable convicción en su interior de que tenía que hacerlo, se lanzó a un pozo cuyo fondo era oscuro e incierto.
—Pablo. Creo que lo mejor sería dejarlo.
—¿Dejarlo?... ¿Dejar qué?
—Lo nuestro. De veras... creo que no tiene sentido.
Pablo se reincorporó sobre el almohadón de la postura relajada en la que se encontraba. Trató de comprender las palabras de Miriam apoyando los brazos sobre la mesa en un intento de entrelazar sus manos con las de ella. Miriam lo rechazó retirándose ligeramente de la mesa, levantó sus brazos y clavó la mirada sobre su plato en busca de alguna explicación que no era capaz de encontrar en su cabeza.
—A ver Miriam, cielo... dime ¿Qué sucede?
—No pasa absolutamente nada. Es que no puedo más con esto.
—Algún motivo habrá. Hablemos de ello y seguro que podemos solucionarlo.
Miriam titubeó. Sabía que Pablo merecía una explicación, pero ella no tenía ninguna en ese momento. Se le ocurrían muchas cosas, pero eran todas absolutamente rebatibles e incluso, su poca convicción por lo que estaba haciendo la paralizaba.
—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que las personas somos egoístas? —preguntó Miriam.
—Claro que si. Todos lo somos.
Miriam miraba a su alrededor como tratando de encontrar algo o a alguien que le dictase sus siguientes palabras.
—No me refiero a eso... no sé cómo explicarlo —Miriam se detuvo para pensar un instante ante la atenta mirada de Pablo y prosiguió—. Quiero decir que a todos nos gusta tener a alguien a quien contarle nuestros problemas. Quizá nadie nos solucione nada, pero el hecho de hablar de ellos ya es una ayuda.
—Si... estoy de acuerdo —dijo Pablo.
—Lo que quiero decir es que, en realidad, cuando contamos nuestros problemas y le mostramos a alguien nuestra vulnerabilidad, esperamos, a cambio, algo más que consejos.
—Perdona Miriam, pero... no sé por dónde vas.
—Pablo. Todas las personas somos vulnerables y tremendamente contradictorias.
—Lo sé, pero sigo sin ver en qué afecta eso a nuestra relación —dijo Pablo en una súplica ahogada para arrancar de Miriam una explicación.
—¡Hostia que difícil es todo! —exclamó Miriam resoplando y levantando su mirada—. A todos nos gusta que nos ayuden, que nos aconsejen, pero... también necesitamos sentir que somos de alguna utilidad a los demás. ¿Sabes lo complicado que resulta convivir con alguien que te ayuda, pero que no te necesita nunca? ¿Imaginas lo difícil que es estar con alguien que jamás tiene conflictos?
Pablo se sirvió un poco más de sake y lo tomó lentamente mientras reflexionaba sobre las palabras de Miriam creyendo entender lo que sucedía.
—¿Ése es todo el problema? —preguntó Pablo.
—Es un gran problema. Me siento muy poca cosa. —respondió Miriam.
Pasaron unos instantes en silencio sin atreverse a enfrentar sus miradas. Miriam no se sentía mejor, al contrario, tenía el sentimiento de haber estropeado las cosas. Pablo quería luchar por conservar algo que a él le parecía hermoso. Trató en vano de disuadir a Miriam de su idea. Intentó explicarle lo importante que era para él y el bien que esa relación les hacía a ambos, pero al ver que ella había tomado una decisión ya no se atrevió a cuestionar nada. Miriam se levantó del almohadón, recogió su abrigo y su bolso del sofá y mientras salía del comedor se detuvo y se giró hacia Pablo.
—Tengo cosas tuyas en casa. Te las traeré o te las haré llegar —le dijo Miriam.
—¿Quieres que te acompañe a casa o que llame a un taxi?
—No Pablo. No quiero.
Miriam recorrió el pasillo hasta llegar a la puerta del piso con una sensación de peso en sus pies. Estaba dejando tras de sí a la persona que, sin duda, le transmitiría mayor estabilidad de todas a cuantas pudiese llegar a conocer jamás. Abrió la puerta con indecisión. Sabía que salir de casa de Pablo y cerrar esa puerta significaba cerrarla para siempre.
Pablo se quedó recostado en su almohadón; analizando, racionalizando lo que acababa de suceder y contemplando un maki de atún que Miriam había dejado en su plato. Tomó los palillos, le puso un poco de wasabi y se lo llevó a la boca.
El picor del wasabi no tiene nada que ver con el picor que pueden producir los pimientos, el chili, el tabasco o las guindillas. Éstos, te dejan la lengua adormecida y evitan que puedas seguir percibiendo el sabor de los alimentos, además, la sensación de escozor perdura durante un largo tiempo. El wasabi, en cambio, produce una intensa sensación de picor en las fosas nasales, te hace lagrimear ligeramente, pero en apenas un instante... desaparece.
sábado
UN INSTANTE PARA SIEMPRE
Rubén fue un hombre que alcanzó con éxito las seis etapas esenciales de la vida: una infancia feliz, una adolescencia promiscua, una juventud exitosa, una madurez serena, una vejez lúcida y una muerte digna. Un hombre satisfecho que lo demostraba con esa media sonrisa dibujada en su rostro, mientras que de cuerpo presente y desde su ataúd, recibía el último adiós de sus seres más queridos.
María pidió quedarse con él unos instantes a solas, no en vano había compartido 60 años de su vida con ese hombre que ahora yacía tumbado con las manos cruzadas sobre su pecho.
—Hemos andado un largo camino Rubén —susurró la anciana acariciando la frente de su hombre—. Ya me dirás a mí que voy a hacer yo ahora... sola.
María tenía los ojos vidriosos y enrojecidos. Había llorado mucho, pero no estaba dispuesta a seguir haciéndolo, no en ese momento. No quería contemplar por última vez a Rubén con una mirada ahogada en lágrimas de dolor y prefería mostrarle una expresión serena, igual a la que le mostraba él.
Arrodillada junto al féretro parecía estar rezando alguna oración, pero lejos de eso, su mente acariciaba momentos y sensaciones de 60 años imborrables. Recuerdos de felicidad y de algún que otro mal trago que nunca fue buscado ni provocado, simplemente; la vida trae de todo, y nadie, ni Rubén ni ella se libraron de algún momento malo.
Había tanto que recordar que ese rato a solas con Rubén hubiese podido llegar a ser eterno, pero María se detuvo en un solo instante.
Una calurosa noche de agosto María entró en el pequeño apartamento que por aquel entonces compartían. Trabajaba de dependienta en una tienda de ropa, pero aquella tarde hubo que cuadrar caja y cuando salió del trabajo ya anochecía. Rubén estaba en la mesa del comedor rodeado de facturas y calculando los posibles beneficios de sus últimas inversiones. Tenía que darle un buen empujón al negocio, salir adelante y comprar esa casa de las afueras con la que soñaba María; una casa pequeña, luminosa, con un minúsculo jardín en el que plantar orquídeas y un trastero. María siempre se quejaba de que no sabía donde guardar las cosas.
Rubén levantó los ojos de la calculadora y siguió con la mirada a su joven esposa. Observó como depositaba las llaves sobre la repisa del recibidor, se dirigía hacia la habitación y sustituía sus zapatos de calle por unas cómodas zapatillas de andar por casa. Con una gracia improvisada, María deslizó su vestido veraniego desde sus hombros hasta los tobillos, lo recogió del suelo, lo colgó en un perchero y abrió el armario en busca de su albornoz para dirigirse al baño. A través de la puerta entreabierta de la alcoba Rubén contemplaba el cuerpo de su esposa en ropa interior; se levantó de la silla y mientras se acercaba a ella le hablaba.
—Cielo. ¿No piensas decirme ni buenas noches?
—Un momento cariño —respondió con la voz apagada desde el interior del ropero—. Ahora salgo y te doy un beso. Estoy muy cansada hoy.
María cerró la puerta del armario, se vio ante el espejo de cuerpo entero y por un momento se asustó al ver a Rubén tras ella.
Con sus manos él tomó su cintura. Un filo de luz perfilaba la figura de ella en la penumbra y Rubén se encontraba ante su paisaje predilecto. La espalda de María era el lugar en el que le gustaba perderse, explorar sus rincones, recorrer sus formas con las yemas de sus dedos, notar el tacto de su piel caliente y alimentarse de su olor.
María ofreció su cuello a unos labios de Rubén que se le acercaban. Notó su respiración y su delicado vello se erizó. Trató de ponerse frente a él para besarle, pero Rubén se lo impidió. No le negó el beso, pero quería mantener frente a él la espalda de María. Sus lenguas se enzarzaron en un confuso baile que él detuvo un instante para contemplar la expresión de María con sus ojos cerrados y su boca aún abierta. Volvió a acercarse a ella y mordió con suavidad su labio inferior. Para él, los labios de ella eran como flores rojas salpicadas de escarcha.
Rubén descendió por detrás de Maria besando y mordisqueando sus formas, desabrochó el sujetador y lo dejó caer. Cogió los brazos de ella e hizo que las palmas de sus manos se apoyasen en el espejo del armario. Siguió descendiendo, deslizó su slip, besó sus nalgas, las apartó con sus dedos y se sumergió entre ellas para lamer rincones poco explorados hasta entonces.
Maria se miró en el espejo y éste le devolvió la imagen de una María distinta. Su abuela siempre le dijo que habían oscuros rincones en un cuerpo de mujer que un hombre jamás debía profanar ya que servían para lo que servían. Pero el espejo le mostró a una mujer ansiosa de que su hombre profanase lo prohibido. María vio en María a una joven con los ojos anegados de vicio. Trató sin éxito de arañar el cristal del armario en ese instante en el que Rubén se esmeraba en dilatar esa zona, tener cabida y poder formar parte, ambos, de un juego que a ella le habían enseñado como sucio.
Bendito el placer que le estaba provocando cometer aquel pecado. Mordió sus labios y cerró sus ojos. Su cuerpo se arqueó hacia atrás. El sudor de los calores de estío ayudaron a que todo fuese más fácil y se ofreció sin resistencia alguna al vaivén y a la sensación que le produjo sentir a Rubén dentro de un territorio vedado.
María gritó de placer. Nunca lo hacía. Temía que la señora Rosario, su vecina, pudiese cruzarse con ella por el ascensor y que la mirase como si se tratase de una mujerzuela. Poco le importó esta vez, es más, estaba deseando encontrarse con la señora Rosario al día siguiente y decirle, sin hablar: “Si, ¡Soy una zorra!”.
Rubén le apretó los pechos y jugueteó con sus pezones, mientras que con la otra mano agitaba su pubis. María no quiso perder de vista esa imagen del espejo en la que veía a Rubén explotando en su interior. Notó una dulce mezcla de líquidos que descendían por sus muslos y al rato, la alcoba se llenó de un olor a sexo que apagó el aroma de las flores de jazmín que se hallaban sobre la cómoda.
De nuevo se besaron, se recostaron sobre la cama y María reposó su cabeza sobre el pecho de Rubén.
60 años habían dado lugar a instantes, sin duda, más importantes: cuando nacieron sus hijos, cuando se graduaron, cuando compraron la casa con el minúsculo jardín, las noches en las que se quedaron al cuidado de sus nietos, los momentos frente a la chimenea con las manos entrelazadas. Pero se trataba de despedirse de Rubén. Jamás volvería a estar con él, y María pensó que quizá recordar ese instante era –si no el más adecuado- un instante para siempre.
Aún arrodillada junto al féretro, María retiró la mano de entre sus piernas y miró a su alrededor para tener la certeza de que había estado realmente a solas con su hombre. Acarició los labios de Rubén con sus dedos húmedos. Sabía que a él le embelesaba su sabor. Se levantó, arregló su falda, depositó una flor roja sobre las manos de su marido y salió a unirse al resto de familiares acompañada de una maliciosa sonrisa.
María pidió quedarse con él unos instantes a solas, no en vano había compartido 60 años de su vida con ese hombre que ahora yacía tumbado con las manos cruzadas sobre su pecho.
—Hemos andado un largo camino Rubén —susurró la anciana acariciando la frente de su hombre—. Ya me dirás a mí que voy a hacer yo ahora... sola.
María tenía los ojos vidriosos y enrojecidos. Había llorado mucho, pero no estaba dispuesta a seguir haciéndolo, no en ese momento. No quería contemplar por última vez a Rubén con una mirada ahogada en lágrimas de dolor y prefería mostrarle una expresión serena, igual a la que le mostraba él.
Arrodillada junto al féretro parecía estar rezando alguna oración, pero lejos de eso, su mente acariciaba momentos y sensaciones de 60 años imborrables. Recuerdos de felicidad y de algún que otro mal trago que nunca fue buscado ni provocado, simplemente; la vida trae de todo, y nadie, ni Rubén ni ella se libraron de algún momento malo.
Había tanto que recordar que ese rato a solas con Rubén hubiese podido llegar a ser eterno, pero María se detuvo en un solo instante.
Una calurosa noche de agosto María entró en el pequeño apartamento que por aquel entonces compartían. Trabajaba de dependienta en una tienda de ropa, pero aquella tarde hubo que cuadrar caja y cuando salió del trabajo ya anochecía. Rubén estaba en la mesa del comedor rodeado de facturas y calculando los posibles beneficios de sus últimas inversiones. Tenía que darle un buen empujón al negocio, salir adelante y comprar esa casa de las afueras con la que soñaba María; una casa pequeña, luminosa, con un minúsculo jardín en el que plantar orquídeas y un trastero. María siempre se quejaba de que no sabía donde guardar las cosas.
Rubén levantó los ojos de la calculadora y siguió con la mirada a su joven esposa. Observó como depositaba las llaves sobre la repisa del recibidor, se dirigía hacia la habitación y sustituía sus zapatos de calle por unas cómodas zapatillas de andar por casa. Con una gracia improvisada, María deslizó su vestido veraniego desde sus hombros hasta los tobillos, lo recogió del suelo, lo colgó en un perchero y abrió el armario en busca de su albornoz para dirigirse al baño. A través de la puerta entreabierta de la alcoba Rubén contemplaba el cuerpo de su esposa en ropa interior; se levantó de la silla y mientras se acercaba a ella le hablaba.
—Cielo. ¿No piensas decirme ni buenas noches?
—Un momento cariño —respondió con la voz apagada desde el interior del ropero—. Ahora salgo y te doy un beso. Estoy muy cansada hoy.
María cerró la puerta del armario, se vio ante el espejo de cuerpo entero y por un momento se asustó al ver a Rubén tras ella.
Con sus manos él tomó su cintura. Un filo de luz perfilaba la figura de ella en la penumbra y Rubén se encontraba ante su paisaje predilecto. La espalda de María era el lugar en el que le gustaba perderse, explorar sus rincones, recorrer sus formas con las yemas de sus dedos, notar el tacto de su piel caliente y alimentarse de su olor.
María ofreció su cuello a unos labios de Rubén que se le acercaban. Notó su respiración y su delicado vello se erizó. Trató de ponerse frente a él para besarle, pero Rubén se lo impidió. No le negó el beso, pero quería mantener frente a él la espalda de María. Sus lenguas se enzarzaron en un confuso baile que él detuvo un instante para contemplar la expresión de María con sus ojos cerrados y su boca aún abierta. Volvió a acercarse a ella y mordió con suavidad su labio inferior. Para él, los labios de ella eran como flores rojas salpicadas de escarcha.
Rubén descendió por detrás de Maria besando y mordisqueando sus formas, desabrochó el sujetador y lo dejó caer. Cogió los brazos de ella e hizo que las palmas de sus manos se apoyasen en el espejo del armario. Siguió descendiendo, deslizó su slip, besó sus nalgas, las apartó con sus dedos y se sumergió entre ellas para lamer rincones poco explorados hasta entonces.
