domingo

WASABI

El arroz comenzaba a emitir el silbido característico de cuando ha absorbido toda el agua tras la ebullición. Era el momento de retirarlo del fuego, destaparlo y cubrirlo durante quince minutos con un paño. Mientras, Pablo, empezó a sacar el salmón y el atún de la nevera y a cortarlo en finas láminas.

Acto seguido extendió el arroz de manera uniforme en un recipiente. Con experimentados movimientos y ayudándose de un tenedor de madera rastrilló con suavidad los granos con el fin de separarlos. Al mismo tiempo, con la mano que le quedaba libre, rociaba por encima un vinagre japonés que él mismo había preparado. La operación no era fácil, a decir verdad, siempre había considerado que esa parte era la más compleja de preparar un buen sushi, ya que consiste en separar los granos, rociar el vinagre e ir abanicándolo al mismo tiempo para que el arroz se enfríe y consiga un ligero brillo. Lo importante, es dejarlo algo pegajoso, pero en absoluto pringoso.

Miriam estaba a punto de llegar. Habían quedado a las nueve para la cena y Pablo estaba ultimando los preparativos. La llamó al móvil para pedirle que se pasase por la calle Urgell, entrase en la tienda de comida asiática y comprase media docena de cervezas Sapporo y una botella de Sake.

Para Pablo era un viernes normal; se levantó pronto para comprar el pescado fresco en el mercado, lo llevó a casa y se fue a trabajar. La tarde se la tomó libre para dedicarse a preparar el delicioso sushi que tanto le apetecía a Miriam: makis de salmón y de atún, sashimi con guarnición de algas y brotes de soja, tempura de langostinos y verduras y yakitori de pollo. Le hubiese encantado empezar con una sopa misho, pero a Miriam no le gustaba, de modo que elaboró un entrante especial a base de tofu y algunas setas.

Por su parte, Miriam, se acercaba a la tienda de productos asiáticos con un profundo pesar marcado en su rostro. Amaba sinceramente a Pablo. Ésos dos años que llevaban saliendo habían sido muy especiales para ella. Siempre le gustó que un hombre fuese atento, cariñoso, entregado a sus pasiones y emprendedor, pero en el tiempo que llevaban juntos no creía llegar a conocer a Pablo. Había algo en él que Miriam no acertaba a entender. No era posible que alguien no tuviese nunca problemas o días malos. Todo el mundo tiene días malos, y afrontar la cotidianeidad, por más conocida que sea, siempre provoca momentos de angustia y de inquietud en los que surgen dudas, preguntas y en ocasiones un extraño malestar.

Pablo era la única persona que conocía capaz de quitarse de encima los problemas de un modo inmediato. Él le decía que cuando algo no salía bien se trataba de analizarlo, racionalizarlo y pasar página. No merecía la pena perder un minuto más en algo que no tenía solución y que por suerte, la vida estaba llena de cosas dignas de ser recibidas con los brazos abiertos y con las heridas cerradas.

A Miriam, en una ocasión, le asaltó la idea de que si algún día dejaba a Pablo, él analizaría la situación, la racionalizaría, y al poco rato se quedaría tan feliz disfrutando del resto de cosas que llenaban su vida. Se sentía muy querida por Pablo, pero se consumía ante el miedo terrible de pensar en el poco tiempo que tardaría en ser olvidada. A partir del día en el que tuvo ese pensamiento, y a pesar de que era feliz con él, empezó a sentir una extraña necesidad de dejar la relación.

La música, casi imperceptible, sonaba en el comedor. Pablo iba encendiendo las velas, llenando los cuencos de cerámica con salsa de soja y depositando diminutas bolitas de wasabi en un rincón muy concreto de los platos. Lo hacía todo de un modo muy ceremonioso, disfrutando en todo momento de cada detalle, del tibio contraste de los colores que se percibían en la penumbra, del sonido de la música y de los olores que emanaban de los distintos alimentos delicadamente colocados sobre la mesa. Arregló los almohadones que les iban a servir de asientos en el suelo, prendió una varita de incienso y esperó a Miriam para compartir con ella esa noche.