Maria se miró en el espejo y éste le devolvió la imagen de una María distinta. Su abuela siempre le dijo que habían oscuros rincones en un cuerpo de mujer que un hombre jamás debía profanar ya que servían para lo que servían. Pero el espejo le mostró a una mujer ansiosa de que su hombre profanase lo prohibido. María vio en María a una joven con los ojos anegados de vicio. Trató sin éxito de arañar el cristal del armario en ese instante en el que Rubén se esmeraba en dilatar esa zona, tener cabida y poder formar parte, ambos, de un juego que a ella le habían enseñado como sucio.
Bendito el placer que le estaba provocando cometer aquel pecado. Mordió sus labios y cerró sus ojos. Su cuerpo se arqueó hacia atrás. El sudor de los calores de estío ayudaron a que todo fuese más fácil y se ofreció sin resistencia alguna al vaivén y a la sensación que le produjo sentir a Rubén dentro de un territorio vedado.
María gritó de placer. Nunca lo hacía. Temía que la señora Rosario, su vecina, pudiese cruzarse con ella por el ascensor y que la mirase como si se tratase de una mujerzuela. Poco le importó esta vez, es más, estaba deseando encontrarse con la señora Rosario al día siguiente y decirle, sin hablar: “Si, ¡Soy una zorra!”.
Rubén le apretó los pechos y jugueteó con sus pezones, mientras que con la otra mano agitaba su pubis. María no quiso perder de vista esa imagen del espejo en la que veía a Rubén explotando en su interior. Notó una dulce mezcla de líquidos que descendían por sus muslos y al rato, la alcoba se llenó de un olor a sexo que apagó el aroma de las flores de jazmín que se hallaban sobre la cómoda.
De nuevo se besaron, se recostaron sobre la cama y María reposó su cabeza sobre el pecho de Rubén.
60 años habían dado lugar a instantes, sin duda, más importantes: cuando nacieron sus hijos, cuando se graduaron, cuando compraron la casa con el minúsculo jardín, las noches en las que se quedaron al cuidado de sus nietos, los momentos frente a la chimenea con las manos entrelazadas. Pero se trataba de despedirse de Rubén. Jamás volvería a estar con él, y María pensó que quizá recordar ese instante era –si no el más adecuado- un instante para siempre.
Aún arrodillada junto al féretro, María retiró la mano de entre sus piernas y miró a su alrededor para tener la certeza de que había estado realmente a solas con su hombre. Acarició los labios de Rubén con sus dedos húmedos. Sabía que a él le embelesaba su sabor. Se levantó, arregló su falda, depositó una flor roja sobre las manos de su marido y salió a unirse al resto de familiares acompañada de una maliciosa sonrisa.
miércoles
DEDOS CRUZADOS
ES COSA DE DOS
—Te quiero con todo mi corazón. —dijo ella.
—¿Tú corazón?, pero... ¿Acaso sabes de qué estás hablando? —preguntó él.
—Claro mi vida. Te quiero. —respondió ella.
—¡Joder!, ¡Que asco! Un corazón no es más que una puta víscera sanguinolenta. —aclaró él.
—“Jamás debí enamorarme de un cardiólogo” —pensó ella.
—¿Tú corazón?, pero... ¿Acaso sabes de qué estás hablando? —preguntó él.
—Claro mi vida. Te quiero. —respondió ella.
—¡Joder!, ¡Que asco! Un corazón no es más que una puta víscera sanguinolenta. —aclaró él.
—“Jamás debí enamorarme de un cardiólogo” —pensó ella.
NIÑO BONITO
En la fría noche la humedad condensaba los vahos de las respiraciones y los convertía en millares de pequeñas gotas que se deslizaban detrás de los cristales de coches y ventanas. La gente transitaba con sus abrigos largos bien abrochados, las bufandas rodeaban sus cuellos y todo un universo de gorros, gorras y sombreros escondían las cabezas de la mayoría de transeúntes que andaban con cierta premura para llegar a sus casas o para meterse en algún bar y tomar algo que les calentase los destemplados cuerpos.
Un joven abrió la puerta del Classic, un bar al que nunca había acudido antes, pero que le pilló de mano camino a algún lugar.
—Un café doble bien caliente, por favor —le pidió al camarero.
—¿Un café? Inmediatamente caballero. ¿Lo va a querer doble tipo americano, o dos expresos en taza grande?
—Si, mejor dos expresos, gracias.
—Ahora mismo señor.
Aquel camarero parecía sacado de otra época, era un hombrecillo extremamente delgado y con un fino bigote ajustado a su labio superior. Le dio la impresión de que ese joven no estaba allí por casualidad; había sido camarero toda su vida y creía tener cierta intuición para estas cosas. No obstante, pensó que esa idea carecía de sentido.
El joven desabrochó su abrigo para tomar asiento en un taburete junto a la barra, se quitó los guantes y los dejó al lado de un cenicero junto a la carta de cocktails. En el classic no había prácticamente nadie: una pareja sentada en una mesa muy al fondo, el camarero y un tipo corpulento apoltronado en un taburete en el otro extremo de la barra.
—Su doble expreso caballero —el camarero le acercó también un azucarero.
—Gracias, muy amable.
—¿Desea alguna cosa más? Queda algo de bollería de esta mañana en buen estado.
—No, gracias.
—De veras, pida lo que quiera en cuanto a pastas que no se lo voy a cobrar. A estas horas tendré que tirarlo si no se lo come nadie y es una lástima.
Lo pensó una vez más, pero realmente no le apetecía nada.
—Es usted muy amable. Quizá después del café, pero ahora no, gracias.
Empezó a tomar su café, no le puso azúcar, sujetó la taza con ambas manos y se la acerco lentamente a los labios para que no llegase a quemarle, dio un pequeño sorbo, sopló y siguió tomando café muy despacio. El joven vestía de un modo elegante, parecía un ejecutivo de alguna empresa del centro de la ciudad, alguna especie de director comercial o corredor de bolsa. Los puños de su camisa eran de un blanco inmaculado al igual que el resto de su aspecto; atractivo, bien cuidado y con un ligero toque de gomina en un cabello negro que le daba un aire desenfadado y moderno.
Su planta contrastaba con el entorno del classic y con el resto de personas que estaban en él. Advirtió que ese bar quizá fue algo unos 20 ó 30 años atrás, cuando lo fundaron, pero ahora su estado era de una decadencia absoluta, pasado de moda y notablemente descuidado.
El tipo corpulento del otro extremo de la barra se le acercó con un whisky doble en la mano. A juzgar por su modo de andar no era el primer doble de la noche. Colocó su vaso al lado del cenicero, junto a los guantes de aquel joven y se sentó resoplando en un taburete cercano.
—Hola niño bonito. ¿No tendrás por casualidad un cigarro? —le preguntó.
—No, no tengo ningún cigarro para usted —respondió sin mirar a los ojos de aquel tipo.
—Vaya... el niño bonito no tiene un cigarro. Haces bien en no fumar. ¿Sabes? Dicen que es malo para la salud, pero yo creo que todo eso son sandeces.
—Rocco, deja en paz al caballero. ¿Quieres? —Le pidió el camarero al tipo, a la vez que el joven, con un gesto de su mano le indicaba que todo estaba bien.
—No te preocupes Fredo, no voy a comerme al niño bonito. Sólo quiero un cigarro y charlar con él —dirigiéndose de nuevo al joven—. ¿Verdad amigo? —preguntó.
—Lo siento señor, pero no somos amigos. —respondió mirando el café en el interior de su taza.
—¿No? ¡Vamos hombre! Sabes que me llamo Rocco y yo sé que tú eres un niño bonito. ¿Qué más presentaciones necesitas?
El joven seguía tomando su café sin alterarse ante la impertinente presencia de aquel extraño a su lado.
—¡Oh claro! —exclamó Rocco—. Tú debes ser de esos que necesita de una ceremonia exquisita para hacer amigos. A ti te gusta ser presentado de manera especial en medio de un campo de golf marcándote uno hoyos. ¿Verdad?
—Rocco, por favor... —insistió Fredo.
—Contigo no va nada. De modo que haz el favor de callarte y ¡sírveme otro doble!. ¿Quieres? —gritó Rocco a la vez que estampaba la palma de su mano sobre la barra. Nuevamente y cambiando el tono, volvió a dirigirse al joven—. No hagas caso de Fredo niño bonito, es un amargado y no le gusta que los demás hagamos amistades. A él le dejó su mujer y se llevó a sus hijos y desde entonces se muere de envidia cuando ve que un par de tipos como tú y yo nos llevamos bien.
—¡Rocco, me estás cansando! —insistió Fredo.
—¡Maldito estúpido! ¡Te he pedido que te calles de una vez y que me sirvas otro doble! —gritó Rocco.
La pareja de la mesa parecía ajena a lo que sucedía en la barra del bar y mantenían una conversación íntima y tranquila. De vez en cuando ella reía tímidamente, quizá su acompañante le explicaba algo gracioso o le hablaba de los planes que tenía esa noche para ambos. Fredo preparaba unos hielos en el interior de un vaso de tubo, se disponía a llenarlo de whisky y con cierta tensión miraba a Rocco y al joven. Desde que Rocco se vino abajo y empezó a beber que solía pedir tabaco a los clientes del classic, pero nunca les había sometido a ese acoso. Fredo pensaba que la actitud distante y de superioridad que estaba mostrando aquel muchacho calentaba poco a poco los ánimos de un borracho metido en un cuerpo de cerca de dos metros de alto y que podía llegar a ser violento si se daba el caso.
El joven se dirigió a Fredo:
—Cuando pueda me sirve un doble americano y me da uno de esos donut, por favor.
—Si, como no. Ya sabe que al donut le invita la casa. —Fredo dejó a medias el whisky para atender al muchacho. Colocó el donut en un plato sobre una servilleta de papel y le sirvió su doble americano.
—Gracias, es usted muy amable.
—¿Y tú? —le preguntó Rocco al joven—. ¿No vas a invitarme a nada?
El joven se giró despacio hacia Rocco, le miró por encima de su hombro, con sus ojos recorrió de arriba a bajo su aspecto, volvió lentamente la vista a su donut, le dio un bocado y mientras masticaba ponía una cucharada de azúcar en su doble americano.
Rocco acercó más su taburete para acortar distancias con el joven. Sin duda que ese desplante no le sentó nada bien, pero a pesar de su borrachera, Rocco sabía templar su ánimo.
—Mira niño bonito —le dijo, casi susurrándole—. Soy cliente de hace muchos años y no quiero poner a Fredo en una difícil situación, pero... no tienes tabaco para mi, no quieres que seamos amigos, y eso no está bien para alguien que viene por primera vez a esta parte de la ciudad. Vas a invitarme a este whisky ¿Verdad?
—Lo lamento señor —contestó el joven—, pero cada uno se paga sus vicios y sus mierdas, así que no pienso invitarle a nada.
Fredo intuía que algo no iba bien, pero no quiso acercarse a escuchar para no parecer indiscreto. Rocco estaba empezando a ponerse de los nervios.
—Mira hijo —prosiguió Rocco—. Tú no sabes con quien estás hablando. He pasado más tiempo entre rejas que el que tú llevas poniéndote gomina en el pelo. Sólo te he pedido que me pagues ese whisky y lo harás. ¿Verdad niño bonito?
—Le he dicho que no, así que no insista. —el joven terminó su donut y con delicadeza usó la servilleta de papel para limpiarse las yemas de los dedos. Siguió con su café americano e ignorando con la mirada a un Rocco que estaba llegando al extremo de su paciencia.
—¿Quieres seguir conservando ese aspecto? —insistió Rocco sin elevar el tono de voz—. Pues págame este puto whisky o tendré que quebrarte esas dos piernas que llevas metidas en tu Armani.
Sin mirarle, el joven sacó un paquete de Chester del bolsillo de su abrigo, cogió un cigarro de su interior y se lo encendió. También sacó su cartera de un bolsillo interior de su americana y se dispuso a pagar a Fredo.
—¡Maldito hijo de puta!. ¡Me dijiste que no tenías tabaco!. —dijo Rocco visiblemente indignado.
—No. Le dije que no tenía tabaco para usted. —aclaró el joven.
Rocco agarró del brazo al joven para evitar que pudiese guardar de nuevo su paquete de Chester en el bolsillo de su abrigo. El joven reaccionó de un modo nada habitual en un ejecutivo, un director comercial o un corredor de bolsa. Se libró con habilidad del brazo de Rocco, le cogió de la solapa de su abrigo y lo lanzó de cara a la barra. Fredo observó como aquel mequetrefe estaba jugando con Rocco como si se tratase de un muñeco. Estuvo a punto de intervenir, pero el joven ya había agarrado el cenicero negro de piedra que se hallaba cercano a sus guantes y estaba golpeando la cara de Rocco. Al tercer o cuarto golpe Fredo ya perdió la cuenta, pero aquel muchacho insistía una y otra vez hasta que el cuerpo de Rocco estuvo del todo desarbolado, se deslizó como deshaciéndose por la barra del bar y finalmente cayó al suelo. El joven se agachó y le murmuró algo al oído mientras Rocco mostraba en su rostro el esfuerzo en tratar de recordar un momento muy concreto de su pasado.
Fredo se quedó inmóvil contemplando la escena con su servilleta metida dentro de un vaso de tubo. La pareja del fondo se miraban el uno al otro y ambos a la vez miraban al joven que se levantaba de nuevo y a Rocco tendido en el suelo, ensangrentado y tosiendo con dificultad.
El joven se apretó la bufanda en torno al cuello, se abrochó el abrigo –todo con mucha tranquilidad- guardó su tabaco, el encendedor, depositó 20 pavos sobre la barra, se puso los guantes y tras una calada se dirigió a Fredo:
—Quédese con el cambio y muchas gracias.
—Si... no... no hay de qué. —respondió Fredo.
El joven se dio la vuelta y salió del classic. La pareja y Fredo se acercaron a Rocco para prestarle ayuda.
—Tranquilo Rocco. Iré a por alcohol y vendas. —dijo Fredo.
—Mierda. ¡Me he meado! —dijo Rocco—. Esta porquería de whisky que me sirves está destrozando a partes iguales mi hígado y mis riñones.
—No pienses más en eso —dijo Fredo—. Y vosotros —dirigiéndose a la pareja—. Llamar a una ambulancia, por favor.
Un joven abrió la puerta del Classic, un bar al que nunca había acudido antes, pero que le pilló de mano camino a algún lugar.
—Un café doble bien caliente, por favor —le pidió al camarero.
—¿Un café? Inmediatamente caballero. ¿Lo va a querer doble tipo americano, o dos expresos en taza grande?
—Si, mejor dos expresos, gracias.
—Ahora mismo señor.
Aquel camarero parecía sacado de otra época, era un hombrecillo extremamente delgado y con un fino bigote ajustado a su labio superior. Le dio la impresión de que ese joven no estaba allí por casualidad; había sido camarero toda su vida y creía tener cierta intuición para estas cosas. No obstante, pensó que esa idea carecía de sentido.
El joven desabrochó su abrigo para tomar asiento en un taburete junto a la barra, se quitó los guantes y los dejó al lado de un cenicero junto a la carta de cocktails. En el classic no había prácticamente nadie: una pareja sentada en una mesa muy al fondo, el camarero y un tipo corpulento apoltronado en un taburete en el otro extremo de la barra.
—Su doble expreso caballero —el camarero le acercó también un azucarero.
—Gracias, muy amable.
—¿Desea alguna cosa más? Queda algo de bollería de esta mañana en buen estado.
—No, gracias.
—De veras, pida lo que quiera en cuanto a pastas que no se lo voy a cobrar. A estas horas tendré que tirarlo si no se lo come nadie y es una lástima.
Lo pensó una vez más, pero realmente no le apetecía nada.
—Es usted muy amable. Quizá después del café, pero ahora no, gracias.
Empezó a tomar su café, no le puso azúcar, sujetó la taza con ambas manos y se la acerco lentamente a los labios para que no llegase a quemarle, dio un pequeño sorbo, sopló y siguió tomando café muy despacio. El joven vestía de un modo elegante, parecía un ejecutivo de alguna empresa del centro de la ciudad, alguna especie de director comercial o corredor de bolsa. Los puños de su camisa eran de un blanco inmaculado al igual que el resto de su aspecto; atractivo, bien cuidado y con un ligero toque de gomina en un cabello negro que le daba un aire desenfadado y moderno.
Su planta contrastaba con el entorno del classic y con el resto de personas que estaban en él. Advirtió que ese bar quizá fue algo unos 20 ó 30 años atrás, cuando lo fundaron, pero ahora su estado era de una decadencia absoluta, pasado de moda y notablemente descuidado.
El tipo corpulento del otro extremo de la barra se le acercó con un whisky doble en la mano. A juzgar por su modo de andar no era el primer doble de la noche. Colocó su vaso al lado del cenicero, junto a los guantes de aquel joven y se sentó resoplando en un taburete cercano.
—Hola niño bonito. ¿No tendrás por casualidad un cigarro? —le preguntó.
—No, no tengo ningún cigarro para usted —respondió sin mirar a los ojos de aquel tipo.
—Vaya... el niño bonito no tiene un cigarro. Haces bien en no fumar. ¿Sabes? Dicen que es malo para la salud, pero yo creo que todo eso son sandeces.
—Rocco, deja en paz al caballero. ¿Quieres? —Le pidió el camarero al tipo, a la vez que el joven, con un gesto de su mano le indicaba que todo estaba bien.
—No te preocupes Fredo, no voy a comerme al niño bonito. Sólo quiero un cigarro y charlar con él —dirigiéndose de nuevo al joven—. ¿Verdad amigo? —preguntó.
—Lo siento señor, pero no somos amigos. —respondió mirando el café en el interior de su taza.
—¿No? ¡Vamos hombre! Sabes que me llamo Rocco y yo sé que tú eres un niño bonito. ¿Qué más presentaciones necesitas?
El joven seguía tomando su café sin alterarse ante la impertinente presencia de aquel extraño a su lado.
—¡Oh claro! —exclamó Rocco—. Tú debes ser de esos que necesita de una ceremonia exquisita para hacer amigos. A ti te gusta ser presentado de manera especial en medio de un campo de golf marcándote uno hoyos. ¿Verdad?
—Rocco, por favor... —insistió Fredo.
—Contigo no va nada. De modo que haz el favor de callarte y ¡sírveme otro doble!. ¿Quieres? —gritó Rocco a la vez que estampaba la palma de su mano sobre la barra. Nuevamente y cambiando el tono, volvió a dirigirse al joven—. No hagas caso de Fredo niño bonito, es un amargado y no le gusta que los demás hagamos amistades. A él le dejó su mujer y se llevó a sus hijos y desde entonces se muere de envidia cuando ve que un par de tipos como tú y yo nos llevamos bien.
—¡Rocco, me estás cansando! —insistió Fredo.
—¡Maldito estúpido! ¡Te he pedido que te calles de una vez y que me sirvas otro doble! —gritó Rocco.
La pareja de la mesa parecía ajena a lo que sucedía en la barra del bar y mantenían una conversación íntima y tranquila. De vez en cuando ella reía tímidamente, quizá su acompañante le explicaba algo gracioso o le hablaba de los planes que tenía esa noche para ambos. Fredo preparaba unos hielos en el interior de un vaso de tubo, se disponía a llenarlo de whisky y con cierta tensión miraba a Rocco y al joven. Desde que Rocco se vino abajo y empezó a beber que solía pedir tabaco a los clientes del classic, pero nunca les había sometido a ese acoso. Fredo pensaba que la actitud distante y de superioridad que estaba mostrando aquel muchacho calentaba poco a poco los ánimos de un borracho metido en un cuerpo de cerca de dos metros de alto y que podía llegar a ser violento si se daba el caso.
El joven se dirigió a Fredo:
—Cuando pueda me sirve un doble americano y me da uno de esos donut, por favor.
—Si, como no. Ya sabe que al donut le invita la casa. —Fredo dejó a medias el whisky para atender al muchacho. Colocó el donut en un plato sobre una servilleta de papel y le sirvió su doble americano.
—Gracias, es usted muy amable.
—¿Y tú? —le preguntó Rocco al joven—. ¿No vas a invitarme a nada?
El joven se giró despacio hacia Rocco, le miró por encima de su hombro, con sus ojos recorrió de arriba a bajo su aspecto, volvió lentamente la vista a su donut, le dio un bocado y mientras masticaba ponía una cucharada de azúcar en su doble americano.
Rocco acercó más su taburete para acortar distancias con el joven. Sin duda que ese desplante no le sentó nada bien, pero a pesar de su borrachera, Rocco sabía templar su ánimo.
—Mira niño bonito —le dijo, casi susurrándole—. Soy cliente de hace muchos años y no quiero poner a Fredo en una difícil situación, pero... no tienes tabaco para mi, no quieres que seamos amigos, y eso no está bien para alguien que viene por primera vez a esta parte de la ciudad. Vas a invitarme a este whisky ¿Verdad?
—Lo lamento señor —contestó el joven—, pero cada uno se paga sus vicios y sus mierdas, así que no pienso invitarle a nada.
Fredo intuía que algo no iba bien, pero no quiso acercarse a escuchar para no parecer indiscreto. Rocco estaba empezando a ponerse de los nervios.
—Mira hijo —prosiguió Rocco—. Tú no sabes con quien estás hablando. He pasado más tiempo entre rejas que el que tú llevas poniéndote gomina en el pelo. Sólo te he pedido que me pagues ese whisky y lo harás. ¿Verdad niño bonito?
—Le he dicho que no, así que no insista. —el joven terminó su donut y con delicadeza usó la servilleta de papel para limpiarse las yemas de los dedos. Siguió con su café americano e ignorando con la mirada a un Rocco que estaba llegando al extremo de su paciencia.
—¿Quieres seguir conservando ese aspecto? —insistió Rocco sin elevar el tono de voz—. Pues págame este puto whisky o tendré que quebrarte esas dos piernas que llevas metidas en tu Armani.
Sin mirarle, el joven sacó un paquete de Chester del bolsillo de su abrigo, cogió un cigarro de su interior y se lo encendió. También sacó su cartera de un bolsillo interior de su americana y se dispuso a pagar a Fredo.
—¡Maldito hijo de puta!. ¡Me dijiste que no tenías tabaco!. —dijo Rocco visiblemente indignado.
—No. Le dije que no tenía tabaco para usted. —aclaró el joven.
Rocco agarró del brazo al joven para evitar que pudiese guardar de nuevo su paquete de Chester en el bolsillo de su abrigo. El joven reaccionó de un modo nada habitual en un ejecutivo, un director comercial o un corredor de bolsa. Se libró con habilidad del brazo de Rocco, le cogió de la solapa de su abrigo y lo lanzó de cara a la barra. Fredo observó como aquel mequetrefe estaba jugando con Rocco como si se tratase de un muñeco. Estuvo a punto de intervenir, pero el joven ya había agarrado el cenicero negro de piedra que se hallaba cercano a sus guantes y estaba golpeando la cara de Rocco. Al tercer o cuarto golpe Fredo ya perdió la cuenta, pero aquel muchacho insistía una y otra vez hasta que el cuerpo de Rocco estuvo del todo desarbolado, se deslizó como deshaciéndose por la barra del bar y finalmente cayó al suelo. El joven se agachó y le murmuró algo al oído mientras Rocco mostraba en su rostro el esfuerzo en tratar de recordar un momento muy concreto de su pasado.
Fredo se quedó inmóvil contemplando la escena con su servilleta metida dentro de un vaso de tubo. La pareja del fondo se miraban el uno al otro y ambos a la vez miraban al joven que se levantaba de nuevo y a Rocco tendido en el suelo, ensangrentado y tosiendo con dificultad.
El joven se apretó la bufanda en torno al cuello, se abrochó el abrigo –todo con mucha tranquilidad- guardó su tabaco, el encendedor, depositó 20 pavos sobre la barra, se puso los guantes y tras una calada se dirigió a Fredo:
—Quédese con el cambio y muchas gracias.
—Si... no... no hay de qué. —respondió Fredo.
El joven se dio la vuelta y salió del classic. La pareja y Fredo se acercaron a Rocco para prestarle ayuda.
—Tranquilo Rocco. Iré a por alcohol y vendas. —dijo Fredo.
—Mierda. ¡Me he meado! —dijo Rocco—. Esta porquería de whisky que me sirves está destrozando a partes iguales mi hígado y mis riñones.
—No pienses más en eso —dijo Fredo—. Y vosotros —dirigiéndose a la pareja—. Llamar a una ambulancia, por favor.
martes
LAS SIGUIENTES DOS HORAS
En algún lugar leí que después de cometer un crimen, lo peor son las siguientes dos horas. Yo había superado ya los 30 primeros minutos, así que me quedaba hora y media para terminar de superar... “lo peor”.
Siempre han dicho de mi que soy un tipo agresivo, pero en el mejor sentido de la palabra; es decir: alguien luchador, competitivo, muy duro en todo lo referente a mi trabajo y con una personalidad fuerte. Mi agresividad siempre ha estado muy bien canalizada, he sabido utilizarla de un modo constructivo y llevarla por el camino del tesón y la autoexigencia, quizá por eso soy el mejor en lo mío, y quizá por eso, y pese a mi agresividad, nunca he sido en absoluto violento. De modo... que encontrarme allí, junto a ese cuerpo inerte, sin vida y sabedor de que habían sido mis manos las que le habían dejado en ese estado, me tenía sumido en una profunda estupefacción y en un desasosiego extraño.
Así que esos 30 primeros minutos fueron de vacío y de ausencia absoluta en los que mi mente no esbozó el más mínimo pensamiento. Veía ese cuerpo tendido boca abajo, con los brazos en cruz, la cabeza ladeada y los ojos completamente abiertos, y lo contemplaba esperando que, por su parte, me dedicase algún indicio de vida... un parpadeo, un leve movimiento, un... volver en si. Imagino que esa primera media hora fue de no llegar a creer, que ese individuo estuviese verdaderamente muerto.
Leí también... (creo que fue en una revista de psicología que mi esposa debió comprar en algún kiosco y que rondaba por casa, ahora no sé), pero... recuerdo que leí que habían 15 minutos posteriores, lo que en el artículo denominaban, la segunda fase: la de “la acción”, en la cual el... “asesino” toma conciencia de su acto y mira a su alrededor para asegurarse de que se trata del único testigo del suceso e inmediatamente busca el modo de deshacerse del cadáver. De manera instintiva ya había mirado todos los rincones de aquel callejón, había explorado la zona en busca de alguna luz encendida procedente de alguna ventana, algún humo de cigarro que saliese de algún portal, o algún movimiento que delatase la presencia de alguien detrás de los cubos de basura o de las cajas amontonadas y vacías que se hallaban desperdigadas por la zona. Nada, todo estaba tan muerto como aquel individuo que yacía a mis pies. Lo lógico ahora, sería deshacerme del cuerpo, pero decidí actuar en función a mi propia lógica y no tocar nada, dejarlo todo como estaba y salir zumbando de allí.
A escasos metros se hallaba el bar de Carlos, conocido en la zona como el “Phill’s Club”, un lugar al que acudíamos todas las noches al salir de la oficina y en el que tomábamos unas copas y tonteábamos con las chicas de administración. Se trataba de un modo de desconectar de las reuniones, de las montañas de presupuestos y del sinfín de llamadas telefónicas diarias. El coqueteo con las secretarias, y que no dejaba de ser eso... un simple coqueteo, era una forma más de llevarse, de camino a casa, algún pensamiento que no fuese el trabajo.
Esa noche había salido de la oficina más tarde de lo normal y me dirigía hacia casa sin pasar por el “Phill’s”. Sentía la necesidad de llegar y encontrarme con los niños acostados, cenar con mi esposa y amodorrarme en el sofá delante del televisor. Generalmente el camino de regreso a casa y viceversa, lo hago a pie ya que se trata de un paseo de 20 minutos que me sienta muy bien. Acostumbro a tirar recto por la gran avenida, girar por la calle principal y a pocas manzanas ya estoy en casa, pero... esa noche parecía que el salirme de mi rutina me iba a traer complicaciones. Esa noche no bajé por la avenida, por eso, porque era tarde, así que decidí atajar por el callejón en el cual se me acercó ese individuo. Un tipo joven de una altura considerable y con un inequívoco aspecto de ir absolutamente colocado, apareció de golpe y se abalanzó sobre mi exigiéndome el maletín... El maletín, ignoro que pensaba encontrar en él, pero me imaginé su cara de sorpresa, si de haberlo conseguido, hubiese descubierto al abrirlo que no habían más que presupuestos, mi agenda, recortes de la prensa bursátil y mi reloj de pulsera que no creo que valga más de 20 pavos. Siempre he odiado los relojes, de modo que lo suelo llevar puesto en el despacho para estar atento a las reuniones, pero al salir del trabajo lo meto en el maletín como en un intento de olvidar que a lo largo de todo el día he estado demasiado pendiente del tiempo. No obstante se trataba de mi maletín y no estaba dispuesto a dárselo. Recuerdo que le empujé con él; en un principio traté de usarlo a modo de escudo aferrándome a él con las dos manos, pero al ver que el tipo iba acercándose e invadiendo mi espacio vital, lo usé para alejarle de mi. Aquel desgraciado llevaba un pedo terrible, perdió el equilibrio con mucha facilidad y se golpeó contundentemente la nuca con un el saliente de una escalera de incendios, a partir de ahí... ya conocen el resto de la historia.
Crucé la gran avenida en dirección al “Phill’s Club”. Al abrir la puerta, la música del interior se hizo patente y rompió por un instante el silencio de la noche. Era la hora a la que yo acostumbraba a largarme del bar, pero precisamente esa noche entraba en él. Estaba lleno de gente y no había nadie de la oficina ya que a excepción de las chicas de administración, todos los “ejecutas” habíamos salido tarde y tras despedirnos, cada cual decidió tomar el camino a su respectiva casa. Entre la multitud no vi tampoco a ninguna de las secretarias, al parecer o no habían venido o se habían largado ya. De todos modos, me aseguré de que no hubiese ninguna de ellas, y tratando de no ser visto, pero sin que pudiese parecer que me escondía, me dirigí a una de las mesas del fondo mientras me sacaba la americana y me desabrochaba el nudo de la corbata.
Creo que sin quererlo estaba entrando en la tercera fase de la que hablaba el artículo, la del “instinto de conservación”, en la que, por lo visto, en la media hora siguiente al tiempo ya transcurrido, uno trata de buscar una coartada.
La que solía ser nuestra mesa estaba vacía. Dejé sobre uno de los butacones verde oscuro mis herramientas de trabajo, me despeiné ligeramente el pelo con la mano y me dirigí a la barra para tratar de hablar con Carlos entre medio de aquel estruendo de música y gentío.
—Carlos, tío... ¿Qué pasa con mi whisky con hielo?
—¡Hostia!... ¿Qué haces por aquí?... Hoy no ha venido nadie de la ofi.