El pesar de Miriam se aligeró un poco cuando vio el modo en el que Pablo lo había preparado todo para ella. Quedó atrapada por la atmósfera, percibió la música, los olores. El beso que Pablo le dio en los labios a la vez que abrazaba su cintura la cautivó como si no hubiesen pasado dos años, como si se tratase del primer beso, del primer encuentro entre ambos.

Miriam dejó sobre el sofá su abrigo y su bolso. Pablo la invitó a acomodarse en uno de los almohadones y entre medio de una conversación cotidiana se dispusieron a saborear el sushi y a dejarse llevar por la que debería ser una velada especial.

—¿Aún no has aprendido a coger los palillos? —le preguntó Pablo sonriente—. No los coges bien.
—Da igual. ¿Acaso tiene que ser todo, siempre perfecto?
—En absoluto. Las cosas perfectas me parecen aburridas.
—¿Ah si? —preguntó Miriam—. Pues nadie lo diría —añadió haciendo una mueca y llevándose un maki a la boca.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada Pablo... déjalo. Hoy tengo un mal día.

Pablo puso un poco más de soja en el pequeño cuenco de cerámica de Miriam, a la vez, trataba de adivinar qué pasaba por la mente de ella que con su rostro cabizbajo peleaba por atrapar con los palillos, una fina alga que se hallaba en su plato.

—¿Te he pedido soja? —preguntó Miriam en un tono desafiante.
—No, pero he visto que te quedaba poca y he pensado...
—¿Y no has podido pensar que si quería soja... me la podía poner sola?
—¡Joder Miriam! Lo que no he pensado es que eso te pudiese sentar mal. Hay que ver como estás hoy.

El aparato de CD empezó de un modo automático a reproducir, de nuevo, la primera de las melodías. Pablo encendió una nueva varita de incienso. Las velas proyectaban sombras tintineantes sobre las paredes y el suelo. Miriam, muy poco segura de lo que iba a hacer, pero con una inexplicable convicción en su interior de que tenía que hacerlo, se lanzó a un pozo cuyo fondo era oscuro e incierto.

—Pablo. Creo que lo mejor sería dejarlo.
—¿Dejarlo?... ¿Dejar qué?
—Lo nuestro. De veras... creo que no tiene sentido.

Pablo se reincorporó sobre el almohadón de la postura relajada en la que se encontraba. Trató de comprender las palabras de Miriam apoyando los brazos sobre la mesa en un intento de entrelazar sus manos con las de ella. Miriam lo rechazó retirándose ligeramente de la mesa, levantó sus brazos y clavó la mirada sobre su plato en busca de alguna explicación que no era capaz de encontrar en su cabeza.

—A ver Miriam, cielo... dime ¿Qué sucede?
—No pasa absolutamente nada. Es que no puedo más con esto.
—Algún motivo habrá. Hablemos de ello y seguro que podemos solucionarlo.

Miriam titubeó. Sabía que Pablo merecía una explicación, pero ella no tenía ninguna en ese momento. Se le ocurrían muchas cosas, pero eran todas absolutamente rebatibles e incluso, su poca convicción por lo que estaba haciendo la paralizaba.

—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que las personas somos egoístas? —preguntó Miriam.
—Claro que si. Todos lo somos.

Miriam miraba a su alrededor como tratando de encontrar algo o a alguien que le dictase sus siguientes palabras.

—No me refiero a eso... no sé cómo explicarlo —Miriam se detuvo para pensar un instante ante la atenta mirada de Pablo y prosiguió—. Quiero decir que a todos nos gusta tener a alguien a quien contarle nuestros problemas. Quizá nadie nos solucione nada, pero el hecho de hablar de ellos ya es una ayuda.
—Si... estoy de acuerdo —dijo Pablo.
—Lo que quiero decir es que, en realidad, cuando contamos nuestros problemas y le mostramos a alguien nuestra vulnerabilidad, esperamos, a cambio, algo más que consejos.
—Perdona Miriam, pero... no sé por dónde vas.
—Pablo. Todas las personas somos vulnerables y tremendamente contradictorias.
—Lo sé, pero sigo sin ver en qué afecta eso a nuestra relación —dijo Pablo en una súplica ahogada para arrancar de Miriam una explicación.
—¡Hostia que difícil es todo! —exclamó Miriam resoplando y levantando su mirada—. A todos nos gusta que nos ayuden, que nos aconsejen, pero... también necesitamos sentir que somos de alguna utilidad a los demás. ¿Sabes lo complicado que resulta convivir con alguien que te ayuda, pero que no te necesita nunca? ¿Imaginas lo difícil que es estar con alguien que jamás tiene conflictos?