—¿Nadie?... ¿Ninguna de las chicas tampoco? —Imaginé que era bueno asegurar ese detalle.
—A decir verdad, Carmen y Sara han entrado a sacar tabaco de la máquina, me han saludado, pero inmediatamente se han ido —entre medio de una sonrisa socarrona, me dijo—. Parece ser que si los machos de la manada no rondáis por aquí, a ellas tampoco les hace tomar sus copas sin más.
—Eso parece —le devolví la sonrisa en el mismo tono—. Hoy hemos salido todos más tarde, pero me he resistido a irme a casa sin mi copa, y ... hace poco menos de una hora que te he pedido ese jodido whisky y estás pasando de mi.
—Oh vaya... no sabes como lo lamento, pero ni te he visto, ni recuerdo que me hayas pedido nada. Demasiado follón... ahora mismo te lo llevo.
Me dirigí hacia mi mesa cuando Carlos me interrumpió por el camino.
—¡Oye!... ¿Y cómo es que Carmen y Sara no se han quedado contigo?
A pesar del calor que hacía en el Phill’s se me heló la nuca y casi al mismo tiempo, se me empapó la camisa en sudor...
—Imagino... que cuando ellas han venido a por el tabaco... o yo aún no estaba o bien ni me han visto. Como ya te he dicho, llevo una hora en la mesa repasando mi agenda y esperando esa maldita copa, así que... ¡a ver si te espabilas!
—Descuida, te la llevo en un santiamén.
El Phill’s era el típico club nocturno al que la gente solía acudir al salir del trabajo, o bien después de cenar para tomar unas copas. Los jueves por la noche estaba a reventar de estudiantes, es decir, de caras para nada conocidas que en ningún caso podían dar o no fe de que yo llevaba allí una hora. Nadie se había fijado en si entraba o salía, a toda esa juventud, le importaba bien poco que podía hacer allí un hombre de mediana edad repasando una agenda.
—Aquí está tu whisky.
—Toma Carlos, cóbratelo ya, que me lo tomo y me largo... se me ha hecho muy tarde.
—De veras lo lamento.
—Tranquilo hombre... no pasa nada.
De mi cartera saqué un billete de 10 pavos, se lo di y le pedí que se quedase con el cambio. Tomé mi copa en un par de largos tragos, recogí mi agenda, me ajusté la corbata y con mi americana colgando de mi antebrazo me decidí a abandonar el local.
—No sé como puedes concentrarte en tu agenda con este escándalo. Los jueves esto es insoportable. —me comentó Carlos.
—Oh... no te creas que en la oficina es mejor. Uno ya está acostumbrado a concentrarse con los timbres de los teléfonos.
—¿Nos vemos mañana?
—Espero que si. De lo contrario... que tengas un buen fin de semana.
Allí dejé a Carlos pasando un paño por la mesa y recogiendo mi vaso vacío.
Mientras andaba por la avenida entré, sin duda, en la cuarta fase: la de “negación”. Fase en la que uno trata de negarse a sí mismo que ha sucedido lo ya inevitable. Pensé en aquel tipo, en que tenía una vida por delante, en que posiblemente tendría una madre que al enterarse de lo sucedido lloraría por él, pero que también sentiría un alivio extraño al ver que ya toda una vida de sufrimiento por un hijo torcido se había terminado. No obstante, hubiese retrocedido en el tiempo andar sobre mis propios pasos y descender por la avenida en lugar de haberme metido por ese callejón.
Me encontré ante la puerta de casa. Al paso lento y reflexivo que llevaba, los 20 minutos habituales se habían convertido en media hora, justo el tiempo que aquel artículo le daba a esa penúltima fase, de manera que sólo quedaba una, la quinta, para superar lo peor. ¿Sería pasar por esa fase -la de “la justificación”- y olvidarlo todo? En esos 15 minutos restantes para completar las dos horas el ser humano justifica su acto y se autoengaña dándose razones para poder vivir el resto de sus días con ello. Tomé la decisión de sentarme en uno de los peldaños que conducían hasta el portal de mi casa, fumar un cigarro y darme ese tiempo, esos 15 minutos. El resto del artículo –del cual recelé el día que lo leí – se había cumplido con una sorprendente exactitud, de modo que... ¿Por qué no tomarme ese tiempo y terminar de una vez por todas con eso? Entonces pensé que las cosas podrían haber ido peor, el tipo podría haber llegado a abrir mi maletín y darse cuenta de que no contenía nada de valor, podría haberme pedido la cartera y descubrir que escasamente llevaba 20 euros, e incluso podría haberme dañado ante la imposibilidad de sacar de mi nada más. Y lo que es peor, yo estaría herido o quizá muerto y él... paseando por las calles envuelto en la oscuridad de la noche y esperando a otras víctimas que terminarían corriendo la misma suerte que yo.
Estaba dándole la última calada a mi cigarro, casi a punto de quemar el filtro cuando por un breve instante, incluso me alegré de haber empujado a ese desgraciado y precipitarlo hacia su final. Lancé la colilla al suelo y mientras la pisaba con la suela del zapato le daba vueltas a ese artículo de la revista, un artículo absurdo, pero que en mi caso se estaba desarrollando con un sorprendente rigor. Claro que también imaginé que esas fases dependían mucho del tipo de personas, pero en principio, a alguien desenvuelto y acostumbrado a salir airoso de cualquier situación, ese análisis psicológico de cómo se desarrollaban las sensaciones ante un crimen accidental, le venía como anillo al dedo. Curioso. No puedo decir que me sintiese bien, pero... me sentía mejor.
Mi esposa se sorprendió de que llegase a esas horas. Le comenté que se había alargado la jornada, pero que me tomé la copa de rigor en el Phill’s. No me apeteció cenar, de modo que me senté en el sofá y ella se sentó a mi lado. Esa noche hicimos el amor. Hacía meses que no lo hacíamos, no por desamor, desencanto, o falta de interés, simplemente... la ocasión no se daba. No obstante esa noche tenía la necesidad de sentir cómo la vida fluía por todos los poros de mi piel y de sentir a alguien vivo a mi lado.
No dormí demasiado bien, me desperté en varias ocasiones y la escena del callejón se reconstruía una y otra vez en mi mente... sin desasosiego, sin desesperación, pero si de un modo llevaderamente inquietante.
Seguí pensando en ello cuando me levanté y mientras me aseaba. También durante el desayuno y veía a mis hijos preparándose para ir a la escuela. Pensé en qué pasaría por sus cabezas si se llegasen a enterar de que su padre se había convertido en un asesino. Me siguió un largo momento de angustia al pensar que existía la posibilidad de que la policía diese con el culpable y de que terminase pagando por eso con mis huesos en la cárcel. Repasé mentalmente el callejón como tratando de cerciorarme de que nadie pudo ser testigo de lo sucedido, repasé también mi coartada en el Phill’s con Carlos dando testimonio de que yo estuve allí a la hora en la que más o menos pudo tener lugar el accidente. Instantes antes yo estaba en la calle despidiéndome de los compañeros de trabajo, de manera que... todo estaba más o menos bien y conformaba un aspecto de verosimilitud absoluta. Me tranquilicé de nuevo, terminé mi café y me despedí de mi esposa y de mis hijos.
De camino a la oficina me detuve en el kiosco de cada mañana y compré la prensa bursátil. Saludé a Antonio el quiosquero que amablemente me devolvió el cambio mientras yo miraba, de reojo, a ver si alguna portada de la prensa ordinaria se hacía eco de la aparición de un cadáver en algún callejón de la zona. No me entretuve demasiado, no quería que Antonio me viese preocupado por nada. Era imprescindible que todo sucediese con normalidad.
Giré por la calle mayor y tomé la gran avenida, la gente transitaba por ella como cada día, nada parecía ser distinto a otros días con la excepción de que se trataba de un viernes y de que algunos llevaban una sonrisa dibujada en sus caras pensando en el fin de semana.
A una manzana del edificio de la oficina ya empecé a notar alguna diferencia con respecto a los otros días. Un par de coches de policía taponaban la entrada del callejón y un revuelo de gente permanecía curiosa por la acera, mientras, la guardia urbana trataba de que el tráfico fuese fluido.
—Caballero, cruce la calle si no le importa y vaya por la otra acera. —me solicitó un urbano.
—Oh... si, claro... ¿Qué ha sucedido? —Pregunté.
—Nada fuera de lo común... un yonqui ha aparecido muerto en ese callejón y se está llevando a cabo una investigación rutinaria.
—¿Muerto? Cielos... yo trabajo justo en el edificio de enfrente.
—¿De veras? Bien, si hay cualquier cosa que la policía deba saber, ya realizará las preguntas pertinentes. Por el momento nada más, no hay motivo para molestar a las personas decentes. Marche tranquilo.
—Está bien... muchas gracias.
El urbano siguió dirigiendo el tráfico y yo continué mi camino por donde él me había indicado. En la acera de enfrente, la que pertenecía al edificio de la oficina, empecé a ver caras conocidas: Raúl, Arturo y Sara estaban contemplando la escena.
—¿Te has enterado? —me preguntó Sara.
—Si, me lo ha contado un urbano... ¿Qué se sabe?
—Nada aún. El forense ha levantado el cadáver y una ambulancia se ha llevado el cuerpo hará unos 10 minutos, pero parece ser que se trataba de un drogadicto... dicen.
—Ya les está bien a toda esa panda de degenerados... que se mueran o que se maten entre ellos es lo mejor que nos puede suceder a los demás. —Arturo siempre fue un poco radical con esos temas, de manera que no nos extrañó a nadie su comentario.
—Y... la poli... ¿Ha hecho preguntas? —Traté de averiguar dirigiéndome a Raúl que era bastante más sensato.
—Si... han preguntado al conserje del edificio y a Carlos del bar, pero nadie vio ni oyó nada. No creen que llegase a tratarse ni de una pelea.
—Bueno tíos yo subo para la oficina que tengo que cerrar una operación. ¿Me acompañáis? —Arturo nos movilizó.
—Si, vamos que ya es tarde. —Respondió Sara.
Deslizamos nuestros respectivos pases por la entrada. Arturo le cedió el paso a Sara, y como de costumbre, la repasó de arriba a bajo, nos miró a Raúl y a mi y mientras suspiraba por las formas de Sara nos guiñó un ojo. Una vez en los ascensores Arturo lanzó una de sus bravuconadas que carecían de éxito con las mujeres, pero que siempre nos hacían reír a carcajadas.
—Joder Sara, reza porque nunca te quedes encerrada conmigo en uno de estos ascensores. Seguro que saldría la bestia que hay en mi y te arrancaría el tanga a bocados.
Las ocho personas confinadas en ese receptáculo que ascendía despacio tuvimos un momento de risa tonta mientras no perdíamos de vista la puerta del ascensor que se iba abriendo y cerrando a medida que alcanzaba nuevos pisos.
—Mira que eres bestia Arturo. —fue todo el comentario que Sara hizo ante semejante barbaridad.
Nadie más habló del tipo del callejón y después de tocar el tema del tanga de Sara, pareció que averiguar cómo era esa prenda, suscitó más interés que un cadáver aparecido a pocos metros de donde cada día movíamos fortunas de dinero. Por el resto... la mañana transcurrió con su prisa habitual. De vez en cuando me asomaba a la ventana de mi despacho y observaba como desaparecía la presencia policial, se quitaba la cinta amarilla de seguridad que limitaba la zona, y los mirones se dispersaban como si en realidad no hubiese sucedido nada.
A medio día comí con Raúl en el restaurante de costumbre, hojee la prensa y tampoco daba detalle alguno de lo sucedido.
Ya por la tarde, a última hora, el guardia de seguridad del edificio informó que la policía había cerrado el caso debido a que todo había quedado en que un desgraciado que andaba con grandes dificultades por un excesivo consumo de drogas se había caído y desnucado contra una escalera de incendios, y que debido a su envergadura y a su estado ebrio, el golpe había resultado fatal.
El sonido de los teléfonos era cada vez menos intenso y los contestadores automáticos eran los que empezaban a dar respuesta comunicando a los que llamaban que el horario de oficina había concluido y que para cualquier tipo de información llamasen dentro del horario establecido y en día laboral.
Entre tanto, recogíamos nuestros bártulos y nos disponíamos a tomar nuestra copa en el Phill’s Club.
Debo reconocer que la indignación se apoderó de mi. ¿Ya estaba? ¿Eso iba a ser todo lo que iba a suceder? ¿Nadie perdió un minuto más de su tiempo en tratar de averiguar por qué se apagaba una vida humana en un callejón? ¿No habían más preguntas?
—¿Estás bien? —me preguntó Sara—. Te noto muy ausente hoy.
—Descuida, estaré perfectamente bien... en las siguientes dos horas.
Siempre han dicho de mi que soy un tipo agresivo, pero en el mejor sentido de la palabra; es decir: alguien luchador, competitivo, muy duro en todo lo referente a mi trabajo y con una personalidad fuerte. Mi agresividad siempre ha estado muy bien canalizada, he sabido utilizarla de un modo constructivo y llevarla por el camino del tesón y la autoexigencia, quizá por eso soy el mejor en lo mío, y quizá por eso, y pese a mi agresividad, nunca he sido en absoluto violento. De modo... que encontrarme allí, junto a ese cuerpo inerte, sin vida y sabedor de que habían sido mis manos las que le habían dejado en ese estado, me tenía sumido en una profunda estupefacción y en un desasosiego extraño.
Así que esos 30 primeros minutos fueron de vacío y de ausencia absoluta en los que mi mente no esbozó el más mínimo pensamiento. Veía ese cuerpo tendido boca abajo, con los brazos en cruz, la cabeza ladeada y los ojos completamente abiertos, y lo contemplaba esperando que, por su parte, me dedicase algún indicio de vida... un parpadeo, un leve movimiento, un... volver en si. Imagino que esa primera media hora fue de no llegar a creer, que ese individuo estuviese verdaderamente muerto.
Leí también... (creo que fue en una revista de psicología que mi esposa debió comprar en algún kiosco y que rondaba por casa, ahora no sé), pero... recuerdo que leí que habían 15 minutos posteriores, lo que en el artículo denominaban, la segunda fase: la de “la acción”, en la cual el... “asesino” toma conciencia de su acto y mira a su alrededor para asegurarse de que se trata del único testigo del suceso e inmediatamente busca el modo de deshacerse del cadáver. De manera instintiva ya había mirado todos los rincones de aquel callejón, había explorado la zona en busca de alguna luz encendida procedente de alguna ventana, algún humo de cigarro que saliese de algún portal, o algún movimiento que delatase la presencia de alguien detrás de los cubos de basura o de las cajas amontonadas y vacías que se hallaban desperdigadas por la zona. Nada, todo estaba tan muerto como aquel individuo que yacía a mis pies. Lo lógico ahora, sería deshacerme del cuerpo, pero decidí actuar en función a mi propia lógica y no tocar nada, dejarlo todo como estaba y salir zumbando de allí.
A escasos metros se hallaba el bar de Carlos, conocido en la zona como el “Phill’s Club”, un lugar al que acudíamos todas las noches al salir de la oficina y en el que tomábamos unas copas y tonteábamos con las chicas de administración. Se trataba de un modo de desconectar de las reuniones, de las montañas de presupuestos y del sinfín de llamadas telefónicas diarias. El coqueteo con las secretarias, y que no dejaba de ser eso... un simple coqueteo, era una forma más de llevarse, de camino a casa, algún pensamiento que no fuese el trabajo.
Esa noche había salido de la oficina más tarde de lo normal y me dirigía hacia casa sin pasar por el “Phill’s”. Sentía la necesidad de llegar y encontrarme con los niños acostados, cenar con mi esposa y amodorrarme en el sofá delante del televisor. Generalmente el camino de regreso a casa y viceversa, lo hago a pie ya que se trata de un paseo de 20 minutos que me sienta muy bien. Acostumbro a tirar recto por la gran avenida, girar por la calle principal y a pocas manzanas ya estoy en casa, pero... esa noche parecía que el salirme de mi rutina me iba a traer complicaciones. Esa noche no bajé por la avenida, por eso, porque era tarde, así que decidí atajar por el callejón en el cual se me acercó ese individuo. Un tipo joven de una altura considerable y con un inequívoco aspecto de ir absolutamente colocado, apareció de golpe y se abalanzó sobre mi exigiéndome el maletín... El maletín, ignoro que pensaba encontrar en él, pero me imaginé su cara de sorpresa, si de haberlo conseguido, hubiese descubierto al abrirlo que no habían más que presupuestos, mi agenda, recortes de la prensa bursátil y mi reloj de pulsera que no creo que valga más de 20 pavos. Siempre he odiado los relojes, de modo que lo suelo llevar puesto en el despacho para estar atento a las reuniones, pero al salir del trabajo lo meto en el maletín como en un intento de olvidar que a lo largo de todo el día he estado demasiado pendiente del tiempo. No obstante se trataba de mi maletín y no estaba dispuesto a dárselo. Recuerdo que le empujé con él; en un principio traté de usarlo a modo de escudo aferrándome a él con las dos manos, pero al ver que el tipo iba acercándose e invadiendo mi espacio vital, lo usé para alejarle de mi. Aquel desgraciado llevaba un pedo terrible, perdió el equilibrio con mucha facilidad y se golpeó contundentemente la nuca con un el saliente de una escalera de incendios, a partir de ahí... ya conocen el resto de la historia.
Crucé la gran avenida en dirección al “Phill’s Club”. Al abrir la puerta, la música del interior se hizo patente y rompió por un instante el silencio de la noche. Era la hora a la que yo acostumbraba a largarme del bar, pero precisamente esa noche entraba en él. Estaba lleno de gente y no había nadie de la oficina ya que a excepción de las chicas de administración, todos los “ejecutas” habíamos salido tarde y tras despedirnos, cada cual decidió tomar el camino a su respectiva casa. Entre la multitud no vi tampoco a ninguna de las secretarias, al parecer o no habían venido o se habían largado ya. De todos modos, me aseguré de que no hubiese ninguna de ellas, y tratando de no ser visto, pero sin que pudiese parecer que me escondía, me dirigí a una de las mesas del fondo mientras me sacaba la americana y me desabrochaba el nudo de la corbata.
Creo que sin quererlo estaba entrando en la tercera fase de la que hablaba el artículo, la del “instinto de conservación”, en la que, por lo visto, en la media hora siguiente al tiempo ya transcurrido, uno trata de buscar una coartada.
La que solía ser nuestra mesa estaba vacía. Dejé sobre uno de los butacones verde oscuro mis herramientas de trabajo, me despeiné ligeramente el pelo con la mano y me dirigí a la barra para tratar de hablar con Carlos entre medio de aquel estruendo de música y gentío.
—Carlos, tío... ¿Qué pasa con mi whisky con hielo?
—¡Hostia!... ¿Qué haces por aquí?... Hoy no ha venido nadie de la ofi.
—¿Nadie?... ¿Ninguna de las chicas tampoco? —Imaginé que era bueno asegurar ese detalle.
—A decir verdad, Carmen y Sara han entrado a sacar tabaco de la máquina, me han saludado, pero inmediatamente se han ido —entre medio de una sonrisa socarrona, me dijo—. Parece ser que si los machos de la manada no rondáis por aquí, a ellas tampoco les hace tomar sus copas sin más.
—Eso parece —le devolví la sonrisa en el mismo tono—. Hoy hemos salido todos más tarde, pero me he resistido a irme a casa sin mi copa, y ... hace poco menos de una hora que te he pedido ese jodido whisky y estás pasando de mi.
—Oh vaya... no sabes como lo lamento, pero ni te he visto, ni recuerdo que me hayas pedido nada. Demasiado follón... ahora mismo te lo llevo.
Me dirigí hacia mi mesa cuando Carlos me interrumpió por el camino.
—¡Oye!... ¿Y cómo es que Carmen y Sara no se han quedado contigo?
A pesar del calor que hacía en el Phill’s se me heló la nuca y casi al mismo tiempo, se me empapó la camisa en sudor...
—Imagino... que cuando ellas han venido a por el tabaco... o yo aún no estaba o bien ni me han visto. Como ya te he dicho, llevo una hora en la mesa repasando mi agenda y esperando esa maldita copa, así que... ¡a ver si te espabilas!
—Descuida, te la llevo en un santiamén.
El Phill’s era el típico club nocturno al que la gente solía acudir al salir del trabajo, o bien después de cenar para tomar unas copas. Los jueves por la noche estaba a reventar de estudiantes, es decir, de caras para nada conocidas que en ningún caso podían dar o no fe de que yo llevaba allí una hora. Nadie se había fijado en si entraba o salía, a toda esa juventud, le importaba bien poco que podía hacer allí un hombre de mediana edad repasando una agenda.
—Aquí está tu whisky.
—Toma Carlos, cóbratelo ya, que me lo tomo y me largo... se me ha hecho muy tarde.
—De veras lo lamento.
—Tranquilo hombre... no pasa nada.
De mi cartera saqué un billete de 10 pavos, se lo di y le pedí que se quedase con el cambio. Tomé mi copa en un par de largos tragos, recogí mi agenda, me ajusté la corbata y con mi americana colgando de mi antebrazo me decidí a abandonar el local.
—No sé como puedes concentrarte en tu agenda con este escándalo. Los jueves esto es insoportable. —me comentó Carlos.
—Oh... no te creas que en la oficina es mejor. Uno ya está acostumbrado a concentrarse con los timbres de los teléfonos.
—¿Nos vemos mañana?
—Espero que si. De lo contrario... que tengas un buen fin de semana.
Allí dejé a Carlos pasando un paño por la mesa y recogiendo mi vaso vacío.
Mientras andaba por la avenida entré, sin duda, en la cuarta fase: la de “negación”. Fase en la que uno trata de negarse a sí mismo que ha sucedido lo ya inevitable. Pensé en aquel tipo, en que tenía una vida por delante, en que posiblemente tendría una madre que al enterarse de lo sucedido lloraría por él, pero que también sentiría un alivio extraño al ver que ya toda una vida de sufrimiento por un hijo torcido se había terminado. No obstante, hubiese retrocedido en el tiempo andar sobre mis propios pasos y descender por la avenida en lugar de haberme metido por ese callejón.
Me encontré ante la puerta de casa. Al paso lento y reflexivo que llevaba, los 20 minutos habituales se habían convertido en media hora, justo el tiempo que aquel artículo le daba a esa penúltima fase, de manera que sólo quedaba una, la quinta, para superar lo peor. ¿Sería pasar por esa fase -la de “la justificación”- y olvidarlo todo? En esos 15 minutos restantes para completar las dos horas el ser humano justifica su acto y se autoengaña dándose razones para poder vivir el resto de sus días con ello. Tomé la decisión de sentarme en uno de los peldaños que conducían hasta el portal de mi casa, fumar un cigarro y darme ese tiempo, esos 15 minutos. El resto del artículo –del cual recelé el día que lo leí – se había cumplido con una sorprendente exactitud, de modo que... ¿Por qué no tomarme ese tiempo y terminar de una vez por todas con eso? Entonces pensé que las cosas podrían haber ido peor, el tipo podría haber llegado a abrir mi maletín y darse cuenta de que no contenía nada de valor, podría haberme pedido la cartera y descubrir que escasamente llevaba 20 euros, e incluso podría haberme dañado ante la imposibilidad de sacar de mi nada más. Y lo que es peor, yo estaría herido o quizá muerto y él... paseando por las calles envuelto en la oscuridad de la noche y esperando a otras víctimas que terminarían corriendo la misma suerte que yo.
Estaba dándole la última calada a mi cigarro, casi a punto de quemar el filtro cuando por un breve instante, incluso me alegré de haber empujado a ese desgraciado y precipitarlo hacia su final. Lancé la colilla al suelo y mientras la pisaba con la suela del zapato le daba vueltas a ese artículo de la revista, un artículo absurdo, pero que en mi caso se estaba desarrollando con un sorprendente rigor. Claro que también imaginé que esas fases dependían mucho del tipo de personas, pero en principio, a alguien desenvuelto y acostumbrado a salir airoso de cualquier situación, ese análisis psicológico de cómo se desarrollaban las sensaciones ante un crimen accidental, le venía como anillo al dedo. Curioso. No puedo decir que me sintiese bien, pero... me sentía mejor.
Mi esposa se sorprendió de que llegase a esas horas. Le comenté que se había alargado la jornada, pero que me tomé la copa de rigor en el Phill’s. No me apeteció cenar, de modo que me senté en el sofá y ella se sentó a mi lado. Esa noche hicimos el amor. Hacía meses que no lo hacíamos, no por desamor, desencanto, o falta de interés, simplemente... la ocasión no se daba. No obstante esa noche tenía la necesidad de sentir cómo la vida fluía por todos los poros de mi piel y de sentir a alguien vivo a mi lado.
No dormí demasiado bien, me desperté en varias ocasiones y la escena del callejón se reconstruía una y otra vez en mi mente... sin desasosiego, sin desesperación, pero si de un modo llevaderamente inquietante.
Seguí pensando en ello cuando me levanté y mientras me aseaba. También durante el desayuno y veía a mis hijos preparándose para ir a la escuela. Pensé en qué pasaría por sus cabezas si se llegasen a enterar de que su padre se había convertido en un asesino. Me siguió un largo momento de angustia al pensar que existía la posibilidad de que la policía diese con el culpable y de que terminase pagando por eso con mis huesos en la cárcel. Repasé mentalmente el callejón como tratando de cerciorarme de que nadie pudo ser testigo de lo sucedido, repasé también mi coartada en el Phill’s con Carlos dando testimonio de que yo estuve allí a la hora en la que más o menos pudo tener lugar el accidente. Instantes antes yo estaba en la calle despidiéndome de los compañeros de trabajo, de manera que... todo estaba más o menos bien y conformaba un aspecto de verosimilitud absoluta. Me tranquilicé de nuevo, terminé mi café y me despedí de mi esposa y de mis hijos.
De camino a la oficina me detuve en el kiosco de cada mañana y compré la prensa bursátil. Saludé a Antonio el quiosquero que amablemente me devolvió el cambio mientras yo miraba, de reojo, a ver si alguna portada de la prensa ordinaria se hacía eco de la aparición de un cadáver en algún callejón de la zona. No me entretuve demasiado, no quería que Antonio me viese preocupado por nada. Era imprescindible que todo sucediese con normalidad.
Giré por la calle mayor y tomé la gran avenida, la gente transitaba por ella como cada día, nada parecía ser distinto a otros días con la excepción de que se trataba de un viernes y de que algunos llevaban una sonrisa dibujada en sus caras pensando en el fin de semana.
A una manzana del edificio de la oficina ya empecé a notar alguna diferencia con respecto a los otros días. Un par de coches de policía taponaban la entrada del callejón y un revuelo de gente permanecía curiosa por la acera, mientras, la guardia urbana trataba de que el tráfico fuese fluido.
—Caballero, cruce la calle si no le importa y vaya por la otra acera. —me solicitó un urbano.
—Oh... si, claro... ¿Qué ha sucedido? —Pregunté.
—Nada fuera de lo común... un yonqui ha aparecido muerto en ese callejón y se está llevando a cabo una investigación rutinaria.
—¿Muerto? Cielos... yo trabajo justo en el edificio de enfrente.
—¿De veras? Bien, si hay cualquier cosa que la policía deba saber, ya realizará las preguntas pertinentes. Por el momento nada más, no hay motivo para molestar a las personas decentes. Marche tranquilo.
—Está bien... muchas gracias.
El urbano siguió dirigiendo el tráfico y yo continué mi camino por donde él me había indicado. En la acera de enfrente, la que pertenecía al edificio de la oficina, empecé a ver caras conocidas: Raúl, Arturo y Sara estaban contemplando la escena.
—¿Te has enterado? —me preguntó Sara.
—Si, me lo ha contado un urbano... ¿Qué se sabe?
—Nada aún. El forense ha levantado el cadáver y una ambulancia se ha llevado el cuerpo hará unos 10 minutos, pero parece ser que se trataba de un drogadicto... dicen.
—Ya les está bien a toda esa panda de degenerados... que se mueran o que se maten entre ellos es lo mejor que nos puede suceder a los demás. —Arturo siempre fue un poco radical con esos temas, de manera que no nos extrañó a nadie su comentario.
—Y... la poli... ¿Ha hecho preguntas? —Traté de averiguar dirigiéndome a Raúl que era bastante más sensato.
—Si... han preguntado al conserje del edificio y a Carlos del bar, pero nadie vio ni oyó nada. No creen que llegase a tratarse ni de una pelea.
—Bueno tíos yo subo para la oficina que tengo que cerrar una operación. ¿Me acompañáis? —Arturo nos movilizó.
—Si, vamos que ya es tarde. —Respondió Sara.
Deslizamos nuestros respectivos pases por la entrada. Arturo le cedió el paso a Sara, y como de costumbre, la repasó de arriba a bajo, nos miró a Raúl y a mi y mientras suspiraba por las formas de Sara nos guiñó un ojo. Una vez en los ascensores Arturo lanzó una de sus bravuconadas que carecían de éxito con las mujeres, pero que siempre nos hacían reír a carcajadas.
—Joder Sara, reza porque nunca te quedes encerrada conmigo en uno de estos ascensores. Seguro que saldría la bestia que hay en mi y te arrancaría el tanga a bocados.
Las ocho personas confinadas en ese receptáculo que ascendía despacio tuvimos un momento de risa tonta mientras no perdíamos de vista la puerta del ascensor que se iba abriendo y cerrando a medida que alcanzaba nuevos pisos.
—Mira que eres bestia Arturo. —fue todo el comentario que Sara hizo ante semejante barbaridad.
Nadie más habló del tipo del callejón y después de tocar el tema del tanga de Sara, pareció que averiguar cómo era esa prenda, suscitó más interés que un cadáver aparecido a pocos metros de donde cada día movíamos fortunas de dinero. Por el resto... la mañana transcurrió con su prisa habitual. De vez en cuando me asomaba a la ventana de mi despacho y observaba como desaparecía la presencia policial, se quitaba la cinta amarilla de seguridad que limitaba la zona, y los mirones se dispersaban como si en realidad no hubiese sucedido nada.
A medio día comí con Raúl en el restaurante de costumbre, hojee la prensa y tampoco daba detalle alguno de lo sucedido.
Ya por la tarde, a última hora, el guardia de seguridad del edificio informó que la policía había cerrado el caso debido a que todo había quedado en que un desgraciado que andaba con grandes dificultades por un excesivo consumo de drogas se había caído y desnucado contra una escalera de incendios, y que debido a su envergadura y a su estado ebrio, el golpe había resultado fatal.
El sonido de los teléfonos era cada vez menos intenso y los contestadores automáticos eran los que empezaban a dar respuesta comunicando a los que llamaban que el horario de oficina había concluido y que para cualquier tipo de información llamasen dentro del horario establecido y en día laboral.
Entre tanto, recogíamos nuestros bártulos y nos disponíamos a tomar nuestra copa en el Phill’s Club.
Debo reconocer que la indignación se apoderó de mi. ¿Ya estaba? ¿Eso iba a ser todo lo que iba a suceder? ¿Nadie perdió un minuto más de su tiempo en tratar de averiguar por qué se apagaba una vida humana en un callejón? ¿No habían más preguntas?