Pablo se sirvió un poco más de sake y lo tomó lentamente mientras reflexionaba sobre las palabras de Miriam creyendo entender lo que sucedía.

—¿Ése es todo el problema? —preguntó Pablo.
—Es un gran problema. Me siento muy poca cosa. —respondió Miriam.

Pasaron unos instantes en silencio sin atreverse a enfrentar sus miradas. Miriam no se sentía mejor, al contrario, tenía el sentimiento de haber estropeado las cosas. Pablo quería luchar por conservar algo que a él le parecía hermoso. Trató en vano de disuadir a Miriam de su idea. Intentó explicarle lo importante que era para él y el bien que esa relación les hacía a ambos, pero al ver que ella había tomado una decisión ya no se atrevió a cuestionar nada. Miriam se levantó del almohadón, recogió su abrigo y su bolso del sofá y mientras salía del comedor se detuvo y se giró hacia Pablo.

—Tengo cosas tuyas en casa. Te las traeré o te las haré llegar —le dijo Miriam.
—¿Quieres que te acompañe a casa o que llame a un taxi?
—No Pablo. No quiero.

Miriam recorrió el pasillo hasta llegar a la puerta del piso con una sensación de peso en sus pies. Estaba dejando tras de sí a la persona que, sin duda, le transmitiría mayor estabilidad de todas a cuantas pudiese llegar a conocer jamás. Abrió la puerta con indecisión. Sabía que salir de casa de Pablo y cerrar esa puerta significaba cerrarla para siempre.

Pablo se quedó recostado en su almohadón; analizando, racionalizando lo que acababa de suceder y contemplando un maki de atún que Miriam había dejado en su plato. Tomó los palillos, le puso un poco de wasabi y se lo llevó a la boca.

El picor del wasabi no tiene nada que ver con el picor que pueden producir los pimientos, el chili, el tabasco o las guindillas. Éstos, te dejan la lengua adormecida y evitan que puedas seguir percibiendo el sabor de los alimentos, además, la sensación de escozor perdura durante un largo tiempo. El wasabi, en cambio, produce una intensa sensación de picor en las fosas nasales, te hace lagrimear ligeramente, pero en apenas un instante... desaparece.

7 comentarios:

pensamiento dijo...

Le falta alma (y al protagonista... también)

Anónimo dijo...

Me ha gustado !! si señor !

Anónimo dijo...

Insomne, te seguí en EL PAÍS y recien te sigo ahora en tu nuevo blog. Así como antes eras provocador con más o menos acierto, ahora parecés vos en estado puro.
Este cuento muestra la contradicción del ser humano de la mano de Miriam y el estado pragmatico de la de Pablo.
Lindo contraste entre dos seres condenados a amarse, pero a vivir separados.

Un cuento maesto.

Mil gracias

Gustavo

Sil.* dijo...

He pasado, haciendole una giñada al tiempo que me apremia, simplemente a dejarte un beso!!

Pasaré después para leer WASABI con tranquilidad!!

Sil.*

Enrique Páez dijo...

Sergi: me ha gustado mucho este relato, desde la preparación morosa de los platos, hasta su conexión subterránea con el propio Pablo. Pero (no te lo tomes a mal, solo es una opinión) la doble omnisciencia creo que es innecesaria. Yo le leería el pensamiento solo a Pablo, o a ninguno de los dos(mostrando gestos y actos fallidos). Pero el relato es tuyo, es bueno, y yo te aplaudo.

Anónimo dijo...

Buena historia. Mirian agobiada por ver en Pablo la muestra viva del amor sin apegos, de afrontar la existencia desde una mentalidad positiva y alejada de emociones en sombra que solo atraen problemas y malos días. Tenía la chica que haberse comido su último bocado de wasabi.

Anónimo dijo...

Me gustó mucho esta historia. Pensandolo bien deberiamos "comer" a los problemas con wasabi así solo nos hacen lagrimear apenas y luego ya está, para que cargar con el eterno picazón que debe haber quedado Miriam, despues de todo.