—¿Estás bien? —me preguntó Sara—. Te noto muy ausente hoy.
—Descuida, estaré perfectamente bien... en las siguientes dos horas.
EL NEGRO ALBINO
El único sonido perceptible era el goteo intermitente de una ducha mal cerrada. Del techo colgaba una triste bombilla cuya tenue luz proyectaba sobre la pared las sombras de los escasos muebles que habían en el vestuario: una taquilla de aluminio, un par de sillas, la pica del lavabo coronada por un espejo y la camilla sobre la cual me hallaba sentado. Mis pies no tocaban suelo y alternos el uno con respecto al otro dibujaban un mecánico y acompasado vaivén. Aún llevaba puesto mi albornoz de raso rojo y en la espalda, estampadas en azul marino, las letras de mi nombre de guerra. “El Negro Albino”. Curioso que a “Tundero Joe” se le ocurriese ese nombre para mi, pero según él, y a pesar del color más bien lechoso de mi piel, mi forma de boxear le recordaba a la del gran “Sugar Ray”. Sobre mis muslos descansaban mis brazos y mi mirada andaba perdida entre los vendajes que aún cubrían mis manos entrelazadas. Yo diría que se podían contar por cientos las gotas de sudor que se acumulaban en mi frente, de vez en cuando alguna de ellas iniciaba un lento descenso y a su paso se unía a otras formando una gota mayor que aumentaba su velocidad y se deslizaba por mi nariz hasta que finalmente caía sobre la amarillenta toalla que tenía en mi regazo.
El olor a linimiento permanecía aún en la estancia y me hacía rememorar con satisfacción lo que había sido la pelea de esa velada. Haría poco más de una hora que Tundero y yo habíamos estado juntos en ese mismo vestuario disponiendo los últimos detalles del combate.
—Y no lo olvides negro: pegas y te apartas, pegas y te apartas, pegas y te apartas— me sugería el viejo a la vez que dibujaba fintas y Jabs en el aire.
—Descuida, se cómo tratar a ese crío.
—¡Maldita sea! Eso es lo malo, él es un crío y tu un anciano. Aún ignoro cómo hemos aceptado esta pelea, pero da igual, aquí estamos, así que vamos a echarle huevos— el viejo seguía instruyéndome y untando vaselina en mis pómulos, en mis sienes y en los costados de mi nariz—. Trata de no caer en su juego, no le cedas el centro del ring. No te dejes llevar a una esquina. Apenas tienes fondo, mantén la distancia y ni se te ocurra entrar a un intercambio de golpes. Haz el favor de ser listo, ya no tienes veinte años —esos consejos de Tundero venían, casi siempre, acompañados de rítmicos golpecitos que con sus dedos índice y corazón estampaba sobre mi cocorota en un intento de grabarlos en mi sesera; proseguía—. Así que ya sabes: pegas y te apartas, pegas y te apartas, pegas y te apartas. ¿Me has entendido negro?
—Te he entendido viejo, perfectamente.
—¡Me has entendido!— gritó una vez más clavando sus ojos en los míos y remostando su nariz en mi nariz.
Dos narices destrozadas eran el símbolo inequívoco de que ambos estábamos curtidos en eso de partirnos la cara por los rings. Tundero fue una estrella en su época, e incluso llegó a disputarle el título de campeón del mundo de los pesos medios a “Douglas Submachine Gun”. El combate tuvo lugar en Inglaterra y pese a que Tundero se alzó con la victoria, su triunfo no fue reconocido por la asociación. El viejo nunca habla de ello, pero la leyenda cuenta que fue expulsado del Reino Unido sin su merecido título ya que durante las noches londinenses mantuvo algo más que un flirteo con una dama muy importante de la realeza británica. A su regreso a Cuba se le dio la espalda, se le cancelaron varias peleas y decidió echar mano de sus ahorros, venirse a Barcelona, y abrir un gimnasio en el que entrenar a futuras promesas.
Yo fui uno de sus gladiadores favoritos durante unos siete años. Le di varias satisfacciones y acumulé algunos premios en la vitrina de su despacho, pero según él, la edad y los golpes estaban empezando a pasarme factura, total: la nariz rota innumerables veces, tres muelas voladas, derrame de líquido sinovial en nudillos y muñecas, costillas fisuradas y una fractura en los huesos de mi mano izquierda. Una izquierda que en su día fue un martillo y que ahora sólo servía para mantener a distancia a mi rival. Pero... ¿Qué es eso? Nada para alguien acostumbrado a dirigirse hacia el dolor en lugar de huir de él. Prueba de ello había sido esa última pelea, la de esa misma noche en la que mis viejos y quebrados huesos habían sabido aguantar los doce interminables asaltos. Ni tan solo en los descansos rocé el taburete con mis posaderas. Mi rival, “El Turco” mordió la lona por dos veces y en una de ellas tuvo que andar a gatas y desorientado en busca de su protector bucal. Entre los asaltos séptimo y octavo no fue capaz ni de oír la campana y el árbitro tuvo que sacarlo del ring mientras él lanzaba manotazos al aire sin saber ni dónde estaba. El público se había puesto en pie vitoreando mi nombre en una velada memorable.
No obstante, ya era hora de plantearse una digna retirada al terminar esa temporada. Era algo que aún tenía que decidir, los combates iban muy bien para pagar facturas y llevar un buen dinero para mi mujer y los niños. Si aceptase el puesto en el gimnasio como entrenador dudo que sacase una cuarta parte.
Salí de golpe de mis pensamientos al oír la puerta del vestuario y me giré en dirección a ella. Tundero acababa de entrar y se acercaba hacia mi con la mirada rastreando el suelo, el ceño fruncido y los puños apretados.
—¡Mierda negro! Que injusto. Has machacado a ese mequetrefe.
—Lo sé viejo, estoy satisfecho de veras.
—¿Satisfecho? Nos acaban de robar un combate y estás... ¿Satisfecho? — Tundero se me acercaba buscando mi mirada y tratando de comprobar que no estaba sonado—. Hijo, a ver si te enteras. Has perdido ese combate. ¿Me oyes? —me lo repitió una vez más y elevando el tono de voz—. Hijo... ¡Has perdido!
—Vamos hombre, ese turco ha peleado muy bien. Ha tenido sus momentos bajos, pero ha remontado al final y se ha partido el alma por hacer una pelea limpia y honesta.
Tundero abrió la taquilla y sacó una botella de Brandy, se dirigió hacia la pica del lavabo y cogió un vaso roñoso que había boca abajo. Dándome la espalda se fue hacia la puerta dispuesto a abandonar el vestuario mientras seguía con su discurso.
—De veras negro que no te entiendo. Ahí estás con esa sonrisa estúpida y tan feliz. Entérate, ¡has perdido!
Cerró la puerta de golpe y se largó. Oí como sus juramentos se alejaban con él hasta que terminaron siendo imperceptibles y mientras, yo permanecí por un rato más sentado en la camilla.
El olor a linimiento permanecía aún en la estancia y me hacía rememorar con satisfacción lo que había sido la pelea de esa velada. Haría poco más de una hora que Tundero y yo habíamos estado juntos en ese mismo vestuario disponiendo los últimos detalles del combate.
—Y no lo olvides negro: pegas y te apartas, pegas y te apartas, pegas y te apartas— me sugería el viejo a la vez que dibujaba fintas y Jabs en el aire.
—Descuida, se cómo tratar a ese crío.
—¡Maldita sea! Eso es lo malo, él es un crío y tu un anciano. Aún ignoro cómo hemos aceptado esta pelea, pero da igual, aquí estamos, así que vamos a echarle huevos— el viejo seguía instruyéndome y untando vaselina en mis pómulos, en mis sienes y en los costados de mi nariz—. Trata de no caer en su juego, no le cedas el centro del ring. No te dejes llevar a una esquina. Apenas tienes fondo, mantén la distancia y ni se te ocurra entrar a un intercambio de golpes. Haz el favor de ser listo, ya no tienes veinte años —esos consejos de Tundero venían, casi siempre, acompañados de rítmicos golpecitos que con sus dedos índice y corazón estampaba sobre mi cocorota en un intento de grabarlos en mi sesera; proseguía—. Así que ya sabes: pegas y te apartas, pegas y te apartas, pegas y te apartas. ¿Me has entendido negro?
—Te he entendido viejo, perfectamente.
—¡Me has entendido!— gritó una vez más clavando sus ojos en los míos y remostando su nariz en mi nariz.
Dos narices destrozadas eran el símbolo inequívoco de que ambos estábamos curtidos en eso de partirnos la cara por los rings. Tundero fue una estrella en su época, e incluso llegó a disputarle el título de campeón del mundo de los pesos medios a “Douglas Submachine Gun”. El combate tuvo lugar en Inglaterra y pese a que Tundero se alzó con la victoria, su triunfo no fue reconocido por la asociación. El viejo nunca habla de ello, pero la leyenda cuenta que fue expulsado del Reino Unido sin su merecido título ya que durante las noches londinenses mantuvo algo más que un flirteo con una dama muy importante de la realeza británica. A su regreso a Cuba se le dio la espalda, se le cancelaron varias peleas y decidió echar mano de sus ahorros, venirse a Barcelona, y abrir un gimnasio en el que entrenar a futuras promesas.
Yo fui uno de sus gladiadores favoritos durante unos siete años. Le di varias satisfacciones y acumulé algunos premios en la vitrina de su despacho, pero según él, la edad y los golpes estaban empezando a pasarme factura, total: la nariz rota innumerables veces, tres muelas voladas, derrame de líquido sinovial en nudillos y muñecas, costillas fisuradas y una fractura en los huesos de mi mano izquierda. Una izquierda que en su día fue un martillo y que ahora sólo servía para mantener a distancia a mi rival. Pero... ¿Qué es eso? Nada para alguien acostumbrado a dirigirse hacia el dolor en lugar de huir de él. Prueba de ello había sido esa última pelea, la de esa misma noche en la que mis viejos y quebrados huesos habían sabido aguantar los doce interminables asaltos. Ni tan solo en los descansos rocé el taburete con mis posaderas. Mi rival, “El Turco” mordió la lona por dos veces y en una de ellas tuvo que andar a gatas y desorientado en busca de su protector bucal. Entre los asaltos séptimo y octavo no fue capaz ni de oír la campana y el árbitro tuvo que sacarlo del ring mientras él lanzaba manotazos al aire sin saber ni dónde estaba. El público se había puesto en pie vitoreando mi nombre en una velada memorable.
No obstante, ya era hora de plantearse una digna retirada al terminar esa temporada. Era algo que aún tenía que decidir, los combates iban muy bien para pagar facturas y llevar un buen dinero para mi mujer y los niños. Si aceptase el puesto en el gimnasio como entrenador dudo que sacase una cuarta parte.
Salí de golpe de mis pensamientos al oír la puerta del vestuario y me giré en dirección a ella. Tundero acababa de entrar y se acercaba hacia mi con la mirada rastreando el suelo, el ceño fruncido y los puños apretados.
—¡Mierda negro! Que injusto. Has machacado a ese mequetrefe.
—Lo sé viejo, estoy satisfecho de veras.
—¿Satisfecho? Nos acaban de robar un combate y estás... ¿Satisfecho? — Tundero se me acercaba buscando mi mirada y tratando de comprobar que no estaba sonado—. Hijo, a ver si te enteras. Has perdido ese combate. ¿Me oyes? —me lo repitió una vez más y elevando el tono de voz—. Hijo... ¡Has perdido!
—Vamos hombre, ese turco ha peleado muy bien. Ha tenido sus momentos bajos, pero ha remontado al final y se ha partido el alma por hacer una pelea limpia y honesta.
Tundero abrió la taquilla y sacó una botella de Brandy, se dirigió hacia la pica del lavabo y cogió un vaso roñoso que había boca abajo. Dándome la espalda se fue hacia la puerta dispuesto a abandonar el vestuario mientras seguía con su discurso.
—De veras negro que no te entiendo. Ahí estás con esa sonrisa estúpida y tan feliz. Entérate, ¡has perdido!
Cerró la puerta de golpe y se largó. Oí como sus juramentos se alejaban con él hasta que terminaron siendo imperceptibles y mientras, yo permanecí por un rato más sentado en la camilla.
ANNA MARIA EN BUCLE
Anna Maria es una chica muy normal que se conforma con lo que le da la vida y su máxima ambición está en no ir a menos en eso que la vida le da. Desea tan poco más de lo que ya tiene que sus posibilidades de frustración o fracaso son escasas, por no decir nulas. Trabaja ocho horas al día, a excepción de alguno que tiene que alargar un poco más por no dejar alguna cosa a medias, pero esos días, apunta esas horas y las cobra como extras además de sus mil euros de cada fin de mes. Es relativamente atractiva (ser relativamente atractiva significa no ser atractiva de una manera absoluta), es decir; Anna Maria gana puntos en una segunda mirada, y a fuerza de mirarla por una tercera o una cuarta vez mejora considerablemente en su atractivo, a veces, eso pasa con algunas personas. Le gusta pasar muchos fines de semana en casa y hacer sus cosas, otros se va con una amiga que tiene una casita en la montaña, y algunos, los que menos, sale con un grupo de amigos y va de copas a algún bar o ronda por alguna discoteca por si acaso “cae algo”. No tiene novio, pero si algún medio-amigo-especial con quien, de vez en cuando, se organiza una sesión de intenso magreo, e incluso, en ocasiones, llega a entregarse completamente al menester hasta que el alba da paso al día, eso si... sólo en ocasiones, ya que Anna Maria es muy mirada para esas cosas y a pesar de que la calentura y el arrumaco le gustan mucho, tampoco es de esas que está dispuesta a hornearle el pan a cualquiera, así que, tan solo cuando le apetece obsequia su dulce con todos sus jugos a aquel que se le antoja merecedor de llevarse tanta parte de su intimidad. Y bien que hace, tampoco están las cosas como para que cualquiera ande jugando al tun tun por la entrepierna de una con según qué, a saber de donde ha salido por más medidas profilácticas que se pongan de por medio. A Anna Maria le agrada el olor a menta fresca, a espliego y a albahaca, le gusta leer novelas livianas, mirar programas de televisión, escuchar la música de moda a través de sus walk-man Mp3 durante los cuatro recorridos de metro diarios en la línea 3, y por las noches, saborear con deleite su café con leche antes de lavarse los dientes y acostarse. Le cautiva el dulce, y de vez en cuando, contempla delante del espejo sus cartucheras y su barriga, no es que tenga necesidad alguna de verse divina, sabe de sobra que no es divina, pero hay en ella cierto interés, cuanto menos, en mantener lo que tiene por cuanto más tiempo mejor. Algún día a la semana (preferentemente en miércoles) Anna Maria entra en una tienda de golosinas y en una bolsa mete un puñado de ositos de goma –su gran pasión-, le encanta sentir la textura de esas formas gelatinosas de colores y notar cómo el azúcar se deshace en el interior de su boca mientras pasea por la calle con su bolsa en la mano. Sus ojos miran con atención a través de los cristales enmarcados en la fina montura roja de sus gafas y observan el ir y venir de la gente, a la vez que el viento mece con suavidad algún que otro rizo de pelo rubio que juguetea por su cara. Anna Maria vive sola, había conseguido independizarse de sus padres a los 22 años y librarse de la tiranía que ejercía sobre ella su hermana mayor. Teresa (su hermana) le lleva cinco años, pero Anna Maria abandonó el nido antes que ella. Para Anna Maria eso fue uno de los triunfos más sonados de su vida ya que su hermana, debido a sus estudios y a su gran preparación, prometía a priori mucho, y en cambio, allí está, en casa de los padres y viviendo de la sopa boba porque le falta aquello que tiene Anna Maria.
Lo que Anna Maria tiene , es que es una chica muy normal que se conforma con lo que le da la vida y su máxima ambición está en no ir a menos en eso que la vida le da. Desea tan poco más de lo que ya tiene que sus posibilidades de frustración o fracaso son escasas, por no decir nulas. Trabaja ocho horas al día, a excepción de alguno que tiene que alargar un poco más por no dejar alguna cosa a medias, pero esos días apunta esas horas y las cobra como extras además de sus mil euros de cada fin de mes. Es relativamente atractiva (ser relativamente atractiva significa no ser atractiva de una manera absoluta), es decir; Anna Maria gana puntos en una segunda mirada, y a fuerza de mirarla...
Lo que Anna Maria tiene , es que es una chica muy normal que se conforma con lo que le da la vida y su máxima ambición está en no ir a menos en eso que la vida le da. Desea tan poco más de lo que ya tiene que sus posibilidades de frustración o fracaso son escasas, por no decir nulas. Trabaja ocho horas al día, a excepción de alguno que tiene que alargar un poco más por no dejar alguna cosa a medias, pero esos días apunta esas horas y las cobra como extras además de sus mil euros de cada fin de mes. Es relativamente atractiva (ser relativamente atractiva significa no ser atractiva de una manera absoluta), es decir; Anna Maria gana puntos en una segunda mirada, y a fuerza de mirarla...
ESE FUE EL TRATO
Unté un par de rebanadas de pan de molde con mayonesa. En realidad... detesto la mayonesa, pero me había quedado sin mantequilla y no soportaba la idea de comerme un sándwich de york y queso a palo seco; sin mantequilla ni mayonesa, y con esa desagradable sensación de que al masticar se te pega todo en el cielo de la boca.
Estaba colocando una loncha de queso sobre el pan recién untado y abriendo una Budweiser mientras Richard me contaba qué tal le había ido el trabajo del día.
—... Pues allí el tipo aquel... sangrando y gritando como un cerdo. ¡El muy hijo de puta! Yo que había decidido meterle dos cuchilladas para no armar escándalo con la puta pistola, y al muy cabrón le da por no morirse y ponerse a chillar.
—Sólo a ti se te ocurre olvidarte del silenciador... ¿Qué hiciste al final?
—Oh, al final... Oye... ¿Podrías prepararme uno de esos?
Richard hacía rato que miraba atentamente el proceso de elaboración de mi sándwich y se le estaba haciendo la boca agua.
—¡Si joder! Ahora te hago uno, pero cuéntame cómo terminó la historia.
—Pues verás, por suerte, en el taller en el que estábamos había una enorme maza que utilizaban para trabajar las planchas de aluminio. Así que la agarré, la levanté por encima de mi cabeza y le sacudí con todas mis fuerzas.
—Al menos se callaría el tipo... ¿No?
—Que si calló... La cabeza se le abrió como un coco, pero claro... lo chungo fue deshacerse del fiambre.
—¿Mayonesa?
—... ¿Cómo?
—Que si quieres mayonesa.
—Oh si... ponme un poco de esa mierda, gracias. Pues como te contaba... deshacerme de esa bola de sebo fue una tocada de huevos, pero el cliente pidió expresamente que el cuerpo debía desaparecer. Así que limpié bien toda aquella carnicería, metí al jodido gordo en el coche robado y le pegué fuego en un descampado a 200 kilómetros del lugar. Luego tuve que andar unos 40 minutos hasta encontrar un lugar en el que alquilar un automóvil para poder regresar.
—Vaya... un trabajo de mierda. ¿Eh?
—Ya lo creo... estoy por pedirle un extra a quien nos encargó el trabajito, aunque sólo sea por lo que me costó la puta gasofa.
—De sobra sabes que el precio queda cerrado de antemano.
—Lo sé, lo sé... eso es lo malo.
Me senté en el sofá junto a Richard, aparté de la mesita los mandos a distancia, el cenicero y dejé espacio para los platos con los sándwichs y las dos Budweisers.
Richard cogió el sándwich y le dio un bocado. Sin duda estaba hambriento. Eso de darle matarile a alguien ya no le quitaba el apetito y se estaba empezando a convertir en un buen profesional.
Con la boca llena y masticando con ganas se levantó del sofá, se quitó la sobaquera en la que guardaba su Glock, la colgó delicadamente en el respaldo de una silla, se quitó la camisa y la dejó de cualquier manera, sin mirar, allí donde cayera ya estaría bien. Mientras masticaba y se frotaba la nariz con el dorso de su mano, se dirigió de nuevo hacia el sofá y se dejó caer con las ganas de quien por fin... se encuentra con su momento de merecido descanso.
Mientras, yo finiquitaba mi tentempié y me disponía a tomar el último trago de mi extinta cerveza. Sin duda no se trató de una gran cena, pero sí del pretexto para, seguidamente, poder fumarme un cigarro.
Imagino que habría dejado de fumar mucho tiempo atrás, incluso creo que no hubiese llegado a fumar jamás de no ser porque me ponía absolutamente cachondo todo el ritual de liarme un cigarro con una buena picadura de tabaco y encenderlo con mi Zippo. El olor a gasolina y ese ruido... ese ¡Check! de esos jodidos encendedores te crean más adicción al ritual en sí, que la propia nicotina.
Richard terminó su cerveza y aún con la botella en la mano, dejó salir un sonoro eructo.
—¡Joder tío!... ¡Que asco das!
—¿Asco?... Vamos no me jodas. ¿Qué coño querías que hiciese con ese puto gas?
—Pues no sé, pero hay maneras de tirarse un eructo tío... Háztelo mirar.
—Verás... — Richard se apoyó en el sofá sobre su costado, medio girándose hacia mi y dispuesto a contarme... una de sus teorías— ...Tengo una teoría sobre eso de los gases...
—Ya empezamos... —Miré al techo intentando cargarme de paciencia a la vez que soltaba el humo del cigarro.
—No, de veras... es una buena teoría. Sí Dios existe –cosa que no dudo- y le dio por llenarnos el estómago de gases, así, sin más... es que es un jodido hijo de puta. Pero lejos de eso, su misericordia para con nosotros es tan absoluta que para que podamos liberarnos de semejante malestar, nos dio también un par de orificios a través de los cuales aliviarnos. De modo... que los eructos y los pedos, si lo analizas bien... se tratan indirectamente de una obra divina.
—Estás chalado.
—Si claro... llámame chalado, pero un buen pedo... es música para mis oídos.
Dicho eso y tras haberse quedado tan a gusto después de su sonada liberación, impulsó su cuerpo hacia delante, tomó el mando a distancia del televisor y le quitó el sonido al Late-Night de James Cassidy.
—¡Eh! ¿Qué se supone que haces? Me gusta ver el programa de ese loco.
—¿Ese loco te gusta?
—¡Si, me gusta! Cuenta chistes y hace entrevistas divertidas. Además... sus monólogos no tienen desperdicio.
—¿De veras?... Yo no entiendo sus chistes. A decir verdad... no entiendo una palabra de lo que dice.
Richard me miraba sorprendido. A veces tenía tan pocas luces que incluso se admiraba de que alguien fuese capaz de entender un programa de humor.
—Anda... dale volumen. ¿Quieres? —Le insistí.
—No tío, en serio... tenemos que hablar y este es un buen momento.
El novato quería hablar, y yo... un dinosaurio en este oficio ya me temí que sería una conversación larga.
—Con respecto a lo de antes... tienes razón en que no puedo pedir un extra a un cliente, pero...
—¿Pero? —Pregunté mientras empezaba a liarme un nuevo cigarro.
—Bueno... se gana bastante dinero con esto, no me puedo quejar, pero no puedo ingresarlo en un banco, no tengo una nómina y eso me impide pedir un préstamo... Estoy deseando comprarme una casa, y ¡joder!... aún no me llega y no sé hasta cuando cojones tendré que esperar.
Pasé la lengua por la parte adhesiva del papel de fumar. Me hallaba absolutamente entregado al ritual y debido a ello, provoqué un largo silencio tras las últimas palabras de Richard. Lo cierto era que el menester al cual estaba entregado merecía cierta concentración, pero además, empezaba a intuir por dónde iría la charla.
—¿Y?... —Le pregunté.
—Bueno, pues... ya que no se lo puedo pedir al cliente... me gustaría que hablásemos de ese 25% que te quedas por cada trabajo.
—¿Qué la pasa a ese 25%?
—Me parece excesivo, además... no entiendo demasiado bien qué haces con esa pasta.
—Ya, pero... ese fue el trato Richard.
—Lo sé, ese fue el trato, pero me gustaría saber si... es negociable. Simplemente eso.
¡Clinck... chassss... Check!... Encendí mi cigarro. En serio... me encanta ese ruido. Me quedé contemplando de reojo mi encendedor mientras tomaba una profunda calada.
—Lo lamento Richard, pero no... no es negociable. Además no tengo porque darte explicación alguna de qué hago con esa pasta, no es tu problema, pero... te recuerdo que dispongo de un local en el cual tengo media docena de coches para realizar los trabajos, hay que mantenerlos, hay que conseguir pasaportes y documentación y... hay que viajar para encontrar a nuevos clientes.
—Si vale, pero todo eso... ¿Conlleva tanto gasto?
—Mira Richard... suponiendo que me lo gastase en putas... se trata de mi dinero, de los gastos, y del trato al que llegamos cuando decidimos que te metías conmigo en esto.
—Si, de acuerdo... el trato, el maldito trato, pero mira, por ejemplo... el trabajo de esta tarde. Yo me he ocupado de todo. Ni tan siquiera ha sido como otras veces en las que lo hemos hecho a medias y tú... te llevas el 25%. ¿Por qué? ¿Qué diablos has hecho tú?
—Hice el contacto con el cliente, negocié un buen precio, planee el tema y te lo cedí a ti. ¿Consideras que eso es poco?
—Bueno... ya puestos no hacía falta que hicieses ni eso. También yo puedo buscarme un cliente.
—Sin duda, pero ... da la casualidad que a este... lo busqué yo.
Richard se levantó contrariado del sofá. Buscaba sin éxito su camisa. Estaba nervioso y frustrado porque el discurso que había estado preparando durante esos 200 kilómetros de regreso no surtía el menor efecto, al contrario, se estaba encontrando con una pared.
Yo le miraba convencido de que comprendería la situación y de que esos nervios terminarían convirtiéndose en una disculpa tras entender y hacerse cargo del tema. Richard era un buen tipo, podría decirse que incluso nos unía cierta amistad, pero por desgracia era demasiado joven, así que en cierto modo... todo era debido simplemente a eso.
—¿Dónde diablos está mi camisa?
—Ahí... ha caído justo detrás del mueble del televisor.
—Oh si... ya la veo.
Se agachó a recogerla y se incorporó de nuevo para ponérsela. Mientras abrochaba sus botones me miró con cierta expresión de fastidio.
Seguro que no tardaría en darse cuenta de que, en el fondo, lo que ha aprendido de este entorno oscuro en el que nos movemos me lo debe a mi. En este trabajo no basta tan solo con que no te tiemble el pulso en el momento de disparar un arma sobre alguien, sea hombre o mujer. No sólo vivimos de los encargos que nos hacen, sino que sobrevivimos gracias a que no damos demasiados datos sobre nosotros mismos, y que una vez hecho un trabajo es prácticamente imposible localizarnos a menos, que no sea mediante terceros ya que no son pocos los que deciden darle puerta al “mensajero” para no dejar ningún cabo suelto. Y mejor no hablar de los que se hacen los remolones a la hora de entregarte el total de lo acordado. Yo enseñé a Richard a moverse bastante bien por todo ese lodo durante el par de años que llevábamos juntos, y todo eso, sí era capaz de valorarlo en su justa medida... no tenía precio.
—¿Todo bien Richard?
—Pues francamente no... veo que no se puede hablar contigo de dinero.
—Richard, el negocio que yo tengo y del cual te dejo participar, no se trata precisamente de una ONG, de modo que si tienes problemas financieros es tu problema. No me cargues a mi esa responsabilidad. ¿Queda claro?
—No, no me convence, pero si esas son las condiciones y no hay más huevos... pues no me queda otra que aceptarlas.
Mal asunto. El polluelo no entraba en razón y estaba en un punto en el que difícilmente llegaría a hacerlo por más vueltas que le diese al tema.
Sí en este negocio, alguien no es capaz de ver una obviedad de tal calibre, la tensión en el trabajo puede llegar a ser horrorosa.
—Anda... ponte bien esa jodida camisa y vamos al almacén.
—¿Al almacén ahora? Estoy deseando llegar a casa y darme un baño... aún tengo pegado en mis narices el olor a sesos del gordo de esta tarde.
—Iremos ahora Richard. La semana que viene tenemos un trabajo y hay que sustituir las matrículas del coche que vamos a utilizar.
—Tú mandas... como siempre.
La noche estaba en calma, apetecía una paseo... lástima que el almacén estaba tan cerca de mi casa.
Richard y yo levantamos la puerta de hierro, guardé el candado en uno de mis bolsillos y mientras él encendía la luz yo trataba de volver a cerrar la puerta metálica con no poco esfuerzo.
—Coge el destornillador de la caja de herramientas y ve desatornillando las placas. Yo voy al despacho a buscar las otras.
—De acuerdo, démonos prisa que ya he tenido bastante por hoy.
—Vuelvo enseguida y te ayudo con eso.
Sobre un viejo mueble de mi despacho había una botella de whisky empezada, me serví un trago en un vaso pequeño y me lo tomé con cierta calma. Volví a llenar el vaso y tomé un segundo trago con algo más de premura, al poco rato, salí del despacho.
Richard me estaba esperando al lado del coche que nos iba a servir para el siguiente trabajo. Como de costumbre, había realizado mi encargo rápida y eficazmente.
—¿Y las matrículas? —Me preguntó.
Cuando un par de boxeadores discuten se lían a hostias, cuando un matrimonio se pelea se tiran los platos, cuando riñen dos borrachos se lanzan botellas, pero... cuando dos pistoleros se encabronan o no llegan a un acuerdo... tarde o temprano uno de los dos saca su “freidora” y deja al otro tendido en el suelo con un agujero entre las cejas del tamaño del plomo que escupe un 3-57.
El vacío del local se llenó de un intenso ruido que apenas duró un par de segundos. El cuerpo de Richard cayó al suelo panza arriba con un agujero en la boca del estómago y parpadeando ante los tubos fluorescentes que se hallaban en el techo.
Los rostros de todos aquellos que han pasado por tu pistola suelen aparecer tarde o temprano en sueños. Es una desagradable compañía a la que uno no llega a acostumbrarse por más tiempo que pase. Quizá por eso es recomendable no mirar nunca a los ojos de aquellos a los que les das plomo. Un rostro dice mucho, pero recordar una mirada es verdaderamente insoportable. No obstante, mirar a los ojos de aquellos a los que hay que eliminar, pero que nos son conocidos, viejos amigos o simplemente personas por las que uno siente aprecio, es una muestra de respeto.
Mi pistola estaba dejando de echar humo. Me acerqué a Richard y me agaché junto a él.
—¿Qué tal estás muchacho? —Le pregunté.
—¿Por... Por qué has hecho esto?... ¿Qué diablos...?
—Tranquilo Richard, no te muevas y relájate. Estoy junto a ti.
—Cojones tío... ¿Por qué...?
—Son los negocios hijo. Te enseñé que en este asunto no era fácil encontrar a nadie en quien confiar.
—Oh Dios mío... me muero. No... no entiendo...
—Sin duda en el tiempo que lamentablemente ya no tienes... hubieses llegado a entenderlo, pero ahora... ya es tarde.
—Oh vamos por favor... llama a un... médico.
—Descuida... he hecho un buen trabajo.
Creo que esas palabras ya no las oyó. Sus ojos se quedaron mirando los fluorescentes, pero sin parpadear, la luz ya no era molesta, ya nada lo era.
Me lié un nuevo cigarro junto a él y pensé que por la mañana me desharía del cuerpo. Era tarde, estaba algo cansado y toda esa mierda me había abierto el apetito. Recordé que Richard se había tomado la última Budweiser de mi nevera y que poco más que pan de molde y esa repugnante mayonesa era lo que tenía por casa, de manera que decidí darme una vuelta por el bar de Jack y tomarme uno de esos deliciosos sándwich de pavo que él preparaba.
Por el camino tan solo me acompañaba la noche.
Clinck... chassss... Check!...
Estaba colocando una loncha de queso sobre el pan recién untado y abriendo una Budweiser mientras Richard me contaba qué tal le había ido el trabajo del día.
—... Pues allí el tipo aquel... sangrando y gritando como un cerdo. ¡El muy hijo de puta! Yo que había decidido meterle dos cuchilladas para no armar escándalo con la puta pistola, y al muy cabrón le da por no morirse y ponerse a chillar.
—Sólo a ti se te ocurre olvidarte del silenciador... ¿Qué hiciste al final?
—Oh, al final... Oye... ¿Podrías prepararme uno de esos?
Richard hacía rato que miraba atentamente el proceso de elaboración de mi sándwich y se le estaba haciendo la boca agua.
—¡Si joder! Ahora te hago uno, pero cuéntame cómo terminó la historia.
—Pues verás, por suerte, en el taller en el que estábamos había una enorme maza que utilizaban para trabajar las planchas de aluminio. Así que la agarré, la levanté por encima de mi cabeza y le sacudí con todas mis fuerzas.
—Al menos se callaría el tipo... ¿No?
—Que si calló... La cabeza se le abrió como un coco, pero claro... lo chungo fue deshacerse del fiambre.
—¿Mayonesa?
—... ¿Cómo?
—Que si quieres mayonesa.
—Oh si... ponme un poco de esa mierda, gracias. Pues como te contaba... deshacerme de esa bola de sebo fue una tocada de huevos, pero el cliente pidió expresamente que el cuerpo debía desaparecer. Así que limpié bien toda aquella carnicería, metí al jodido gordo en el coche robado y le pegué fuego en un descampado a 200 kilómetros del lugar. Luego tuve que andar unos 40 minutos hasta encontrar un lugar en el que alquilar un automóvil para poder regresar.
—Vaya... un trabajo de mierda. ¿Eh?
—Ya lo creo... estoy por pedirle un extra a quien nos encargó el trabajito, aunque sólo sea por lo que me costó la puta gasofa.
—De sobra sabes que el precio queda cerrado de antemano.
—Lo sé, lo sé... eso es lo malo.
Me senté en el sofá junto a Richard, aparté de la mesita los mandos a distancia, el cenicero y dejé espacio para los platos con los sándwichs y las dos Budweisers.
Richard cogió el sándwich y le dio un bocado. Sin duda estaba hambriento. Eso de darle matarile a alguien ya no le quitaba el apetito y se estaba empezando a convertir en un buen profesional.
Con la boca llena y masticando con ganas se levantó del sofá, se quitó la sobaquera en la que guardaba su Glock, la colgó delicadamente en el respaldo de una silla, se quitó la camisa y la dejó de cualquier manera, sin mirar, allí donde cayera ya estaría bien. Mientras masticaba y se frotaba la nariz con el dorso de su mano, se dirigió de nuevo hacia el sofá y se dejó caer con las ganas de quien por fin... se encuentra con su momento de merecido descanso.
Mientras, yo finiquitaba mi tentempié y me disponía a tomar el último trago de mi extinta cerveza. Sin duda no se trató de una gran cena, pero sí del pretexto para, seguidamente, poder fumarme un cigarro.
Imagino que habría dejado de fumar mucho tiempo atrás, incluso creo que no hubiese llegado a fumar jamás de no ser porque me ponía absolutamente cachondo todo el ritual de liarme un cigarro con una buena picadura de tabaco y encenderlo con mi Zippo. El olor a gasolina y ese ruido... ese ¡Check! de esos jodidos encendedores te crean más adicción al ritual en sí, que la propia nicotina.
Richard terminó su cerveza y aún con la botella en la mano, dejó salir un sonoro eructo.
—¡Joder tío!... ¡Que asco das!
—¿Asco?... Vamos no me jodas. ¿Qué coño querías que hiciese con ese puto gas?
—Pues no sé, pero hay maneras de tirarse un eructo tío... Háztelo mirar.
—Verás... — Richard se apoyó en el sofá sobre su costado, medio girándose hacia mi y dispuesto a contarme... una de sus teorías— ...Tengo una teoría sobre eso de los gases...
—Ya empezamos... —Miré al techo intentando cargarme de paciencia a la vez que soltaba el humo del cigarro.
—No, de veras... es una buena teoría. Sí Dios existe –cosa que no dudo- y le dio por llenarnos el estómago de gases, así, sin más... es que es un jodido hijo de puta. Pero lejos de eso, su misericordia para con nosotros es tan absoluta que para que podamos liberarnos de semejante malestar, nos dio también un par de orificios a través de los cuales aliviarnos. De modo... que los eructos y los pedos, si lo analizas bien... se tratan indirectamente de una obra divina.
—Estás chalado.
—Si claro... llámame chalado, pero un buen pedo... es música para mis oídos.
Dicho eso y tras haberse quedado tan a gusto después de su sonada liberación, impulsó su cuerpo hacia delante, tomó el mando a distancia del televisor y le quitó el sonido al Late-Night de James Cassidy.
—¡Eh! ¿Qué se supone que haces? Me gusta ver el programa de ese loco.
—¿Ese loco te gusta?
—¡Si, me gusta! Cuenta chistes y hace entrevistas divertidas. Además... sus monólogos no tienen desperdicio.
—¿De veras?... Yo no entiendo sus chistes. A decir verdad... no entiendo una palabra de lo que dice.
Richard me miraba sorprendido. A veces tenía tan pocas luces que incluso se admiraba de que alguien fuese capaz de entender un programa de humor.
—Anda... dale volumen. ¿Quieres? —Le insistí.
—No tío, en serio... tenemos que hablar y este es un buen momento.
El novato quería hablar, y yo... un dinosaurio en este oficio ya me temí que sería una conversación larga.
—Con respecto a lo de antes... tienes razón en que no puedo pedir un extra a un cliente, pero...
—¿Pero? —Pregunté mientras empezaba a liarme un nuevo cigarro.
—Bueno... se gana bastante dinero con esto, no me puedo quejar, pero no puedo ingresarlo en un banco, no tengo una nómina y eso me impide pedir un préstamo... Estoy deseando comprarme una casa, y ¡joder!... aún no me llega y no sé hasta cuando cojones tendré que esperar.
Pasé la lengua por la parte adhesiva del papel de fumar. Me hallaba absolutamente entregado al ritual y debido a ello, provoqué un largo silencio tras las últimas palabras de Richard. Lo cierto era que el menester al cual estaba entregado merecía cierta concentración, pero además, empezaba a intuir por dónde iría la charla.
—¿Y?... —Le pregunté.
—Bueno, pues... ya que no se lo puedo pedir al cliente... me gustaría que hablásemos de ese 25% que te quedas por cada trabajo.
—¿Qué la pasa a ese 25%?
—Me parece excesivo, además... no entiendo demasiado bien qué haces con esa pasta.
—Ya, pero... ese fue el trato Richard.
—Lo sé, ese fue el trato, pero me gustaría saber si... es negociable. Simplemente eso.
¡Clinck... chassss... Check!... Encendí mi cigarro. En serio... me encanta ese ruido. Me quedé contemplando de reojo mi encendedor mientras tomaba una profunda calada.
—Lo lamento Richard, pero no... no es negociable. Además no tengo porque darte explicación alguna de qué hago con esa pasta, no es tu problema, pero... te recuerdo que dispongo de un local en el cual tengo media docena de coches para realizar los trabajos, hay que mantenerlos, hay que conseguir pasaportes y documentación y... hay que viajar para encontrar a nuevos clientes.
—Si vale, pero todo eso... ¿Conlleva tanto gasto?
—Mira Richard... suponiendo que me lo gastase en putas... se trata de mi dinero, de los gastos, y del trato al que llegamos cuando decidimos que te metías conmigo en esto.
—Si, de acuerdo... el trato, el maldito trato, pero mira, por ejemplo... el trabajo de esta tarde. Yo me he ocupado de todo. Ni tan siquiera ha sido como otras veces en las que lo hemos hecho a medias y tú... te llevas el 25%. ¿Por qué? ¿Qué diablos has hecho tú?
—Hice el contacto con el cliente, negocié un buen precio, planee el tema y te lo cedí a ti. ¿Consideras que eso es poco?
—Bueno... ya puestos no hacía falta que hicieses ni eso. También yo puedo buscarme un cliente.
—Sin duda, pero ... da la casualidad que a este... lo busqué yo.
Richard se levantó contrariado del sofá. Buscaba sin éxito su camisa. Estaba nervioso y frustrado porque el discurso que había estado preparando durante esos 200 kilómetros de regreso no surtía el menor efecto, al contrario, se estaba encontrando con una pared.
Yo le miraba convencido de que comprendería la situación y de que esos nervios terminarían convirtiéndose en una disculpa tras entender y hacerse cargo del tema. Richard era un buen tipo, podría decirse que incluso nos unía cierta amistad, pero por desgracia era demasiado joven, así que en cierto modo... todo era debido simplemente a eso.
—¿Dónde diablos está mi camisa?
—Ahí... ha caído justo detrás del mueble del televisor.
—Oh si... ya la veo.
Se agachó a recogerla y se incorporó de nuevo para ponérsela. Mientras abrochaba sus botones me miró con cierta expresión de fastidio.
Seguro que no tardaría en darse cuenta de que, en el fondo, lo que ha aprendido de este entorno oscuro en el que nos movemos me lo debe a mi. En este trabajo no basta tan solo con que no te tiemble el pulso en el momento de disparar un arma sobre alguien, sea hombre o mujer. No sólo vivimos de los encargos que nos hacen, sino que sobrevivimos gracias a que no damos demasiados datos sobre nosotros mismos, y que una vez hecho un trabajo es prácticamente imposible localizarnos a menos, que no sea mediante terceros ya que no son pocos los que deciden darle puerta al “mensajero” para no dejar ningún cabo suelto. Y mejor no hablar de los que se hacen los remolones a la hora de entregarte el total de lo acordado. Yo enseñé a Richard a moverse bastante bien por todo ese lodo durante el par de años que llevábamos juntos, y todo eso, sí era capaz de valorarlo en su justa medida... no tenía precio.
—¿Todo bien Richard?
—Pues francamente no... veo que no se puede hablar contigo de dinero.
—Richard, el negocio que yo tengo y del cual te dejo participar, no se trata precisamente de una ONG, de modo que si tienes problemas financieros es tu problema. No me cargues a mi esa responsabilidad. ¿Queda claro?
—No, no me convence, pero si esas son las condiciones y no hay más huevos... pues no me queda otra que aceptarlas.
Mal asunto. El polluelo no entraba en razón y estaba en un punto en el que difícilmente llegaría a hacerlo por más vueltas que le diese al tema.
Sí en este negocio, alguien no es capaz de ver una obviedad de tal calibre, la tensión en el trabajo puede llegar a ser horrorosa.
—Anda... ponte bien esa jodida camisa y vamos al almacén.
—¿Al almacén ahora? Estoy deseando llegar a casa y darme un baño... aún tengo pegado en mis narices el olor a sesos del gordo de esta tarde.
—Iremos ahora Richard. La semana que viene tenemos un trabajo y hay que sustituir las matrículas del coche que vamos a utilizar.
—Tú mandas... como siempre.
La noche estaba en calma, apetecía una paseo... lástima que el almacén estaba tan cerca de mi casa.
Richard y yo levantamos la puerta de hierro, guardé el candado en uno de mis bolsillos y mientras él encendía la luz yo trataba de volver a cerrar la puerta metálica con no poco esfuerzo.
—Coge el destornillador de la caja de herramientas y ve desatornillando las placas. Yo voy al despacho a buscar las otras.
—De acuerdo, démonos prisa que ya he tenido bastante por hoy.
—Vuelvo enseguida y te ayudo con eso.
Sobre un viejo mueble de mi despacho había una botella de whisky empezada, me serví un trago en un vaso pequeño y me lo tomé con cierta calma. Volví a llenar el vaso y tomé un segundo trago con algo más de premura, al poco rato, salí del despacho.
Richard me estaba esperando al lado del coche que nos iba a servir para el siguiente trabajo. Como de costumbre, había realizado mi encargo rápida y eficazmente.
—¿Y las matrículas? —Me preguntó.
Cuando un par de boxeadores discuten se lían a hostias, cuando un matrimonio se pelea se tiran los platos, cuando riñen dos borrachos se lanzan botellas, pero... cuando dos pistoleros se encabronan o no llegan a un acuerdo... tarde o temprano uno de los dos saca su “freidora” y deja al otro tendido en el suelo con un agujero entre las cejas del tamaño del plomo que escupe un 3-57.
El vacío del local se llenó de un intenso ruido que apenas duró un par de segundos. El cuerpo de Richard cayó al suelo panza arriba con un agujero en la boca del estómago y parpadeando ante los tubos fluorescentes que se hallaban en el techo.
Los rostros de todos aquellos que han pasado por tu pistola suelen aparecer tarde o temprano en sueños. Es una desagradable compañía a la que uno no llega a acostumbrarse por más tiempo que pase. Quizá por eso es recomendable no mirar nunca a los ojos de aquellos a los que les das plomo. Un rostro dice mucho, pero recordar una mirada es verdaderamente insoportable. No obstante, mirar a los ojos de aquellos a los que hay que eliminar, pero que nos son conocidos, viejos amigos o simplemente personas por las que uno siente aprecio, es una muestra de respeto.
Mi pistola estaba dejando de echar humo. Me acerqué a Richard y me agaché junto a él.
—¿Qué tal estás muchacho? —Le pregunté.
—¿Por... Por qué has hecho esto?... ¿Qué diablos...?
—Tranquilo Richard, no te muevas y relájate. Estoy junto a ti.
—Cojones tío... ¿Por qué...?
—Son los negocios hijo. Te enseñé que en este asunto no era fácil encontrar a nadie en quien confiar.
—Oh Dios mío... me muero. No... no entiendo...
—Sin duda en el tiempo que lamentablemente ya no tienes... hubieses llegado a entenderlo, pero ahora... ya es tarde.
—Oh vamos por favor... llama a un... médico.
—Descuida... he hecho un buen trabajo.
Creo que esas palabras ya no las oyó. Sus ojos se quedaron mirando los fluorescentes, pero sin parpadear, la luz ya no era molesta, ya nada lo era.
Me lié un nuevo cigarro junto a él y pensé que por la mañana me desharía del cuerpo. Era tarde, estaba algo cansado y toda esa mierda me había abierto el apetito. Recordé que Richard se había tomado la última Budweiser de mi nevera y que poco más que pan de molde y esa repugnante mayonesa era lo que tenía por casa, de manera que decidí darme una vuelta por el bar de Jack y tomarme uno de esos deliciosos sándwich de pavo que él preparaba.
Por el camino tan solo me acompañaba la noche.
Clinck... chassss... Check!...
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